Muerte de un amigo en Brooklyn: "Solo lo sabían las personas que consumían con él"
Nathan tenía 44 años, era inteligente y divertido. Nadie en su círculo cercano sabía que era un adicto y gastaba hasta 4.000 dólares al mes en drogas. Hasta que perdió la vida intoxicado
Decenas de personas acudieron a despedirse de nuestro amigo y a presentar los respetos a su familia. Como suele suceder en los sepelios, cada cual lo encajaba a su manera. La exmujer y la hermana estaban desovilladas sobre los hombros de la gente, con la cara roja y descolocada, presa del llanto y las convulsiones. El padre y la madre, en cambio, mostraban una entereza sobrehumana. Hablaban con todo el mundo, erguidos y compuestos, recibiendo el pésame como si fuera un sencillo cumplido. Los amigos bebían cerveza fría en el aparcamiento, apoyados en los coches con sus gafas de sol y sus camisas remangadas, hablando de futuros truncados y planes vacacionales que ya no tendrían lugar.
Pero la mayoría de los que allí estaban no conocían la causa de la muerte. El proceso por el cual un hombre arropado se fue destruyendo, lentamente y en secreto, hasta apagarse una noche de verano cualquiera en Brooklyn.
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Cinco días antes, mi amiga Ángela me llamó llorando. Su exmarido, Nathan, del que se había divorciado recientemente, no daba señales de vida. Sus amigos habían estado intentando localizarlo desde la noche anterior. Nathan no había ido al trabajo, ni respondía a las llamadas o a los mensajes de WhatsApp. Le dije lo único que podía decirle en ese momento: que no se pusiera en lo peor, que 20 horas no era mucho, que seguro que le había surgido algo o que estaba de viaje. Pero tanto Ángela como los amigos de su exmarido habían intuido correctamente la situación. Pocas horas después, los bomberos derribaron la puerta del apartamento de Nathan.
Sobre el frío tapiz de las estadísticas, una persona de 44 años, sin aparentes problemas de salud, no debería de morirse en el país más próspero del planeta. Al mismo tiempo, sobre el frío tapiz de las estadísticas, lo que le ocurrió a Nathan no tiene nada de excepcional. Sucede una media de casi 300 veces al día en Estados Unidos. Según las últimas cifras, las del año comprendido entre abril de 2020 y abril de 2021, tragedias similares a la de Nathan se dieron en unas 100.000 ocasiones. Más del doble que en 2014. Seis veces más que en el año 2000.
Desde que me instalé en este país, hace ocho años, sospechaba que, algún día, uno de estos casos me tocaría de cerca. No por los números. Los números no significan nada. No respiran, no hablan, no dejan huella. Si hubiera dicho 1.000.000 en lugar de 100.000, ustedes se hubieran quedado igual. Lo que me inquietaba eran los carteles de Naloxona que veía en el metro, por ejemplo, con esos testimonios de vidas salvadas 'in extremis' por una inyección, en la penumbra de un dormitorio. En el barrio donde vivía al principio, Harlem, las asociaciones de lucha antidroga repartían kits de Naloxona por los restaurantes y mostraban a los empleados cómo utilizarlos. Era probable que un día se encontrasen a una víctima de sobredosis tirada en el suelo del baño.
Me inquietaban las historias que me contaban amigos y conocidos. A uno le mordió un rottweiler en la mano, le dieron unos puntos y le recetaron opioides (sustancias químicas naturales, sintéticas o semisintéticas que activan los receptores opioides del organismo; los opiáceos son únicamente las sustancias naturales que se extraen del opio). Sé de otro al que se los recetaron después de sacarle las muelas del juicio. Las pastillas lo ponían fuera de combate. Se sentía como si estuviera metido en un pozo, con su dolor, pero también con una inmensa placidez, sumido en un pequeño Nirvana. Desde allí miraba al mundo de los vivos. Y le parecía bien. Pero no tenía ninguna intención de participar. Otras historias eran más graves. Oí hablar de un señor en la sesentena que dormía en los bancos de una estación de trenes de Nueva Jersey, o de niños afectados por las adicciones de sus padres. Cualquier estadounidense conoce unas cuantas historias de este tipo.
