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Elizabeth Vigée Le Brun, la retratista de María Antonieta que luchó contra la imagen de reina viciosa
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Elizabeth Vigée Le Brun, la retratista de María Antonieta que luchó contra la imagen de reina viciosa

Acantilado publica el ensayo de Marc Fumaroli 'Mundus muliebris' sobre esta pintora del Antiguo Régimen que fue una de las grandes aliadas de la reina francesa. Este es un extracto

Foto: La retratista Elizabeth Le Brun (detalle del libro Mundus Muliebris)
La retratista Elizabeth Le Brun (detalle del libro Mundus Muliebris)

En 1770, las puertas de la academia se abren un poco más, pero... ¡de acuerdo con el principio de una cuota de cuatro sillones! Entran ese año Anne Vallayer-Coster, pintora de naturalezas muertas y retratista, alumna del perfecto paisajista Claude-Joseph Vernet, y Madame Roslin, alumna de Vien y de La Tour, brillante pastelista casada en 1754 con el retratista sueco Alexander Roslin, también protegido por el servicial conde de Caylus, el cual hizo posible el enlace de esta católica con un luterano.

En 1783, le llegó el turno a Madame Vigée Le Brun, candidata inaceptable a los ojos del director de la academia, el primer pintor Jean-Baptiste Marie Pierre (1712-1789), por el hecho de tener un marido que se dedicada al comercio de cuadros, y también por su propia y excesiva precocidad, su belleza, su encanto social, incompatibles con la seriedad viril del gran arte académico.

La exclusión deseada por Pierre topó con la reacción altiva de la reina María Antonieta, muy agradecida a la retratista que había elegido por haber difundido abundantemente unas efigies de ella a la vez muy parecidas y sutilmente halagadoras. Por supuesto, la reina se impuso. Sin haberlo buscado, María Antonieta se convertía por este gesto en el sostén oficial del mundus muliebris parisién.

La Académie Royale aprovechó para admitir entre sus filas al año siguiente (1784) a Adélaïde Labille-Guiard (1749- 1803), ya miembro desde 1769 de la Académie de SaintLuc, corporación privada más acogedora con las mujeres. Era una hija que seguía la profesión de su padre. Antigua alumna de Quentin de La Tour y de François-Élie Vincent (1708-1790), se había casado en 1799 con el hijo de su último maestro, el pintor de historia François-André Vincent (1746-1816), también alumno de Vien y rival de David en la pintura de historia neoclásica.

placeholder 'Mundos muliebris', de Marc Fumaroli
'Mundos muliebris', de Marc Fumaroli

Madame Labille-Guiard había llegado a hacerse nombrar pintora-retratista titulada de Mesdames, María Adelaida y Victoria, hijas de Luis XV, poco dadas, es cierto, a multiplicar los encargos, para hacer valer mejor su reserva y arrojar un poco más de descrédito sobre los excesos de su sobrina por alianza, la reina. Mucho menos comprometida con la corte que Madame Vigée Le Brun, la retratista de Mesdames (en otro tiempo modelos de maravillosos retratos mitológicos para el pastelista Jean-Marc Nattier, 1685-1766) se guardó mucho de seguir en la emigración a las dos regias solteronas.

Encontrando una clientela nueva en tiempos de la Revolución, ella y su marido atravesaron sin demasiadas dificultades 'el Terror', gracias a la protección de la que se benefició la pareja por parte de uno de los amos del momento, Jacques-Louis Da. Rival, de hecho, de Madame Vigée Le Brun en París, Labille Guiard hizo notar que ella se había convertido en académica por libre decisión de los electores, mientras que Madame Vigée Le Brun (que protestará en sus Souvenirs contra esta observación descortés) debía su admisión a la arbitraria decisión y al favor de la pareja real.

Foto: Ejecución de Luis XVI durante la Revolución Francesa. (iStock)

Los magros privilegios inherentes al sillón académico femenino (esencialmente el acceso al prestigioso Salón de la Académie Royale) eran por entonces tanto más deseados por las pintoras cuanto que compensaban un poco la pérdida de las numerosas comodidades que les había valido desde largo tiempo la Académie de Saint-Luc.

