Es noticia
Viajeros del fin del mundo: el único sitio donde no debería haber turistas... está lleno
  1. Mundo
Turistas en la Antártida

Viajeros del fin del mundo: el único sitio donde no debería haber turistas... está lleno

La paradoja del turismo antártico es que es una industria al alza porque se siente exclusivo, y para que sea exclusivo tiene que seguir pareciéndolo. Aunque haya otro barco al girar un recodo del siguiente iceberg, esperando su turno

Foto: Una foca, descansando tranquilamente en la isla Melchior, en la Antártida. (Alicia Alamillos)
Una foca, descansando tranquilamente en la isla Melchior, en la Antártida. (Alicia Alamillos)
EC EXCLUSIVO Artículo solo para suscriptores

En el puerto de Ushuaia, en la Tierra de Fuego argentina, a las siete de la mañana de un día cualquiera del verano austral hay al menos tres gigantescos barcos cruceros. Solo estarán unas horas; en total en el día serán muchos más. Cada uno de ellos puede llevar entre un centenar de pasajeros (los más pequeños) y el medio millar. Pero, una vez cruzado el Pasaje de Drake —o Mar de Hoces, para los de la leyenda negra—, que separa la punta argentina de la Antártida, no te cruzarás con ellos. Será casi como si tu barco fuera el único que navega hacia el continente blanco, siguiendo la estela abierta por un puñado de exploradores de vidas inigualables. Como si fueras el único, viviendo una experiencia única.

“Lo más importante es que el turista sienta que no es un turista, que no es un tour sino una exploración, una experiencia, que pueda experimentar lo salvaje”, dice Kim Crosbie, a bordo del barco MS Island Sky. Ella es parte del equipo de exploración que guiará, a lo largo de los 20 días de navegación, a las 80 mujeres que viajan a la Antártida en el programa Homeward Bound, una expedición de mujeres científicas.

Empieza entonces un complicado baile de buques y permisos entre icebergs con el corazón de un brillante azul piscina, placas de hielo marino, ballenas, focas y pingüinos. Porque esa es la paradoja del turismo antártico: una industria al alza porque se siente exclusivo, y para que sea exclusivo tiene que seguir pareciéndolo. Aunque haya otro barco al girar un recodo del siguiente iceberg, esperando su turno.

placeholder Icebergs al paso del MS Island Sky. (La autora de la fotografía es Anna Ferré-Mateu, astrofísica española en el Instituto de Astrofísica de Canarias y miembro de la expedición Homeward Bound)
Icebergs al paso del MS Island Sky. (La autora de la fotografía es Anna Ferré-Mateu, astrofísica española en el Instituto de Astrofísica de Canarias y miembro de la expedición Homeward Bound)

La Antártida no tiene la culpa. La Antártida sigue quitando el aliento. Los icebergs, con su inmensidad y su silencio, testigos duros de un hielo que se formó hace cientos de años y ahora va a morir al mar. Los pingüinos, con sus andares patosos, con su amor en forma de piedrecitas que regalan a su pareja para hacer el nido. Las ballenas, con su majestuoso baile sin levantar apenas espuma junto a los barcos antes de volver a hundirse un rato más entre las aguas. Las historias de exploradores que llegaron a morir entre sus hielos, y los que sobrevivieron para contarlo. Los albatros, las focas. El vacío. La pureza. La comunión con la naturaleza. La soledad.

“Es un turismo que depende de una Antártida prístina”, continúa Crosbie. Según datos de la Asociación Internacional de Turoperadores Antárticos (IAATO, por sus siglas en inglés), en la temporada de verano austral de 2022-2023 (los meses de invierno en el hemisferio norte) visitaron la Antártida un número récord de 105.331 personas, y se espera que en la temporada 2023-24 se vuelva a batir. Con excepción de la crisis de 2008-2009 y la pandemia en 2020-21, los números no han dejado de subir. Entre la temporada de 2019-2020, la última antes de que la pandemia forzara a cerrar la Antártida, y el año pasado, el número saltó un 40%.