Pero, de Nathan, nadie se lo esperaba. Llevaba una vida funcional. Tenía un empleo bien pagado y estable, una esposa hasta hacía poco, amigos, una familia cercana y una banda de rock que veneraba y a la que dedicaba sus ratos libres. Tampoco Ángela, que estuvo cuatro años y medio casada con él, sospechaba la magnitud del problema. Sin embargo, como suele suceder cuando ya es demasiado tarde, algunas cosas extrañas que habíamos observado en Nathan hoy nos encajan. Tienen sentido. Una reflexión que escuché de boca de distintas personas durante el sepelio, celebrado en un tanatorio de Nueva Jersey. Para casi todos los que lo conocían, empezando por sus padres, el zarpazo llegó de la nada: una noticia tan inesperada y brutal como un accidente de coche, pero envuelta en la perplejidad y el misterio.
Su tragedia, que tantas veces se da cada día, muestra lo insidioso que puede llegar a ser el consumo de opiáceos
Si bien no puedo contarme entre sus allegados, conocí a Nathan relativamente bien. Era el marido de una de mis mejores amigas, la española Ángela, y he perdido la cuenta de las veces que mi mujer y yo cenamos con ellos, en su casa o en la nuestra, o fuimos a ver sus conciertos. Su tragedia, que tantas veces se da cada día, muestra lo insidioso que puede llegar a ser el consumo de opiáceos, hasta el punto de enfundar en el secreto una agresiva espiral de autodestrucción. Con ayuda de Ángela, de uno de los mejores amigos de Nathan y de una médica experta en el tratamiento de esta lacra, he querido reproducir, de la manera más transparente y exacta posible, los hechos que llevaron al aciago desenlace una balsámica noche de agosto.
Dado que la familia ha optado por el tabú respecto a la causa de la muerte, y Ángela y el amigo íntimo, que llamaremos John, han puesto el anonimato como condición para no violar ese deseo, sus nombres han sido reemplazados por seudónimos. Los testimonios de Ángela y John, escuchados por separado, coinciden, y yo mismo he sido testigo de algunos de los episodios que se narran a continuación.
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"Había visto sus fotos en Instagram y no eran normales. Se le veía muy triste, con la mirada perdida, escribía cosas sin sentido", dice Ángela, conteniendo las lágrimas. "Dos amigos suyos me lo dijeron, cuando se lo pregunté, en confianza, que la separación le había afectado mucho, que se le veía muy mal, que no era él. Les dijo que estaba orgulloso de mí. Que yo era muy fuerte...". Ángela se pone a llorar, y repite lo que ya le he escuchado varias veces en los últimos meses: "Si no me hubiera divorciado, aún seguiría vivo".
De todos los escombros psicológicos que dejó la muerte de Nathan, el más lacerante es este: el remordimiento. La obsesión con rebobinar una y otra vez los mismos hechos, como si se buscara en ellos una apertura mágica por la que introducirse y cambiar el pasado.
Pero lo cierto es que, probablemente, Ángela no se hubiera divorciado de Nathan si este no la hubiera echado de casa. No se hubiera divorciado de Nathan si este, al día siguiente de ponerla en la calle sin ni siquiera darle opciones, según Ángela, no hubiera puesto la música a toda pastilla para no tener que hablar con ella y no se hubiera puesto agresivo. Probablemente nada de esto hubiera sucedido si Nathan, como se supo después, no llevara tiempo degradándose física y mentalmente a causa de su adicción a las drogas.
"Lo que sucede con los opioides es que, en el cerebro, hay distintos tipos de receptores que se aferran a los opioides. Digamos que se llenan", explica la doctora Tildabeth Doscher, profesora clínica asistente de medicina familiar en la Universidad de Búfalo y experta en tratar a personas adictas a estas sustancias. "Para aliviar el dolor, para aliviarte con los opioides, tienes que tomar cada vez más, más y más. A esto se le llama tolerancia. Cuanta más tolerancia tienes, más necesitas".
