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El psicoanalista que amaba a las mujeres y odiaba a Freud (y al 'New Yorker')
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El psicoanalista que amaba a las mujeres y odiaba a Freud (y al 'New Yorker')

La periodista Janet Malcolm recuerda en sus memorias póstumas cómo un gurú del psicoanálisis la puso contra las cuerdas judiciales (a ella y al arrogante periodismo literario neoyorquino)

Foto: Sala de espera del consultorio de Freud en Viena. (EFE)
Sala de espera del consultorio de Freud en Viena. (EFE)
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"Todo periodista que no sea tan estúpido o engreído como para no ver la realidad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de éstas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno (…) Quien ha accedido a ser entrevistado recibe una dura lección cuando aparece el artículo o el libro. Los periodistas justifican su traición de varias maneras, según la forma de ser de cada uno. Los más pomposos hablan de libertad de expresión y dicen que el público tiene derecho a saber, los menos diestros se escudan en el arte, y los más decentes murmuran algo sobre ganarse la vida".

Amén.

Janet Malcolm, afamada reportera del New Yorker, se ganó varios enemigos en la profesión tras arrancar así El periodista y el asesino (1990), ensayo sobre las relaciones con las fuentes basado en el caso real de un periodista al que un sospechoso de asesinato dio acceso total para un libro. Durante meses, el periodista pareció el mejor compañero de fatigas del acusado, pero, cuando se publicó el libro, en lugar de exonerarle, le frio vivo. ¿Es lícito el engaño para llegar a la verdad? ¿Puede salir alguien limpio del estercolero moral que puede llegar a ser el periodismo?, se preguntaba El periodista y el asesino, una de las mejores no ficciones del siglo XX, según la crítica anglosajona.

A algunos periodistas, por tanto, les molestó el libro de Malcolm, no solo porque nunca es agradable que te llamen carroñero, sino porque ella misma estaba acusada de inventarse partes de un ensayo anterior, En los archivos de Freud (1984), cuyo protagonista principal, un académico freudiano arrepentido (y con muchas ínfulas) llamado Jeffrey Moussaieff Masson, estuvo una década tambaleando el prestigio de Malcolm en los tribunales.

Todo esto viene a cuento por algo: Janet Malcolm murió hace tres años, pero ahora se publican sus memorias póstumas, Fotografías fijas, donde revisa escenas decisivas de su vida con su característico estilo preciso, clínico y reflexivo.

Pero antes vamos con el primer libro para situarnos.

El reino del inconsciente

En los archivos de Freud contaba la batalla por el alma del padre del psicoanálisis, cuyo legado intelectual estaba gestionado por una vieja guardia austriaco-neoyorquina, —el académico freudiano Kurt Eissler, respaldado por una hija de Freud— alérgica a compartir los papeles de Freud con otros investigadores. En ese contexto de diván con naftalina, irrumpió el joven Masson, que con su energía, su ingenio y su piquito de oro, se convirtió en niño prodigio del freudismo académico y se ganó la confianza de Eissler, que le designó su delfín como guardián de los secretos de Freud. El carismático Masson, en definitiva, se cameló al hermético Eissler. Todo saltó por los aires cuando Masson, tras investigar varios papeles inéditos, acusó a Freud de farsante para pasmo y escándalo de sus seguidores. Llegados a este punto, Masson contó a Malcolm que la "mafia del psicoanálisis" quería "matarle". La trifulca, cómo no, acabó en los tribunales judiciales y académicos.

Según Masson, Freud desvirtuó el primer psicoanálisis (el de la teoría de la seducción) en favor de un enfoque que se ajustaba mejor a sus intereses personales que al de sus pacientes. Por contra, los críticos de Masson denunciaban que el problema no eran las contradicciones de Freud, sino las ansias de controversia y casito de Masson.

Masson demandó a Malcolm por poner cosas en su boca que él aseguraba no haber dicho

Malcolm dejó abiertas ambas posibilidades en el libro, la del Masson perseguido por la élite del psicoanálisis que protegía a Freud, y la del Masson manipulador egocéntrico, algo que no gustó nada al intelectual.

Masson demandó a Malcolm por poner cosas en su boca que él aseguraba no haber dicho. En las grabaciones de Malcolm acabaron apareciendo la mayoría de citas del libro, pero no todas, como cuando Masson se autocalificaba de "gigoló intelectual", afirmaba haberse acostado con más de mil mujeres y deseaba llenar una antigua casa de Freud de "sexo, mujeres y diversión". Las citas perdidas tampoco aparecieron en las notas de la periodista. Hubo juicio.

