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'Isabel Preysler, mi Navidad': Cosas que hacer en Puerta de Hierro mientras no estás muerto
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'Isabel Preysler, mi Navidad': Cosas que hacer en Puerta de Hierro mientras no estás muerto

La 'celebrity', a sus 73 años, entra en el juego recaudatorio de las plataformas con una docuserie sin la menor sustancia

Foto: 'Isabel Preysler, mi Navidad'. (Disney +)
'Isabel Preysler, mi Navidad'. (Disney +)

Lo que más me gusta hacer con mis hijos es visitar mansiones. Cada vez tengo más amigos con casas grandes, y cuando me dicen que lleve a los niños sé que son los amigos que debo conservar. Ir a una mansión es ir a un exterior, a un paisaje; al zoo. Las casas grandes, con parcela, tres plantas, piscina, jardín, de todo, ponen lo de dentro fuera, o lo de fuera dentro, y la gente parece un poco más dinámica y como que le queda bien la vida. Te puedes derramar en una mansión, hacer como que no te impresiona.

Lo que hace que una visita a una mansión parezca un paseo por la Gran Vía es que te cruzas con muchos desconocidos. Son los criados. Los criados, como vimos en Saltburn, están para darte extrañeza, sospecha y un poco de asco de ti mismo. No es que nunca vayas a tener esa mansión, es que nunca vas a ser siquiera criado de una mansión.

Una cosa bonita de ver de los niños en las mansiones es lo poco que las respetan. Quieren abrir todas las puertas, romper todos los platos y jugar con todos los juguetes de los niños que sí van a heredar la propiedad. Las mansiones, como sabía Michael Jackson, están hechas para los niños. Ese es su sentido profundo.

El caso es que Isabel Preysler no nos ha invitado a su mansión, que cuesta nueve millones de euros. Leo además que está en Puerta de Hierro, y que “la parcela de 5000 metros cuadrados cuenta con un enorme jardín, dos piscinas y 14 baños”. La Preysler no puede invitar a todos los niños pobres de Madrid a mear en su casa, como es obvio; a divertirse. Por eso, en un acto de caridad navideña, nos ha invitado a todos a la vez a través de su docuserie en Disney +. El show se llama Isabel Preysler, mi Navidad, pero debería haberse titulado Isabel Preysler, mi mansión. La Navidad de Isabel Preysler es como la de cualquier Manola: un coñazo. Su casa es lo que de verdad queremos ver.

Foto: Isabel Preysler, en el sofá de su casa. (Cortesía Disney+)

El producto se suma a la manía moderna de los famosos de venderse reales y con dinero. Georgina, las Kardhasian, Dulceida, Omar Montes... todos sacan un extra haciendo de sí mismos, aunque su forma de ser ellos mismos resulte indistinguible de ser un póster suyo pegado en una carpeta. Isabel Preysler misma es poco más que un póster pegado en una carpeta, parece que pasearan por la mansión uno de esos recortes de cartón piedra a tamaño real que ponen en El Corte Inglés para vender libros o quesos. La clave de realidad de estas series es que los famosos queden como fantasmas felices, sin cuerpo, sin dolor, sin quejas, pura presencia masturbatoria.

La Preysler es tan insustancial que sólo han podido sacarle dos episodios de 45 minutos cada uno. Seguramente de alguno de sus criados podrían sacarse ocho episodios y una segunda temporada.

La Preysler no puede invitar a todos los niños pobres de Madrid a mear en su casa. Por eso nos ha invitado a todos a la vez en su docuserie

Entonces vemos la casa, la mansión, la Puerta de Hierro. Todo es grande y brilla y hay cristales y blancura. Una cosa que he pensado hace nada sobre los ricos es que su sueño doméstico es vivir en un hotel. Ser el único cliente de un hotel es exactamente lo que los ricos llaman hogar.

Vemos a la dueña de la casa recibir criados, sirvientes y profesoras de yoga y de otros ejercicios para longevos; la oímos hablar de su maquilladora (“Lola”), ordenar e instruir a la cocinera, recibir a las decenas de personas que traen flores de Pascua y árboles de Navidad y macetas; contemplamos a un criado con guantes blancos poner la mesa; admiramos la labor de Rafael, el chófer. “El chófer es muy importante en esta casa”, dice Isabel.

Tener alguien siempre a mano para darle órdenes es básicamente en lo que consiste su vida.

placeholder Cartel de 'Isabel Preysler, mi Navidad'. (Disney  )
Cartel de 'Isabel Preysler, mi Navidad'. (Disney )

Después de comprender que unas cincuentas personas en apenas 90 minutos ayudan a Isabel Preysler a hacer prácticamente todo lo que la gente normal hace por sí misma, uno vuelve casi inconscientemente a la charla de alta filosofía que ha contemplado a mitad del segundo episodio. La dueña de la casa habla con dos amigos acerca del lance de envejecer. “Envejecer es una lata”, propone Isabel. Y añade: “Después tienes que depender de gente”.

Detengámonos en esta frase: “Después tienes que depender de gente”. Isabel, a sus 73 años, tiene miedo de la vejez (¿los 90?) porque no podrá valerse sola, y pasará a ser una mujer para la cual la tarea más simple requerirá del concurso de un asistente, una cuidadora o un auxiliar (lo que ella llama “gente”). No como ahora, donde la tarea más simple requiere del concurso de un criado, una criada o una cocinera. Es decir, tendrá que decirle a un asistente que le diga a un criado lo que tiene que hacer, porque ella ya estará mayor para decirle directamente al criado lo que tiene que hacer. Una lata, sin duda.

Es una lata pasar toda la vida dependiendo de cincuenta criados y acabar dependiendo de la gente. ¿Qué sabrá “la gente” cómo le gustan a ella las burbujas del baño?

Foto: Isabel Preysler en la presentación de su serie documental. (Disney +)

Isabel Preysler se despide de nosotros con un deseo genuino para estas Navidades. Dice, literalmente: “Mi deseo para estas Navidades… Pediría que se parasen todas las guerras”. Y calla y asiente ante su propia grandeza espiritual. Lo bueno de este deseo es que siempre habrá una guerra en alguna parte que te hace el apaño, porque las guerras se libran para que la gente que no sabe lo que pasa en su propia ciudad encuentre algo piadoso que decir en estas entrañables fechas. A ver si vas a decir: “Que se acabe el hambre en el mundo”, y ya no hay hambre. Con lo de las guerras, una acierta siempre.

Lo que más me gusta hacer con mis hijos es visitar mansiones. Cada vez tengo más amigos con casas grandes, y cuando me dicen que lleve a los niños sé que son los amigos que debo conservar. Ir a una mansión es ir a un exterior, a un paisaje; al zoo. Las casas grandes, con parcela, tres plantas, piscina, jardín, de todo, ponen lo de dentro fuera, o lo de fuera dentro, y la gente parece un poco más dinámica y como que le queda bien la vida. Te puedes derramar en una mansión, hacer como que no te impresiona.

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