Según la doctora Doscher, el abuso prolongado de opioides acaba generando "cambios cognitivos" en el adicto. "La gente no puede pensar bien, su pensamiento se ralentiza", cuenta por teléfono. "Lo que ves es un ciclo en el que, cuando bajan los niveles de opioides, padeces ansiedad, insomnio, desvelos, cambios de humor, porque tu cuerpo libra una constante batalla llena de altibajos. Así que constantemente llevas a tu cuerpo hasta cierto nivel, luego vas más allá de un nivel en el que te sientes cómodo, así que te quedas sedado, luego empiezas a bajar, y luego te vuelves ansioso, tienes insomnio, cambios de humor, te vuelves irritable".
Cuando Nathan echó de casa a su esposa, en el verano de 2020, a raíz de una discusión aparentemente trivial sobre la actitud de la casera, ni mi mujer ni yo nos lo podíamos creer. Era un comportamiento ajeno, incluso opuesto, a la noción que teníamos de Nathan.
Me acuerdo de cuando lo conocí, a finales de 2015, en una cervecería clásica neoyorquina, de esas con las paredes llenas de fotos de gente famosa sonriendo junto al dueño. El nuevo novio de Ángela resultó ser un grandullón amable, con gafas de pasta y barba recortada con alguna presencia de gris. Nathan era una mina de cultura pop y me cayó bien enseguida. Al poco de que se casaran, un año y pico después, mi entonces novia y yo fuimos a su casa, donde Ángela y Nathan nos hicieron ver durante una hora larga las fotos de su luna de miel en Hawái. Desde entonces, mi mujer y yo hemos recordado con ternura ese día. La dulzura con la que se miraban, y cómo el embelesamiento de unos recién casados los situaba en otra dimensión, tan aislados en su propia ventura que no repararon en el notable volumen de fotos acarameladas que nos mostraron después de cenar.
Nuestra percepción de Nathan se mantuvo igual durante los cinco años que nos relacionamos con él. Se trataba de un tipo ingenioso, divertido y atento, un oso de buen corazón, adorado por su familia y por montones de amigos.
"Lo conozco desde la escuela secundaria, pero nos hicimos amigos en el instituto, una vez empezamos a tocar juntos", recuerda John, una de las personas más cercanas a Nathan. "Sabes, era el tipo de tío cuya personalidad hacía que quisieras ser su amigo. Él era diferente. Divertido, muy inteligente, muy creativo. Tenía una pasión por la música mucho mayor a la de cualquiera que yo conociera. Compartíamos eso".
Dice John que él y sus amigos empezaron a drogarse en aquella época. "Comenzamos a tocar juntos y, a través de la música y del estilo de vida del rock’n’roll, de las fiestas con drogas... Eso era muy atractivo para nosotros a la edad de 17 o 18 años. Y Nathan tuvo mucha más exposición que yo. Conoció a un amigo que le expuso a muchas cosas. Cuando nos graduamos en el instituto, empezamos a fumar mucha marihuana y a experimentar con básicamente cualquier cosa en la que pusiéramos nuestras manos. Teníamos el lema de probarlo todo una vez. Y él lo hizo. Y yo también. Pero él se arriesgaba un poco más. Este amigo suyo del que hablo lo metió en la heroína".
Quienes conocían mejor a Nathan sabían que había tenido un periodo difícil en la infancia, a raíz del contencioso, a veces violento, divorcio de sus padres. Aunque luego Nathan estuvo muy unido a su madre, hermana y padrastro, Ángela vincula esa cicatriz original a cierto halo de melancolía en su exmarido, y a sus problemas de adicción. John, en cambio, no está tan seguro. "No lo hacíamos para aliviar ningún dolor en nuestras vidas. Lo hacíamos para divertirnos. Era apasionante", recuerda.
