Heras-Casado lleva al éxtasis su debut en Bayreuth
El maestro granadino triunfa con su versión intimista de 'Parsifal' y redime un montaje panfletario cuya principal novedad consistía en poder verlo (y padecerlo) con gafas de realidad aumentada
Seis horas después de haberse escuchado los primeros compases de Parsifal, comparecía Pablo Heras-Casado sobre el escenario de Bayreuth para atenerse al veredicto del tribunal wagneriano. Nunca había dirigido antes en la colina verde, ni se había expuesto a una experiencia tan extrema. Por eso revisten tanta importancia los clamores y los bravos con que los melómanos de Wagner City abrumaron al maestro granadino en el trance de los saludos. Se reconocían los méritos de un viaje hacia el éxtasis que permitió a Heras-Casado alumbrar el mayor hito de su carrera.
Y no es cuestión de patriotismo, sino la evidencia de una proeza artística que el debutante concibió sin incurrir en el sensacionalismo ni la megalomanía. Antepuso una lectura honda y una trama sonora de extraordinaria sensibilidad e intimidad, hasta el extremo de que el ejército wagneriano alojado en el foso se escuchaba como si fuera una orquesta de cámara.
Fue capaz Heras-Casado de sobreponerse a las complejidades acústicas del templo. Y demostró que la proliferación de tanto músicos en Parsifal no obedece a la opulencia sonora, sino a la exquisitez cromática, a las dinámicas y los contrastes. Y la diferencia que existe entre el volumen y la intensidad, no digamos en la sublimación de los pasajes corales.
Se ha graduado Heras-Casado en la cima del gran circuito. Tanto o más que ganar Wimbledon, aunque no hubiera este martes ninguna autoridad cultural celtibérica para testificar la relevancia histórica de este 25 de julio de 2023.
No existían las gafas de realidad aumentada cuando Wagner estrenó Parsifal hace exactamente 141 años, ni hubieran hecho tampoco falta en la inauguración del festival. El artefacto tecnológico no hizo otra cosa que provocar distracciones, excentricidades y alucinaciones, de tal manera que hubiera sido mejor recurrir a un antifaz opaco para escuchar sin obstáculos el magma orquestal y resarcirse con plena dedicación a las voces imponentes de Elina Garança (Kundry) y Georg Zeppenfeld (Gurnemanz).
Fueron los artistas más aclamados de una sesión caracterizada, en efecto, por la siniestra uniformidad de los melómanos que llevaban puestas las gafas negras y superlativas. Y no es que fueran muchos los espectadores llamados a participar del experimento —unos 300 de cerca de 2.000—, pero sí los suficientes para significarse como cobayas wagnerianas.
Solo ellos podían desdoblarse en la producción escénica de Jay Scheib, precisamente porque el director de escena norteamericano tanto había concebido una dramaturgia convencional como había creado la variante extrasensorial, a semejanza 3D de Avatar o de Indiana Jones.
Por esa motivo, quienes llevábamos las gafas disponíamos de un plano flotante en el que se nos aparecían pájaros, cuerpos celestes y serpientes. Un lenguaje mitad alquímico, mitad cósmico que se desmarcaba de la narrativa ortodoxa de Parsifal —la redención por el camino de la sangre y de la pureza— y que resultaba agotadora, bien porque las gafas pesaban como si fueran las de un funcionario de la DDR o bien porque la subtrama no aportaba otra cosa que molestias y episodios hilarantes no pretendidos.
Era mejor idea guardarlas en la guantera. Y dedicarse a escuchar la música lejos del esnobismo de la tecnología. Y no por tradicionalismo, sino por la vacuidad de la propuesta escénica de Scheib. Estamos saturados de las distopías ambientalistas. Y de los caminos extravagantes con que algunos régiseurs eluden atreverse a la enjundia mística de Parsifal.
El camino de Scheib subordina la lanza de Cristo y la iconografía del Viernes Santo a una concepción materialista. No en clave de Marx, sino desde la perspectiva de la alquimia y de su repercusión esotérica. La sangre también se forja con hierro. Y permite convertirse en combustible universal, aunque no puede decirse que la lisergia de Scheib convenciera a los espectadores de Bayreuth. Le abuchearon con energía en el trance de los saludos.