Esta institución, como si fuera una repetición inútil, fue suprimida en 1777, así como su Salón y al mismo tiempo que las otras corporaciones de oficios artísticos, por el Interventor general de Bâtiments du Roi de 1774 a 1789, el conde de Angiviller (1730-1809).

El centralismo celoso de la administración real preparaba el centralismo militarista del futuro Estado, republicano o bonapartista.

Foto: Napoleón Bonaparte en Egipto (Fuente: iStock)

Ni el Salón del Coliseo, creado en 1769 y prohibido en 1776 por el Superintendente de los Bâtiments, ni el Salon de la Correspondance del editor y empresario Pahin de la Blancherie (1752-1811), creado en 1779 para "ser objeto de emulación entre los artistas nacionales y extranjeros que no son de la academia", suspendido también él en 1787, pudieron competir por mucho tiempo con el Salón del Louvre, abierto tan sólo a los académicos y académicas, dispensador de un prestigio al que la camarilla de la villa y la corte era muy sensible, prestigio incompatible con el que reservaba el más hospitalario Salón anual, el de la Académie de Saint-Luc.

Pero en 1782 las señoras Vigée Le Brun y Adélaïde Labille-Guiard pudieron exponer en el Louvre, "el mejor día, y por primera vez en Francia, su autorretrato con paleta y pinceles en mano, creando un impacto psicológico y político sin precedentes".

Aparte de la privación de este privilegio raro, insigne, muy codiciado, de un valor inapreciable, pero muy influyente sobre el mercado y el precio de los cuadros, las académicas no habían lamentado su entrada en la corporación de Saint-Luc. Las había acogido en buen número, las había expuesto liberalmente en su Salón y les había proporcionado la autorización legal de enseñar, exponer y vender.

En 1782 las señoras Vigée Le Brun y Adélaïde Labille-Guiard pudieron exponer en el Louvre, "el mejor día, y por primera vez en Francia"

En la Académie Royale, recibidas a título de aceptadas y excluidas de la primera y de la segunda clase (las del poder), con más motivo de la clase aristocrática de los "consejeros honorarios", no eran admitidas, como tampoco los grabadores, para profesar su arte en el marco académico, ni para beneficiarse de la estancia, indispensable a los futuros pintores de historia, en la Academia de Francia en Roma, fundada por Colbert en 1666 y exclusivamente masculina.

Al igual que los grabadores académicos, ellas no debían nada tampoco de su excelencia profesional a la enseñanza académica oficial, concebida para uso exclusivo de futuros pintores de historia, género masculino por definición y en Francia sin excepción.

En muchos aspectos, la supresión en 1776, por el Estado real, de la Académie de SaintLuc, precedida por la fijación de una minúscula cuota de sillones reservados a las artistas en la Académie royale, era un retroceso de su estatus, casi tan grave como el advenimiento bajo el Directorio, en el Institut de Francia, de una clase de Bellas Artes que excluía unánimemente toda presencia femenina.

Al igual que los grabadores académicos, ellas no debían nada tampoco de su excelencia profesional a la enseñanza académica oficial

Ni Madame Vigée Le Brun ni Madame Labille-Guiard pudieron ocupar nunca su sillón de académicas tras la desaparición a su vez de la Académie royale, que logró David de la Convención en 1792.

Este ostracismo, que duró hasta 1913, da la medida de la dosis latente de reacción misógina que estalló en la violencia revolucionaria desencadenada en 1789: este estallido patriótico quería vencer "la feminización" decadente atribuida desde la Regencia al Estado monárquico y a la aristocracia de espada.

Desde 1750 el Gobierno real hubiera querido atajar lo que se llamaba aún elegantemente "decadencia del gusto", o "herejía rocaille", obteniendo de la enseñanza académica, tanto en París como en Roma, un retorno concertado "a la antigua", cuya versión neogriega no dejaba prever en absoluto, no obstante, ni El juramento de los Horacios ni el rigorismo espartano de David y de su escuela.

placeholder Retrato que Vigeé Le Brun hizo de María Antonieta en 1783
Retrato que Vigeé Le Brun hizo de María Antonieta en 1783

Sin embargo, a partir de esa fecha, la hostilidad hacia las amantes reales de Luis XV, que durante el reinado siguiente recayó sobre la reina y sobre su retratista favorita, asociaba en su virulencia panfletaria mundus muliebris privado y afeminación del Estado.