A medida que se hicieron mayores, fueron apartándose de las drogas y solo consumían lo que John llama las "movidas naturales": alcohol, marihuana y cigarrillos. Incluso en los periodos de mayor consumo, durante la adolescencia y primera juventud, John asegura que Nathan siempre fue capaz de mantener la compostura, que no dio la nota, ni se volvió un consumidor habitual, como había sucedido con otras personas de su entorno.
Una cosa que a John le sorprendía de Nathan es que, siendo una persona que destacaba por su creatividad y perspicacia, nunca se esforzó lo suficiente. Al acabar el instituto logró entrar en la carrera de música en la prestigiosa universidad de Rutgers, pero terminó dejándolo. "Nunca dedicó el esfuerzo. Nunca dedicó el tiempo. Y no sé por qué. Sabes, era muy inteligente. Tuvimos una clase de filosofía juntos y él sacó un A+ [matrícula de honor]. El profesor le invitó a unirse a una clase especial. Era grande. Era inteligente. Pero nunca se aplicó. No tengo ni idea de si eso se debía necesariamente al consumo de drogas".
Este desinterés de Nathan, dice John, hizo que pasara los años siguientes desempeñando empleos precarios y mal pagados. Durante una época su amigo vivió en el Upper East Side de Manhattan, pero luego, escaso de dinero, se mudó a Brooklyn. Al pequeño apartamento de una habitación en el que terminaría sus días.
Recomponer el puzle
Algunos ecos de esos años le llegaron a Ángela. Dice la española que, cuando ya estaban formalizando la relación, Nathan le confesó que alguna vez tomaba pastillas, sin dar más detalles. Ángela dio por hecho que se trataba de anfetaminas y que las tomaba esporádicamente, y le aclaró que eso, con ella, no iba a funcionar. Ahí quedó la cuestión. Durante su matrimonio, Ángela asegura que jamás vio nada por casa: ninguna pastilla, ninguna papelina. Aunque no todas las piezas encajaban.
Ángela y yo solíamos quedar a veces después del trabajo, y contrastábamos impresiones sobre esta bendita cultura en la que habíamos elegido vivir. Pese a que parecía feliz y le iba bien con Nathan, una de las cosas que la tenía descolocada era que su marido, que cuando ella lo conoció ya se había establecido como técnico informático y disfrutaba de un empleo sólido, casi nunca tenía dinero. Su contrato incluía cobertura sanitaria y el alquiler del piso, relativamente bajo, lo pagaban a medias. Aún así, Nathan andaba corto de liquidez. No podía viajar ni salir mucho. Podía quedarse el invierno entero sin dejar el piso nada más que para ensayar e ir al trabajo, lo cual resultaba incomprensible, y frustrante, para su esposa.
Es verdad que los estadounidenses tienen otro ritmo. Les gusta gastar, comprar, invertir y endeudarse como si el dinero les quemase las manos y tuviesen que moverlo. Pero no parecía ser este el caso de Nathan. Sus gastos eran un misterio. Ángela le preguntó una vez si apostaba por internet, cosa que él negó refunfuñando. Un día se justificó, vagamente, diciendo que tenía que pagar unos impuestos atrasados. Nuestra conclusión provisional fue que estas deudas imprecisas, sumadas a su afición a la música, que a veces le hacía comprar instrumentos y aparatos caros, explicaban razonablemente el hecho de que siempre anduviera sin blanca.
Lo que más le dolía a Ángela era que esta estrechez les impedía mudarse de piso. El barrio en el que vivían, situado en la frontera este de Williamsburg, junto a unas viviendas sociales en las que sonaban a menudo los disparos de las guerras de bandas, no era lo que Ángela tenía en mente para el largo plazo. Ella se quería marchar.
