El lado palestino del conflicto con Israel tiene tres focos. La franja de Gaza, donde los palestinos viven aislados del resto del mundo y que representa el objetivo número uno de la respuesta de Israel después del ataque de Hamás. En el noreste está Cisjordania. Esta zona debería convertirse en corazón del estado palestino, pero desde hace décadas los gobiernos israelís van construyendo asentamiento de colonos judíos que hacen imposible la creación de una Palestina independiente.

Y después está Jerusalén, la ciudad santa de palestinos y judíos que la consideran su capital. Nadie quiere renunciar a ella, pero tampoco compartirla. La convivencia de estas tres religiones, a lo largo de los siglos, ha pasado por temporadas de tolerancia y también por guerras y violencia generalizada. En esta ciudad, de casi un millón de habitantes, el 40% de población es de origen palestina. La mayoría de ellos viven en los barrios de la Ciudad Vieja y en Jerusalén Este, en condiciones de sobrepoblación y escasez de servicios.

En 1948 Naciones Unidas otorgó a Jerusalén un régimen especial bajo administración de la ONU, pero Israel nunca ha respetado las resoluciones del Consejo de Seguridad. El estatus de la ciudad ha sido siempre el escollo principal que ha llevado al fracaso los acuerdos de Oslo. La decisión de Donald Trump mover la embajada de Estados Unidos de Tel Aviv a Jerusalén en 2018 ha alimentado aún más el resentimiento de los palestinos hacia su complicada situación, que hasta los ataques terroristas de Hamás había quedado al margen de la agenda internacional.