Identificación tanto más absurda cuanto que los maestros del gusto rocaille en pintura eran masculinos, a ejemplo de Watteau, Oudry, Boucher, Fragonard, mientras que el pincel y la brocha de Madame Vigée Le Brun encontraban en el retrato el vigor y la gravedad de Rafael y de Rubens, demasiado atenuadas en los pasteles de Rosalba Carriera. En cuanto a su modelo real, iba a mostrar en la tormenta la imagen de la mujer fuerte plantando cara a la desgracia.

Por su belleza, su seducción, su éxito, su estilo de retratista, por el extraordinario favor de casi adoptarla con que la distinguieron la reina María Antonieta y su camarilla, Madame Vigée Le Brun se encuentra sin haberlo buscado en el epicentro de un seísmo político sin precedentes y asociada públicamente a la suerte del principal objeto de odio y de repulsión de los revolucionarios: "la austríaca". Vetada por su sexo de la práctica de la pintura de historia, consiguió llevar el género del retrato a la altura de esta coyuntura histórica.

La lucha por el restablecimiento de la imagen de la reina

Por una extraña coincidencia, Madame Vigée Le Brun había hecho posar por primera vez a la reina, su exacta contemporánea, cuando María Antonieta se había convertido finalmente en madre, y ella se aprestaba a serlo también.

La maternidad y el sentimiento maternal van a desempeñar un gran papel tanto en la representación que la retratista hará de una reina acusada de todos los vicios como en la que hará de sí misma en sus autorretratos al pintarse cual heredera profana de la ternura y de la felicidad inquieta de las Madonas italianas.

Las dos mujeres pertenecían a la misma generación, aunque en posiciones bien distintas. De este período en que el vendaval se contenta aún con gruñir datan los más hermosos y vigorosos retratos de una Madame Vigée Le Brun expuesta al desafío más temible de su carrera, el restablecimiento de la imagen de la reina de Francia. Había de enfrentarse a una leyenda negra en gestación (bien pronto madura y agresiva), según la cual la reina se habría aislado lo más frecuentemente posible, con sus favoritas, en el gineceo del Petit Trianon mandado construir para Madame de Pompadour.

El sentimiento maternal desempeña un gran papel en la representación que la retratista hará de una reina acusada de viciosa

Luis XVI torpemente se lo había regalado a su esposa y ella lo había rebautizado no menos torpemente como La Pequeña Viena. También se refugió en ocasiones en la ficción pastoril y agrícola de la Aldea y de la lechería de Rambouillet. De hecho, sólo se permitía uno u otro de estos respiros un día a la semana y nunca dormía allí, preocupada por cumplir con sus deberes de soberana en Versalles, y sólo se apartaba de la etiqueta sacrosanta después de las nueve de la relevée (término de época para ‘tarde’).

Uno de los daños colaterales del incendio de la Ópera de París (8 de junio de 1781) fue privarla de los bailes de máscaras que ella gustaba frecuentar en compañía de su frívolo cuñado Artois. Una noche de febrero de 1776, Artois, atrapado en una reyerta, había sido llevado a un puesto de guardia dejando a su cuñada de incógnito durante dos o tres horas en medio de la multitud, charlando y bailando con desconocidos, enmascarados igual que ella.