Bastante tamaño y gigantismo aloja Wagner como para buscarle los factores de crecimiento de unas gafas que predisponen a la hiperactividad sensorial. Mucha más gracia y simpatía revisten las decenas de estatuillas doradas que representan al compositor en la pradera de la colina verde. Allí se yergue como un templo griego el teatro de ladrillo del Festival que Luis II de Baviera le construyó a Wagner para que pudiera escenificar sus óperas.
El turno de Parsifal sobrevino en julio de 1882. Se resume así la sugestión y el notición de que Heras-Casado fuera el maestro elegido para aprehender e interpretar la cumbre mística del wagnerismo. Y por idénticas razones, su retrato ya figura en la galería de los criminales, sobrenombre del angosto corredor del teatro en que se reconoce y beatifica a los directores de orquesta que han sido convocados al altar mayor de Bayreuth.
El polifacético Plácido Domingo es el único español que aparece entre ellos, aunque no puede compararse la experiencia de bajar al foso para dirigir unas funciones de La valquiria —agosto de 2018— con la proeza que implica inaugurar el Festival de Bayreuth invocando la liturgia de Parsifal.
El acontecimiento tanto convocó a Angela Merkel como identificó en el palco a Ursula von der Leyen. Daban ganas de preguntarle a la presidenta de la Comisión Europea su opinión sobre las elecciones españolas y si había conversado con Feijóo, pero no procedía introducir esta clase de prosaísmos informativos cuando se viene a rezar la palabra y la música de Wagner.
Un público erudito. Un Festival para iniciados. Y una apertura con mucho jaleo dentro del teatro y mucha agua fuera. Se derramaron los cielos en el umbral del estreno. Y llovió para desmentir el yermo distópico y la tormenta ácida en que se desenvuelve la dramaturgia de Jay Scheib. No funcionaron las referencias alucinógenas del primer acto, ni tampoco resultó convincente la idea de convertir el reino siniestro de Klingsor en un vergel de plantas carnívoras, aunque fue entonces también cuando adquirieron hondura y plenitud las cualidades de Elina Garança en el papel de Kundry.
Debutaba la mezzo letona en Bayreuth. Y lo hacía consciente de su carisma escénico y de su madurez vocal, hasta el extremo de opacar todas las excentricidades escénicas que conspiraron contra la ópera.
La clave consistió en cerrar los ojos. Y en trasladarse al imperio sonoro de la Garança, cuya credibilidad wagneriana excitó el graderío y estimuló la lectura más energética y entusiasta de Heras-Casado. No era sencillo para Andreas Schlager (Parsifal) resistir la intensidad del dúo ni controlar ese vibrato que afea sus prestaciones, pero el tenor germano llegó vivo a la cima del tercer acto. Allí le aguardaba el remanso lírico del personaje y el panfleto ecologista de Jay Scheib. Estamos saturados del Apocalipsis medioambiental. Y de la demagogia pacifista, pero resulta que el director de escena de Iowa quiso involucrarnos en su plan de salvación de la humanidad, que no consiste en la redención de la sangre de Cristo, sino en la concepción del Grial como el reflejo solar de un planeta que nos estamos cargando entre todos.
Los abucheos lo pusieron en su sitio al tipo de las gafas, mientras que los clamores coronaron a Heras-Casado en una experiencia cuyos extremos evocan las reflexiones del zapatero Hans Sachs. No en Parsifal, sino en Los maestros cantores: "Lo siento y no puedo entenderlo. No puedo retenerlo, pero tampoco olvidarlo. Y si pretendo abarcarlo, no puedo medirlo".
Seis horas después de haberse escuchado los primeros compases de Parsifal, comparecía Pablo Heras-Casado sobre el escenario de Bayreuth para atenerse al veredicto del tribunal wagneriano. Nunca había dirigido antes en la colina verde, ni se había expuesto a una experiencia tan extrema. Por eso revisten tanta importancia los clamores y los bravos con que los melómanos de Wagner City abrumaron al maestro granadino en el trance de los saludos. Se reconocían los méritos de un viaje hacia el éxtasis que permitió a Heras-Casado alumbrar el mayor hito de su carrera.