"Mi intención era no estar más de un año ahí. El segundo yo ya estaba peleando para irnos, pero él no quería"
"En mi barrio se pasaba mucha droga, lo podías ver, sobre todo crack, anfetas, y lo veías. Estaban delante de mi casa", dice Ángela. "Saliendo de mi portal, veía muchos alcohólicos por el suelo que parecían muertos. Recuerdo una vez, con el vecino que había antes, un italiano; bajé con él y había un tipo ahí, como tieso, tirado en la calle. Le digo al vecino: oye, este tipo está muerto. Y él me dice: no, no, yo creo que es alcohólico. Pero estaba rígido. Él le dio un par de pataditas y el tipo movió los dedos".
Estas escenas se podían ver nada más poner un pie en su calle. Había mucha gente colocada o pidiendo, una licorería de esas que tienen una ventana blindada, y una presencia uniformada digna de Bagdad en torno a los bloques de viviendas sociales. Desde la azotea del edificio en el que vivían, de cuatro pisos, siempre se veían cuatro o cinco furgones policiales y las típicas luces potentísimas que se colocan en las esquinas donde suelen producirse tiroteos. "Mi intención era no estar más de un año ahí", dice Ángela. "El segundo yo ya estaba peleando para irnos, pero él no quería".
John cuenta que Nathan hizo nuevos amigos cuando se mudó a Brooklyn. Uno de ellos, un vecino que tocaba la batería, resultó ser "adicto a un montón de movidas". Nathan y este vecino montaron un grupo de rock. "Esto fue hace unos seis o siete años. La primera vez que me di cuenta de que pasaba algo, fue cuando yo también empecé a tocar en su banda. Tocamos una o dos veces, y muy bien. Pero, la tercera o cuarta vez, llego allí, y, antes de empezar, veo a los dos pulverizando y esnifando Oxy [el calmante opioide OxyContin]. Me sorprendió, pero no me preocupó ni me dio miedo. Porque Nathan siempre mantenía el control. Siempre ha sabido mantener el control hasta el punto de que uno pensaba que siempre iba a estar bien".
La única vez que Ángela recibió una advertencia directa sobre la adicción de Nathan fue en relación a ese vecino. La española cuenta que, un día, recibió una llamada de la novia del vecino diciéndole que este y Nathan se habían ido a consumir heroína. "Al principio me chocó, porque pensé, joder, la heroína no es algo que uno se haga así de repente, pero no le dije nada. Me esperé un par de días a ver si me decía algo y yo le pregunté qué tal con el vecino, pero no me decía nada", recuerda Ángela. "Entonces, al final, un día ya se lo dije y no lo negó, pero simplemente no quiso hablar del tema y me dijo que eso era de vez en cuando. Y yo le dije que no veía cómo una persona podía meterse heroína de vez en cuando, pero me cambió de tema. Me fijé, pero nunca le vi marcas de aguja en los brazos. Esto fue en 2018".
No percibió nada más al respecto. La española cuenta que le insistía a menudo en que dejara de fumar, y que a veces incluso le quitaba subrepticiamente los cigarrillos. Pero nunca se encontró nada sospechoso en el piso o entre sus cosas.
Señales inadvertidas
La tensión entre el conformismo de Nathan y las ganas de prosperar de Ángela fue a más, sobre todo después de que él perdiera su empleo, en 2019, y encontrase otro pocos meses después. Un empleo mejor pagado, en un fondo de inversión. Dice Ángela que Nathan pasó a ganar unos 100.000 dólares brutos anuales. Desde entonces, en el último año que pasaron juntos, las excusas de Nathan para no mudarse de barrio empezaron a molestar aún más a su mujer. Fue en esta época, además, cuando Nathan nos empezó a mandar otras señales que no supimos ver.
Tres escenas. Primera: una fiesta en nuestra casa de la que Nathan y Ángela se marcharon pronto porque Nathan se estaba quedando dormido. Segunda: una cena, también en nuestra casa, en la que Nathan también parecía quedarse dormido. Tercera: a la salida de ver Dolor y Gloria, en un cine del Soho, nos fuimos a tomar un café para hablar de la película, pero Nathan se marchó a casa. Estaba cansado.