"Sin duda, las cinco citas —por mucho que mostraran a Masson como un necio— no eran suficiente para justificar que ocho hombres y mujeres se sentaran en sillas duras durante cuatro semanas y decidieran si merecía recibir o no millones de dólares. Había que dar cuerpo a mi retrato como mujer malvada decidida a destruir la reputación de un hombre confiado e ingenuo", recuerda Malcolm en Fotografías fijas. En efecto, a tratar de destruir se dedicó el abogado de la acusación en el primer juicio… con la involuntaria ayuda de Malcolm (como ahora veremos).

Foto: Boris Johnson, en sus años de presidente de la Oxford Union Society. (Reuters)

En 1994, tras un primer juicio humillante, un jurado falló a favor de Malcolm, aunque de manera poco concluyente: dudó de la veracidad de varias de las citas del libro, pero no acumuló pruebas suficientes para condenarla. Meses después de acabar el calvario judicial, Malcolm encontró un antiguo cuaderno con las citas sexuales salidas de la boca de Masson. Resumiendo: su honorabilidad periodística sufrió un meneo judicial probablemente injusto, pero, fiel a su severo modo de ver el oficio, lo que Malcolm recuerda en sus memorias es… todo lo que hizo mal durante el proceso judicial. O lo irritantes que podían llegar a ser los periodistas del New Yorker como ella, que veían el mundo con gafas de arrogante superioridad intelectual.

Malcolm sobre su actitud durante el primer juicio:

"Al público le complacía el espectáculo del baño de realidad que sufría la arrogante revista por cuenta de uno de sus redactores"

"En el epílogo de El periodista y el asesino (1990), escribí sobre el pleito en un tono bastante pretencioso. Me posicioné por encima del conflicto; miraba las cosas desde una distancia glacial. Mi propósito no era convencer a nadie de mi inocencia. Era presumir de lo buena escritora que era. Al leer ahora el texto, me lleno de admiración ante la ironía y el desapego que desprende, y me consterno por la estupidez del enfoque. Claro que debería haber intentado demostrar mi inocencia. Pero formaba parte de la cultura de The New Yorker de los viejos tiempos, cuando el mundo que rodeaba a la maravillosa academia en la que morábamos unos pocos afortunados solo estaba ahí para embelesar e instruir, y nunca para rebajarnos a persuadir o influir en nuestro favor. Mientras el caso Masson se abría camino por los tribunales, al público pendiente de los medios le complacía cada vez más el espectáculo del baño de realidad que sufría la arrogante revista por cuenta de uno de sus redactores".

"Mientras que Masson dio más de doscientas entrevistas en las que me acusaba, yo —en terco acuerdo con la posición de altivez implacable de la revista— no dije nada en mi defensa. Nada de nada. Por supuesto, nada produce nada excepto confirmación o culpa ulteriores. Pero fue en el juicio cuando la influencia de The New Yorker demostró ser más nefasta. En la revista se cultivaba un estilo de presentarse a uno mismo que casi todos los redactores, si no todos, habíamos adoptado y encontrábamos estupendo. La idea era ser reticente en la vida real: autocrítico, igual de vez en cuando gracioso, pero siempre manteniendo un perfil bajo, en contraste con el bastante engreído que adoptábamos al escribir".

"Cuando subí al estrado del tribunal de San Francisco en 1993, no podría haber hecho peor cosa que presentarme en la manera habitual de The New Yorker. Reticencia, autocrítica e ironía son las últimas cosas que un jurado quiere ver en un testigo. Charles Morgan, el abogado listo y experimentado de Masson, no podía creerse la suerte que le había caído. Me hizo picadillo. Caí en todas y cada una de sus trampas. Aparecí como arrogante, hostil e incompetente".

Resultado de la actitud displicente y despegada de Malcolm: el jurado declaró que cinco citas del texto eran "falsas y difamatorias", pero la fortuna sonrió a la periodista: como no hubo de acuerdo sobre la indemnización, entre varios millones de dólares y cero, el juicio fue anulado.

Como cinco citas extraviadas no parecían suficientes para reclamar varios millones de dólares, el juicio se convirtió en una enmienda a la totalidad del New Yorker, que estaba entonces bajo sospecha, pues poco antes se había descubierto que una de sus firmas, Alastair Reid, se tomaba demasiadas licencias literarias. En 1984, en un artículo de portada de The Wall Street Journal, Reid admitió que había fabulado abiertamente en varios textos sobre sus viajes a España. "Algunos [de The New Yorker] escriben de manera muy fáctica. Yo no. (...) Los hechos son solo una parte de la realidad", admitió Reid.

