'Jeanne du Barry': ser prostituta y cortesana es un cuento de hadas

La elección de Jeanne du Barry como película de apertura del último Festival de Cannes supuso la reconciliación y el fin del bloqueo internacional de la industria del cine a Johnny Depp, enfangado hasta entonces en un proceso judicial muy sórdido y muy público contra su exmujer, Amberd Heard. Depp interpreta al rey Luis XV —y lo hace en francés con deje estadounidense en la versión original—, el bien amado, abuelo de Luis XVI, el decapitado. Jeanne du Barry fue una joven de clase muy humilde, hija ilegítima de un cura y una cocinera, que después de conocer al proxeneta de lujo Jean-Baptiste du Barry, acabó convirtiéndose en la amante oficial de Luis XV, quien además le otorgó el título de condesa.

Maïwenn —directora, coguionista y protagonista de Jeanne du Barry— cuenta en este drama de época la historia de una mujer indomable por las convenciones de la época. Maïwenn la retrata como una mujer jovial e irreverente, con sentido del humor, culta y sensible, que consiguió hacerse un hueco en la corte entre maltratadores, competidoras y un sistema elitista que le recordaba permanentemente su origen vulgar. Parece ser que tampoco se granjeó las simpatías de las hijas del rey.

Maïwenn parece haber dirigido Jeanne du Barry para, única y exclusivamente, lucimiento propio. Un elogio del personaje que, al final, acaba siendo un elogio hacia sí misma. El resto de los personajes o bien la admiran o bien la envidian, siendo el resto de mujeres de la película una parodia de las hermanastras malvadas de Cenicienta. Depp, por su parte, parece algo desubicado, algo disperso dentro de la corte francesa. Quizás ha intentado crear un Luis XV melancólico, pero el resultado es una interpretación desconectada del resto del reparto, sobre todo en contraste con la energía de Maïwenn, dispuesta a no escatimar esfuerzos para que Jeanne du Barry sea la gran película que ella ha proyectado.

Pero más allá de su suntuoso diseño de producción, su cuidado vestuario y una puesta en escena encorsetada, el principal problema de Jeanne du Barry reside en la santificación de su protagonista. Maïwenn la retrata, al principio, como un espíritu indomable que decide elegir la vía de la cama antes de la cocina para tener tiempo para leer, cultivarse, beber, comer y, en definitiva, disfrutar de la vida. Nada más explicarle su objetivo vital al duque de Richelieu (Pierre Richard), este le da la vuelta, le levanta la falda y la toma por detrás. Y no hay una pizca de ironía, sino que Maïwenn, en ambas facetas, como actriz y como directora, se entrega a una solemnidad y un engolamiento que no dejan pasar el aire.

La propuesta estética de Jeanne du Barry es excesivamente pulcra y medida, como si de una producción Disney se tratase. Una historia de princesas cortesanas producida por la casa del ratón. A ratos parece que nos encontremos, de nuevo, ante La Cenicienta, con decorados excesivos y acartonados, obviando —salvo pequeños detalles— la vida de hambre, pobreza y enfermedad que le hubiese esperado a la protagonista si no se hubiese entregado a los lechos aristocráticos.

Madame du Barry se hace un hueco en la corte, entre los que piensan que es una puta iletrada y los que saben que congraciarse con ella supone un mayor acceso al rey. Pero su poder depende de los designios del monarca, de su salud, de que la elija entre el resto de las amantes —aunque ella fue la favorita— y de mantener una buena relación con los herederos: en Adolphe y Luis —futuro Luis XVI— tiene sus aliados, pero no así en María Antonieta (Pauline Pollmann), que se niega a dirigirle la palabra, lo que compromete su futuro lugar en Versalles.

Más interesante es la visión de Maïwenn de ciertas costumbres cortesanas que a ojos contemporáneos —y a ojos de una Jeanne más moderna que su contexto— es imposible no encontrar risibles. Cuando a la recién aterrizada Jeanne le explican que no puede mirar a los ojos al rey, y ella lo desafía con una mirada cargada de la electricidad de la que carece el resto de la película. O cuando le advierten de que bajo ningún concepto puede dar la espalda al rey, sino que tiene que desplazarse a pequeños taconazos cortos hacia atrás. Muy lejos, eso sí, de la mirada cáustica sobre los modos y usos de palacio de Albert Serra en La muerte de Luis XIV (2016).

El resultado es una película complaciente con el personaje, con el absolutismo y consigo misma, una biografía aguada para disfrute de todos los públicos, entretenida pero olvidable. "¡Viva el rey!", corean los vasallos. "¡Viva el rey!", parece gritar Maïwenn.