Foto: La base antártica española Juan Carlos I. (CSIC)

Siendo la Antártida un territorio sin gobierno estatal único (regido por el Tratado Antártico), el turismo en el continente lo regula la propia IAATO, en una suerte de autorregulación de los propios turoperadores de los países firmantes. Hasta el momento, sostiene Crosbie, ex directora ejecutiva de la asociación, ha funcionado. “La IAATO se forma porque se deciden juntar antes de que alguien desde una oficina en Europa o Estados Unidos pueda poner normas que luego no se puedan cumplir en el terreno”, afirma. "Pero creo que hemos llegado a un punto en el que quizá necesitamos un control gubernamental", admite. No hay policía antártica, y nadie que obligue a aquellos que no sean miembros del Tratado Antártico a cumplir las normas.

placeholder Un velero entre icebergs, en la Antártida (Anna Ferré-Mateu, astrofísica española en el Instituto de Astrofísica de Canarias y miembro de la expedición Homeward Bound)
Un velero entre icebergs, en la Antártida (Anna Ferré-Mateu, astrofísica española en el Instituto de Astrofísica de Canarias y miembro de la expedición Homeward Bound)

Las normas son muchas. Todos los barcos tienen que gestionar con antelación el recorrido que van a organizar, con las distintas paradas en esta o aquella cala donde habita una colonia de pingüinos o suele descansar una familia de focas. Animales de costumbres, los pingüinos repiten cada año su mismo viaje a las mismas playas por una suerte de avenidas invisibles que solo su instinto puede reconocer. En las playas de Walker Bay, las focas Weddellii han dejado por fin a sus crías solas, aprendiendo a quitarse la arena volcánica de la nariz con fuertes —y cómicos— resoplidos. Así que, cuando se abre la temporada, una marabunta de turoperadores se apresura a reservar todos los lugares que pretenden visitar en un gigantesco Excel, con días, horas y minutos, para evitar que una ruta se cruce con otra. Si de repente, por cualquier motivo, alguien cancela una reserva, un ojo atento se asegura de cazarla a tiempo.

placeholder Un iceberg en la Antártida. (A. Alamillos)
Un iceberg en la Antártida. (A. Alamillos)

En el MS Island Sky, la que se encarga es Genna Roland. Lleva 10 años viajando a la Antártida como parte del equipo expedicionario de los barcos de pasajeros. Es una de esas personalidades que viven más en el mar que en la tierra: cada año pasa entre 10 y nueve meses en alta mar, desde el océano Pacífico al Atlántico, pero la Antártida es su lugar especial.

Hay un dicho entre el equipo expedicionario del barco: “Primero vienes por la experiencia, luego por el dinero, y luego no encajas en ningún otro lugar”. "Es el bicho polar, que te pica y estás perdido. Tú lo has visto. Nunca tienes suficiente: cada vez hay algo diferente, algo nuevo. El sentimiento es el mismo cuando ves el primer iceberg, o las ballenas, o los pingüinos pasar. Sigue siendo excitante 10 años después", sostiene Roland.

placeholder Unos cachorros de foca, disfrutando de un día soleado en la Antártida. (A. Alamillos)
Unos cachorros de foca, disfrutando de un día soleado en la Antártida. (A. Alamillos)

Un sentimiento que comparte también el capitán del navío, George Hendry, a pesar de que lleva días durmiendo poco y cambiando el rumbo, incómodo con la cantidad de placas de hielo marítimo que dificultan el viaje. Aunque la noche antártica, de una luz amarilla que se prolonga durante horas y horas, no es oscura, en días de niebla navegar sin visibilidad entre los hielos es peligroso para el barco. Pero es parte de la magia de navegar la Antártida. Después de todo, sigue siendo una suerte de aventura. Por un precio: el de un crucero —aunque también se pueden organizar veleros y viajes más privados— está en torno a los 10.000/15.000 euros.

Una vez reservado el trayecto, la IAATO también tiene normas para los barcos de pasajeros. Hendry está orgulloso del MS Island Sky, “del tamaño perfecto”. Con capacidad para unos 100 pasajeros, el máximo número de personas que permite la IAATO en cada desembarco en la Antártida. “En barcos más grandes, de 400 personas [si son más de 500, no se permite el desembarco en ningún caso], la gente vive apenas un cuarto de la experiencia, haciendo turnos para desembarcar en tierra. Es como hacer cola en Disneyland”.

placeholder Una colonia de pingüinos en Isla Decepción. (A. Alamillos)
Una colonia de pingüinos en Isla Decepción. (A. Alamillos)

Para desembarcar, también hay que pasar protocolos. “Las madres [foca] han decidido que las crías ya son lo suficientemente grandes como para estar solas, así que se van y las dejan en la playa. Los bebés están por toda la playa preguntando: ¿dónde está mamá?, ¿dónde está mamá? Acercándose a nosotras. Pero no somos su madre. Hay que estar a cinco metros de distancia”, amonesta Claudia, también del equipo de exploración. Aunque la tentación de tocarlas, cuando se acercan arrastrándose como grandes orugas de mar, es grande.