Malcolm lo resume así en Fotografías fijas: "Reid soltó alegremente todo lo que había inventado en sus reportajes desde España. Ambientó una escena en un bar que había cerrado años antes. Inventó conversaciones. En otra ocasión reveló que había juntado varias personas en un personaje compuesto (...) La historia generó un escándalo en el mundo del periodismo; a quienes no trabajaban en The New Yorker les divertía enormemente, y avergonzaba a quienes sí. Recuerdo enfurecerme con Reid por que hubiera abierto la bocaza y hablado de lo que hacíamos en el despacho. Di por sentado que se alejaba mucho más de la factualidad que hubiéramos imaginado o fuéramos capaces de hacer el resto de nosotros, pero también sabía que algunos escritores de The New Yorker —el gran Joseph Mitchell, por ejemplo— utilizaban discretamente técnicas que se parecían a las que Reid se vanagloriaba de usar".

La sombra de Reid, en definitiva, planeó sobre todo el juicio a Malcolm.

Segunda oportunidad

A Malcolm le fue mucho mejor en el segundo juicio, tras cambiar de actitud y ponerse en manos de un experto en hablar en público, Sam Chwat, conocido como el "logopeda de las estrellas", por haber pulido el acento y la dicción de actores como Julia Roberts o Robert De Niro.

Sobre la nueva Janet del segundo juicio:

"Yo había sufrido una derrota vergonzosa, pero se me daba una segunda oportunidad para probar mi inocencia. ¡Uf! No muchos obtenemos segundas oportunidades. Cuando metemos la pata, las fantasías de cómo podríamos haber actuado no pasan de ser fantasías. Pero para mí la fantasía se había convertido en realidad y estaba resuelta a no desperdiciar la increíble buena suerte que se me había dado. Ir a la consulta de Sam Chwat era parte del medio año de preparación para el segundo juicio, casi como si fuera una campaña militar. Sam era el profesor Higgins que me haría pasar de ser la perdedora a la defensiva que había sido en el primer juicio a la serena ganadora que sería (y fui) en el segundo".

"El jurado es como el público de una obra teatral que quiere que lo entretengan"

"La transjuformación tuvo dos partes. La primera fue borrar la imagen newyorkeriana del escritor o la escritora como una persona que no va por ahí presumiendo de lo estupenda y especial que es. ¡No! El jurado es como el público de una obra teatral que quiere que lo entretengan. Los testigos, como los actores, tienen que actuar para ese público si la interpretación debe ser convincente. Durante el primer juicio apenas había sido consciente del jurado. Cuando Morgan [su abogado] me interrogaba, yo le respondía solo a él. Sam Chwat corrigió de inmediato el error de a quién debía dirigirme: al jurado, solo al jurado".

"Había otros aspectos menores pero no banales que Sam introdujo en este nuevo concepto de mí misma como actriz astuta. Tendría que cambiar la manera de vestir. En el primer juicio me ponía lo que solía llevar cuando no iba con mi uniforme de trabajo (los vaqueros), esto es, falda o pantalón y chaqueta, negros o de colores discretos, ropa que era bonita, pero no llamaba la atención. La idea era vestirse con buen gusto. La idea era transmitir a los miembros del jurado que quería agradarles, igual que quieres agradar a los invitados que tienes para cenar cuando te arreglas. Esto lo conseguiríamos con un menú, como lo llamaba Sam, de vestidos y trajes en colores pastel, medias de seda, tacones altos y un surtido de pañuelos bonitos. El jurado se sentiría respetado, así como revitalizado estéticamente, del mismo modo que sucede con las periodistas y locutoras de televisión que llevan prendas de colores en variedad infinita. Hice caso a Sam y, después del anuncio del veredicto, cuando fuimos a hablar con el jurado, comentaron explícitamente mi ropa. Dijeron que todos los días estaban deseosos de ver qué ropa llevaría, sobre todo qué pañuelo escogería", zanjó Malcolm.

O la estrategia de la seducción y la empatía de toda la vida, pero a la que una estirada periodista del New Yorker le costó llegar.

Lo que no le costó nada a Malcolm fue fustigarse con la misma vara de medir que al resto de sus compañeros de profesión. A la cascarrabias de Janet Malcolm había que quererla.

"Todo periodista que no sea tan estúpido o engreído como para no ver la realidad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de éstas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno (…) Quien ha accedido a ser entrevistado recibe una dura lección cuando aparece el artículo o el libro. Los periodistas justifican su traición de varias maneras, según la forma de ser de cada uno. Los más pomposos hablan de libertad de expresión y dicen que el público tiene derecho a saber, los menos diestros se escudan en el arte, y los más decentes murmuran algo sobre ganarse la vida".

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