"Nathan siempre mantenía el control. Siempre ha sabido mantener el control hasta el punto de que uno pensaba que siempre iba a estar bien"
A priori, no nos extrañó. Quizás su nuevo trabajo era muy exigente, o padecía algo de narcolepsia, o simplemente se aburría. Aunque su mirada, y esto recuerdo haberlo pensado entonces, era inusual. Parecía como si sus ojos se hubieran hundido y empequeñecido, adentrado en una nebulosa, allí arriba, en la cima de su metro noventa. En casa lo comentamos, e inferimos, en nuestra ignorancia, que era consecuencia del ligero sobrepeso, del tabaco, las cervezas y la falta de ejercicio.
"Cuando no tenía que trabajar estaba en la cama, durmiendo, o también viendo películas, aunque no veía nada. Incluso hasta al volante a veces se paraba en un semáforo y estaba como dormido. A mí eso me asustó un par de veces. Yo le decía, oye, ¿tienes sueño? No. ¿Seguro que no quieres parar a tomar un café? Me miraba y se reía", dice Ángela. "El abuso se incrementó cuando él entró en este último trabajo. Es una empresa bastante importante, seguro que ya ganaba los cien. Y eso no lo había ganado nunca. Fue entonces, porque ahora yo hago el uno más uno igual a dos... Pero ¿sabes por qué? Porque tenía dinero".
***
El infierno de las sustancias opioides tiene muchos círculos. En el apartado legal, los calmantes más comunes en casos de sobredosis, según el Centro de Control y Prevención de Enfermedades, son la metadona, la oxicodona (por lo general, el OxyContin) y la hidrocodona (Vicodin). Medicamentos diseñados para sobrellevar duros posoperatorios, y cuya prescripción irresponsable, engrasada con tres décadas de millonarias campañas de márketing, publicidad engañosa y sobornos a las cofradías médicas, lleva demasiado a menudo a la adicción y a la muerte.
La abundancia y disponibilidad de estas pastillas ha provocado, entre otros factores, que las muertes por sobredosis en EEUU se multiplicasen por seis en apenas dos décadas. Incluso si el adicto, como parece el caso de Nathan, no se ha enganchado gracias a una mala prescripción médica, sino por otras vías, los calmantes son muy accesibles en el mercado negro. Muchas veces se venden mezclados con otras sustancias aún más peligrosas, o el adicto las reemplaza por la heroína, que llega de contrabando, y más barata, desde México.
"Las personas que tienen dinero pueden seguir encontrando opioides con receta, en algún lugar, de alguien. Pero, a menudo, las personas acaban consumiendo píldoras que circulan por las calles", dice la doctora Tildabeth Doscher. "Son píldoras que parecen OxyContin, pero que no son OxyContin, y en realidad son píldoras creadas. Y esas, a menudo, contienen fentanilo [un fuerte analgésico opioide sintético similar a la morfina, pero mucho más potente]. Así que estamos viendo problemas enormes con el fentanilo produciendo sobredosis".
Doscher asegura que su consumo está mucho más extendido de lo que parece: integrado en las vidas de quienes menos lo sospecharíamos. "A la gente se les receta, a menudo, para el dolor, pero se dan cuenta de que se sienten mejor en sus vidas cuando están bajo los efectos de los opioides, y entonces empiezan a consumirlos para sentirse bien, y luego los necesitan simplemente para funcionar", explica. "Banqueros, doctores, abogados... Hay un montón de gente que funciona bien, que toma un puñado de opioides al día, pero que ya no hacen nada respecto al dolor; son solo para normalizar su cerebro, para que su cerebro funcione con normalidad".
Casos como el de Nathan, dice la doctora, son bastante comunes. Hay personas que están años consumiendo sin que nadie lo sepa, ni siquiera sus parejas. Les intimida reconocer su adicción y el estigma social que conllevaría. Doscher me cuenta el caso de un hombre que durante años consumió a escondidas de su esposa. Y lo sigue haciendo mientras lleva una vida, de puertas afuera, normal. "Él ha estado acarreando esta vergüenza durante años y es un padre, marido y hombre de negocios completamente exitoso. Es terrible, es terrible, el estigma que acarreamos respecto a lo que significa tener un trastorno de abuso de sustancias".