¡La democracia a lo Renoir, mediante la fiesta! Ello se supo y escandalizó tanto en Viena como en París. Siendo aún Delfina, había incluso coincidido con Fersen en la Ópera, el 30 de enero de 1774: acababa de serle presentado oficialmente en Versalles, a título de coronel de los suecos reales. Tras el incendio de 1781, no se dirigió más a París, donde por otra parte su impopularidad se había vuelto amenazadora.

placeholder La paz vuelve a traer la abundancia' (1780), de Elizabeth Vigeé Le Brun
La paz vuelve a traer la abundancia' (1780), de Elizabeth Vigeé Le Brun

Sus derroches tenían que ver sobre todo con el juego del faraón, que la arruinaba, pero seguían siendo inconmensurables respecto a los de Madame de Pompadour, y moderados en comparación con los de su cuñado Artois. El futuro Carlos X rivalizaba victoriosamente, en materia de conspicuous consumption, con su cuñada, que no le quería apenas, pero que había atraído a su casa a Madame de Polastron, la cual se granjeó la pasión improbable y sin embargo ardiente y exclusiva del príncipe.

El gran pintor Jacques Louis David, más conocido por su preocupación acerca de la ética del artista-ciudadano, compuso en 1788, muy probablemente para la alcoba del dichoso Artois, en Bagatelle, un Paris y Helena, perfecto idilio adulterino neogriego. Un cuadro semejante integraba el arte de pintar en el voluptuoso mundus muliebris parisién, mucho más abiertamente que cualquiera de las alegorías de Madame Vigée Le Brun pintadas en esa época: La inocencia se refugia en los brazos o La paz trae de vuelta la abundancia.

En cuanto a los soberbios retratos anteriores a 1789 de David, el futuro pintor oficial de la República y del Imperio, son por lo menos tan atentos a los pequeños detalles de la moda femenina y masculina de la hora parisién como los de su amiga y rival tácita, Élisabeth Louise. Por una coincidencia retrospectiva poco sorprendente, la colección de retratos que pintó en las décadas de 1770 y 1780 Vigée Le Brun y la aún más numerosa de David, una y otra dispersadas actualmente en los más grandes museos del mundo, ¡se han convertido, desde 1792-1794, en un repertorio antropométrico imprevisto de degollados de los dos sexos, por sentencia imparcial e igualitaria del Tribunal revolucionario!

Foto: Un dibujo a lapicero de María Antonieta. (iStock)

La fama de Madame Vigée Le Brun como retratista era ya muy amplia y la cotización de sus retratos sumamente elevada cuando, en octubre de 1778, se le pidió hacer el de la reina en gran traje de corte exigido por su madre la emperatriz María Teresa, pues hasta entonces ni siquiera académicos reales como Joseph-Siffrein Duplessis (1725-1802) o Jean-Germain Drouais (1763-1788) habían logrado dar satisfacción a la madre y a la hija.

Para empezar se trataba de una dificultad técnica, pero también moral, que estos señores y sus colegas no habían superado: ¿cómo conciliar el parecido físico y el parecido moral con la majestad real? La reputación de adivinadora que tenía la hechicera Élisabeth Louise permitía esperar por fin un éxito, lo que en efecto se produjo a los ojos de la reina y de su madre, y le valió a la retratista la admiración y la amistad de su regio modelo.

Por eso, cuando se trató de contrarrestar por medio de la imagen la leyenda negra destinada a empañar seriamente el honor de la reina, María Antonieta recurrió a la retratista—normalmente circunscrita a la vida privada—en vez de acudir a los pintores de historia académicos, dedicados por definición a la vida pública de la monarquía.

María Antonieta recurrió a la retratista—circunscrita a la vida privada—en vez de acudir a los pintores de historia académicos

¿Demasiado tarde? En vano, Madame Vigée Le Brun consiguió la proeza, en los retratos de la reina que había expuesto en el Salón de Saint-Luc, y luego en el Salón de la academia, de oponer la gracia radiante de María Antonieta a sus pretendidas negras intenciones, su gusto por la sencillez a sus pretendidas locuras despilfarradoras, su orgullo de madre preocupada a su presunta incurable frivolidad.

Cada una de sus intervenciones, desbordando el ámbito estrictamente artístico, se aventuraba en un ámbito estrictamente político cada vez más crispado y en el que se volvía peligroso pretender tomar públicamente el partido de la reina. Élisabeth Louise recibió su parte en los panfletos de odio dirigidos contra la soberana, pero perseveró, solidaria con su modelo, cuya bondad y verdadera sencillez había llegado a conocer y a defender, pero sin contravenir nunca su nativa y natural majestad.