Está prohibido sentarse, arrodillarse o tocar el suelo con las manos. A cada pasajero se le da un clip, que será su mejor amigo para eliminar cada piedrecita que quede atorada en las suelas de las botas. Tras cada desembarco, se le pasará por desinfectante y agua a presión.

Contaminación cruzada

La idea es limitar en lo posible la contaminación del continente, con un ecosistema mucho más aislado que su contraparte septentrional, el Ártico. Para muchas cosas, es ya tarde: especies invasoras de bacterias o semillas en los bolsillos de los turistas o los científicos que visitan la Antártida ya se expanden entre el hielo.

placeholder Foto: Anna Ferré-Mateu, astrofísica española en el Instituto de Astrofísica de Canarias y miembro de la expedición Homeward Bound.
Foto: Anna Ferré-Mateu, astrofísica española en el Instituto de Astrofísica de Canarias y miembro de la expedición Homeward Bound.

El equilibrio de mantener una Antártida como la encontraron los primeros exploradores es, sencillamente, imposible, y otra paradoja. “Un viaje a la Antártida genera toneladas de gases de efecto invernadero que tiene un impacto en la atmósfera: los vuelos hasta el puerto de salida, el combustible del barco, los residuos, la electricidad…”, explica Claudia Alvarado, gerente de sostenibilidad de Nestlé en Centroamérica y miembro de la expedición de mujeres científicas a la Antártida Homeward Bound, patrocinada por Acciona. Según un estudio de 2022, la media por pasajero de unas vacaciones en la Antártida es de 3,76 toneladas de emisiones de CO2, más que las emisiones medias por persona en países como Brasil, India o México.

Como parte del programa Homeward Bound, que coloca a estas mujeres del mundo STEMM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería, Matemáticas y Medicina, por sus siglas en inglés) como embajadoras de la Antártida en un mundo cada vez más cerca del desastre climático, se establecen varias iniciativas para compensar esa huella de carbono que inevitablemente deja el viaje. “Sembrar árboles o financiar la conservación de ecosistemas captadores de carbono de la atmósfera, como los manglares”, explica Alvarado. La idea es que el viaje sea carbono-neutral.

Foto: Michaela Musilová. (Richelle Gribble)

La Antártida es precisamente donde más rápido está subiendo la temperatura. Si en 50 años en el mundo se calcula que subiría 1,5 °C de media, en la Antártida es de 3-5 °C. El doble de velocidad. Un reciente estudio, publicado el pasado octubre, concluía que el calentamiento ha aumentado hasta el punto de que es "inevitable" que se derrita la capa de hielo en la Antártida Occidental (10% del total). Otro estudio, también publicado el mes pasado, recogía que casi 50 plataformas de hielo antárticas han reducido al menos un 30% su tamaño desde 1997. En algunas zonas de la Antártida se está viviendo una explosión de flores.

placeholder Participantes de la expedición Homewardbound, en una colonia de pingüinos (Anna Ferré-Mateu, astrofísica española en el Instituto de Astrofísica de Canarias y miembro de la expedición Homeward Bound)
Participantes de la expedición Homewardbound, en una colonia de pingüinos (Anna Ferré-Mateu, astrofísica española en el Instituto de Astrofísica de Canarias y miembro de la expedición Homeward Bound)

Pero el crecimiento de este turismo antártico es imparable, y cada vez más extremo. En el afán de seguir ofreciendo experiencias únicas, se añaden los polar plunge (baños en las aguas heladas), kayak, snorkel, campamentos tierra adentro (el coste sube aquí hasta los 65.000 euros)... Todo con su correspondiente licencia de la IAATO. “Va todo tan rápido que ya estamos preparando licencias para viajes con submarinos”, admite Crosbie, sin referencias al submarino Titán, hundido este verano con cinco personas a bordo tras pagar un millonario pasaje. Pero es inevitable pensar que, con cada nueva actividad, el turismo antártico deje de ser uno de naturaleza para convertirse en un turismo de ego.

En el puerto de Ushuaia, en la Tierra de Fuego argentina, a las siete de la mañana de un día cualquiera del verano austral hay al menos tres gigantescos barcos cruceros. Solo estarán unas horas; en total en el día serán muchos más. Cada uno de ellos puede llevar entre un centenar de pasajeros (los más pequeños) y el medio millar. Pero, una vez cruzado el Pasaje de Drake —o Mar de Hoces, para los de la leyenda negra—, que separa la punta argentina de la Antártida, no te cruzarás con ellos. Será casi como si tu barco fuera el único que navega hacia el continente blanco, siguiendo la estela abierta por un puñado de exploradores de vidas inigualables. Como si fueras el único, viviendo una experiencia única.

Antártida
El redactor recomienda