Cuando ya no hay marcha atrás
Le pregunto a Ángela si, en los meses o semanas antes de que Nathan la echara de casa, habían tenido discusiones o visto alguna indicación de lo que se venía. Ella dice que no, que él nunca quería hablar, que siempre estaba como abstraído.
"Yo sabía que él tenía un rollo con las drogas, pero nunca pensé que iba a llegar a este punto. Si yo hubiese sabido que esto era así, hubiese puesto un final antes, por supuesto", dice Ángela, una vez más cediendo a las lágrimas. "Pensaba que tenía una depresión, y siempre había sido muy sensible con el tema del coronavirus. Pensé que era una depresión e intentaba hablar con él, pero no quería hablar. Yo le dije que buscara ayuda psicológica, pero él no quería, se reía de mí. Yo pienso que cuando tú te casas con alguien, te casas para el apoyo, para lo malo. Hay gente que la depresión la lleva a su manera, es decir, hay gente que sí que necesita hablar, y hay gente que solo necesita saber que estás a su lado aunque no te hable. Entonces yo pensé que era eso, que solo necesitaba mi vitalidad".
"Echando la vista a atrás, hubo algunas ocasiones en que Nathan parecía, no sé, diferente. Menos emocional. Diferente a cómo era antes del covid", dice John. "No parecía implicado. Siempre estaba cansado. No sabía hasta qué punto estaba haciendo lo que hacía. Entonces las cosas se pusieron feas [habla de la pandemia] y rompió con Ángela. Fue algo súbito e inesperado. Y no lo sabíamos. Él no se abría".
Aun así, con la campaña de vacunación avanzada y el levantamiento de las restricciones la pasada primavera, la actividad y el optimismo volvieron a ver la luz. John, Nathan y los otros dos miembros del grupo se juntaron de nuevo para ensayar. Antes del covid habían tocado frente a 300 personas en una sala de Brooklyn y tenían intención de retomar sus conciertos. Pero Nathan seguía haciendo cosas un tanto extrañas. Una vez se puso agresivo con el batería, y, después de los ensayos, cuando el grupo se iba a tomar unas cervezas, Nathan se marchaba a casa. Un día John le preguntó a bocajarro si se estaba metiendo heroína. Nathan se puso a la defensiva. La última vez que vio a su amigo, dice John, este tocaba la guitarra empapado en sudor, durante un ensayo. Dos semanas antes de la tragedia.
Fue precisamente una conversación por WhatsApp, sobre los ensayos, lo que hizo saltar las alarmas. Nathan y el batería estaban en medio de una conversación por mensaje cuando Nathan, de repente, guardó silencio. Eran las nueve de la noche de un martes de agosto. Al día siguiente seguía sin responder, así que sus amigos, asustados, llamaron a Ángela para ver si aún tenía las llaves de su antiguo apartamento. Fueron John y Ángela quienes se presentaron allí. El piso estaba cerrado por dentro y no se podía abrir. Llamaron al 911. El 911 vio que podría tratarse de una sobredosis y llamó a los bomberos. Estos derribaron la puerta con un hacha. John, que en este momento de la conversación guarda unos segundos de silencio, dice que se alegra de no haber podido entrar con las llaves de Ángela. No quería que la última imagen de su viejo amigo fuese la de esa noche.
"No sé si le hicieron una autopsia, pero apuesto a que, si mirásemos, hubiéramos encontrado otras cosas además de OxyContin", dice la doctora Tildabeth Doscher. "Y hay muchas posibilidades de que hubiera fentanilo en su cuerpo. Muchas posibilidades". La manera más común de sobredosis, añade la experta, es la "depresión respiratoria". "Es lo que le pasó a Prince, que murió porque dejó de respirar. Michael Jackson murió por dejar de respirar. Y eso es porque el nivel de opioides era tan alto en su cuerpo, que simplemente le dice a tu cerebro que deje de respirar, que ya no necesita respirar".