En el famoso cuadro de la Historia bíblica de Poussin titulado La peste de Azoth se observa en primer plano, en la plaza donde los ídolos de los filisteos han sido fulminados, la mitad de los transeúntes que se desploman, golpeados por la peste vengativa que inflige por añadidura el Dios de Moisés a ese pueblo idólatra.

Élisabeth Louise recibió su parte en los panfletos de odio dirigidos contra la soberana, pero perseveró, solidaria con su modelo

La otra mitad aún de pie se detiene y se inclina con imprudente asombro sobre estas repentinas agonías. En segundo plano, subiendo a toda prisa los peldaños de una escalera pública, un sabio, quizá un esclavo, en cualquier caso un hombre sabio, abandona la escena trágica y huye anudando su túnica para ir más rápido y escapar al contagio. Retirada oportuna, ausente del relato bíblico, que Poussin, como buen lector de Montaigne, se permitió añadir para los buenos entendedores en su cuadro de historia sagrada.

Cuando la situación empeoró, María Antonieta sólo tenía una preocupación, como Ana de Austria bajo las dos Frondas: salvar el trono de sus hijos. Ella se negó durante mucho tiempo a abandonar el escenario de la Revolución sin su familia, y cuando se decidió a huir con los suyos, una vez más era demasiado tarde, y se produjo la escapada torpe y fatal de Varennes.

Madame Vigée Le Brun, más de acuerdo con un mundus muliebris monárquico que dejaba a los hombres el cuidado viril de la política, comprendió desde el 14 de julio que, como simple plebeya comprometida, no tenía que imitar el heroísmo atávico de la reina (ni siquiera podía imaginar qué pruebas le aguardaban), sino defender en la medida de sus fuerzas el futuro de su hija, inseparable del suyo.

Vigeé de Le Brun huyó a tiempo, en octubre de 1789, de incógnito, en diligencia pública, en compañía de su hija y del aya de ésta

Por eso tomó sin demora el partido del sabio presentado por Poussin en La peste de Azoth: huyó a tiempo, en octubre de 1789, de incógnito, en diligencia pública, en compañía de su hija y del aya de ésta, y pudo ganar Italia sin dificultad. Lloró, de lejos, el suplicio de su modelo favorita y el de varios de sus modelos francesas. Su emigración, a diferencia de la de su amiga Germaine de Staël, que volvió a París bajo el Directorio, duró hasta comienzos del Consulado.

Ella no compartía las simpatías de la dama de Coppet por los ideales de 1789, pero sentía la misma hostilidad femenina hacia Bonaparte. Éste, sin retirarle su pasaporte, le permitió viajar a Inglaterra y a Suiza. Allí encontró a la autora del De Alemania (1810). El Primer Cónsul, que temía poco a una simple retratista pero recelaba de una mujer elocuente, obligó a Germaine de Staël a retomar el camino del exilio.

No regresó a París hasta 1814. En la Europa de las cortes, donde Madame Vigée Le Brun vagabundeó entre 1789 y 1801, el hecho de haber sido la panegirista de una reina de Francia que en 1789 se había adentrado en la región de los peligros más amenazadores añadió a su reputación como retratista sin par la gloria de haber sido educada y asociada, aunque de manera efímera, a la gran Historia.

Se impuso definitivamente en prestigio a su única rival a escala europea, la retratista Angelica Kauffmann, y, a escala parisiense, a la retratista Adélaïde Labille-Guiard, protegida de David. Debió ese suplemento de reputación al suplicio de la reina, que Vigée Le Brun había tratado de evitar y conjurar con el favor de sus fabulosos retratos.

En 1770, las puertas de la academia se abren un poco más, pero... ¡de acuerdo con el principio de una cuota de cuatro sillones! Entran ese año Anne Vallayer-Coster, pintora de naturalezas muertas y retratista, alumna del perfecto paisajista Claude-Joseph Vernet, y Madame Roslin, alumna de Vien y de La Tour, brillante pastelista casada en 1754 con el retratista sueco Alexander Roslin, también protegido por el servicial conde de Caylus, el cual hizo posible el enlace de esta católica con un luterano.

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