"Hay muchas posibilidades de que hubiera fentanilo en su cuerpo. Muchas posibilidades"
El apartamento del fallecido, según Ángela, estaba sucio, descuidado, lleno de polvo. Una lámpara de Tiffany que ella le había regalado estaba rota en mil pedazos. Y también había un acta de hospital. Pocos días antes de su muerte, Nathan había estado ingresado, dicen John y Ángela, que vieron el documento, por abuso de sustancias opioides y de alcohol.
En las semanas siguientes a la tragedia, John se puso en contacto con el vecino drogodependiente de Nathan. Este ya no vivía en el bloque. Había estado tiempo en una clínica de desintoxicación de Brooklyn y se había marchado a un estado del sur para tratar de rehacer su vida lejos de las drogas. El vecino contó a John algunos detalles de lo que había pasado. Entre ellos, que Nathan se había vuelto tan adicto que andaba acosando a su camello, esperándolo a la puerta de su casa. El camello se puso en contacto con el vecino, al que también solía suministrar, para pedirle que controlase a Nathan. "Solo lo sabían quienes consumían con él", dice John.
La española pudo reunir algunos detalles de la terrible situación financiera de su exmarido. No es que Nathan no tuviera dinero: es que estaba en deuda. Debía miles de dólares al fisco y decenas de miles al banco. En sus últimos meses, sacaba unos 200 dólares al día del cajero, usando su tarjeta de crédito. Es posible que se estuviera gastando en drogas, según Ángela, unos 4.000 dólares mensuales.
***
Ahora que vuelvo a sus redes sociales, veo que Nathan publicó hasta el último día. Una mezcolanza de memes y bromas, fotografías, noticias demócratas y referencias musicales. A finales de 2020, cuando Ángela y él ya estaban tramitando el divorcio, Nathan anunció públicamente la ruptura. Dijo que Ángela era una mujer "maravillosa" y "fuerte", lamentaba que su relación no hubiera funcionado, pero así tenía que ser y le deseaba lo mejor. Durante el divorcio se portó bien e incluso permitió que Ángela continuara en el seguro médico de su empresa.
Nathan tenía razón. Ángela es una persona de extraordinaria fuerza y energía. Tras la separación rehízo su vida en unas seis semanas. Encontró un cómodo apartamento en un buen barrio, negoció su alquiler, lo pintó y acondicionó con muebles de segunda mano, y empezó a cultivar un nuevo círculo de amistades. La tragedia del pasado agosto le golpeó muy duro, pero es evidente que, en el medio plazo, la hará, si cabe, aún más fuerte.
Como suele suceder en los sepelios, cada cual lo encaja a su manera. Creo que este texto, en cierto modo, es también una despedida de Nathan. Lamento muchísimo tener que haberme centrado en su punto oscuro, que se convirtió en un vórtice y se lo acabó tragando, como se sigue tragando, diariamente, a cientos y miles de estadounidenses. Él era mucho, mucho más que ese punto oscuro. Un tipo talentoso y divertido que, en sus 44 años de vida, hizo feliz a mucha gente. Descansa en paz.
Decenas de personas acudieron a despedirse de nuestro amigo y a presentar los respetos a su familia. Como suele suceder en los sepelios, cada cual lo encajaba a su manera. La exmujer y la hermana estaban desovilladas sobre los hombros de la gente, con la cara roja y descolocada, presa del llanto y las convulsiones. El padre y la madre, en cambio, mostraban una entereza sobrehumana. Hablaban con todo el mundo, erguidos y compuestos, recibiendo el pésame como si fuera un sencillo cumplido. Los amigos bebían cerveza fría en el aparcamiento, apoyados en los coches con sus gafas de sol y sus camisas remangadas, hablando de futuros truncados y planes vacacionales que ya no tendrían lugar.
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