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'Dolor y gloria': Pedro Almodóvar se desnuda... pero no tanto
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'Dolor y gloria': Pedro Almodóvar se desnuda... pero no tanto

El último filme de Almodóvar construye a base de retazos de la infancia y de la madurez un retrato sobre su concepción de la creación artística, de la enfermedad, del amor

Foto: Asier Flores, Penélope Cruz y Raúl Arévalo son la familia Mallo. (Sony)
Asier Flores, Penélope Cruz y Raúl Arévalo son la familia Mallo. (Sony)

Cualquier estreno de Pedro Almodóvar se convierte en España en un acontecimiento, algo "perturbador", como define Zizek, que "interrumpe el curso normal de las cosas", cuyo "efecto parece exceder sus causas". Los títulos se vuelven prescindibles ante el epígrafe de "la última de Almodóvar". No hace falta más. Pero 'Dolor y gloria', además de "la última de Almodóvar", se presenta como su película más personal, como su '8 1/2' particular, y la expectación habitual ha venido precedida de un morbo renovado por entrever entre los fotogramas los paralelismos con la trayectoria pública —y privada— del director. Sin embargo, hay algo de desnudo casto, de exceso de pudor, como un espectáculo de 'striptease' en el que la 'stripper' se deja puestas unas bragas de color carne.

'Dolor y gloria' cierra la trilogía que iniciaron 'La ley del deseo' (1987) y 'La mala educación' (2004). Como la primera, de nuevo el protagonista es un cineasta turbado, pero ya la pulsión sexual y la efervescencia de la juventud han dejado paso a una especie de apatía autodestructiva, concretada en una inesperada y tardía adicción a las drogas duras. Como la segunda, Almodóvar recupera a través del recuerdo de otro cineasta la España áspera, seca y miserable de la dictadura, esta vez desde el punto de vista luminoso de una infancia relativamente feliz a pesar de las carencias. Es esta parte de la evocación de la niñez donde la película provoca una ternura genuina a través de la mitificación natural de esos momentos que, con la distancia, se reconocen como trascendentales: el primer deseo, la mirada de una madre, aquel coleccionable de cromos de actores, el olor a pis del cine de verano.

placeholder Antonio Banderas y Nora Navas, en 'Dolor y gloria'. (Sony)
Antonio Banderas y Nora Navas, en 'Dolor y gloria'. (Sony)

Se entiende que Salvador Mallo, interpretado por Antonio Banderas, es un 'alter ego' del cineasta manchego, con mimbres de realidad adornados de ficción e hipérbole, un constructo que sirve de herramienta para representar sus inquietudes y obsesiones, en las que subyace esa búsqueda de verdad. Y si bien los momentos en los que el protagonista recuerda su infancia emocionan, el relato en torno a la crisis de un creador en decadencia, aislado por sus enfermedades y sus neuras, peca de cierto ensimismamiento: el filme se recrea en detalles superficiales que aligeran su peso dramático, como en un ejercicio de trile.

Es fácil encontrar retazos de la biografía oficial de Almodóvar, pero el trasunto parece temer el juicio externo

Quizás el Salvador adulto se encuentra todavía demasiado próximo, demasiado reciente, como para librarse completamente del recato autoconsciente. Banderas reproduce las maneras y la imagen del cineasta —el mismo peinado, las gafas oscuras, el vestuario colorido—, padece dolencias similares, arrastra fantasmas de relaciones pasadas —amigos, amantes— en los que es fácil encontrar retazos de la biografía oficial de Almodóvar, pero el trasunto parece temer el juicio externo, salir a porta gayola. Están presentes su casa, sus cuadros, sus rutinas, sus manías, pero parece seguir guardando una distancia de seguridad. Una distancia que, curiosamente, acorta a través del humor y agranda en los momentos más solemnes.

placeholder Antonio Banderas y Asier Etxeandia, en 'Dolor y Ggloria'. (Sony)
Antonio Banderas y Asier Etxeandia, en 'Dolor y Ggloria'. (Sony)

En el camino del Salvador adulta van cruzándose, como apariciones, amistades perdidas —Asier Etxeandia dando cuerpo a la intensidad de las relaciones entre el director y sus actores, que ha acabado en ruptura tajante y pública en varias ocasiones— y amantes perdidos —Leonardo Sbaraglia como uno de los amores fundamentales del protagonista—, que hablan de una época pasada bullente y fértil de un hombre atemorizado ante la decadencia de su cuerpo y de su arte. Este encierro y la pérdida de contacto con el exterior hacen que la única forma de mirar sea hacia dentro.

La emoción reaparece, sobre todo, en ese canto a la madre, a su madre

La emoción reaparece, sobre todo, en ese canto a la madre, a su madre, que ha estado presente a lo largo de su filmografía y que en 'Dolor y gloria' actúa como eje catártico para la revisión de la construcción del 'yo' que es la película. Interpretada primero por Penélope Cruz, como la madre abnegada —el padre es apenas una presencia colateral— que se ofrece en sacrificio a cambio de la libertad —material, intelectual, expresiva— de su hijo, y después por Julieta Serrano —llena de verdad— como la madre convertida en icono, pero con la que quedaron redenciones pendientes, de uno y otro lado.

placeholder Julieta Serrano es la madre en 'Dolor y gloria'. (Sony)
Julieta Serrano es la madre en 'Dolor y gloria'. (Sony)

En estas dos madres, Almodóvar afina la palabra con un retrato poliédrico en el que conviven el humor más tosco y la delicadeza de lo callado. Lo callado, hasta que la palabra estalla de imprevisto. "No has sido un buen hijo", le reconoce lacónicamente el personaje de Serrano al protagonista. Es, a la vez, demoledora e hilarante, un equilibrio difícil y que el director consigue enhebrar en varios momentos de diálogo a lo largo del filme. Incluso en la anticipación de lo terrible, de la muerte, de la ausencia, Serrano — o la madre, o más bien Almodóvar a través de la imagen de la madre— consigue sacar una sonrisa con su descripción sobre cómo quiere que la amortajen.

placeholder Cartel de 'Dolor y gloria'.
Cartel de 'Dolor y gloria'.

Precisamente, para recordar que el cine, que 'Dolor y gloria', es un juego de representaciones y anticipándose a las cábalas del espectador sobre cuánto de realidad y cuánto de adulteración hay en la película, Almodóvar termina con una secuencia que hace evidente el artefacto, en una de las ideas más interesantes del filme, que a la vez constituye una coraza más, una muestra de que aquí hay desnudo, pero no tanto.

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Cualquier estreno de Pedro Almodóvar se convierte en España en un acontecimiento, algo "perturbador", como define Zizek, que "interrumpe el curso normal de las cosas", cuyo "efecto parece exceder sus causas". Los títulos se vuelven prescindibles ante el epígrafe de "la última de Almodóvar". No hace falta más. Pero 'Dolor y gloria', además de "la última de Almodóvar", se presenta como su película más personal, como su '8 1/2' particular, y la expectación habitual ha venido precedida de un morbo renovado por entrever entre los fotogramas los paralelismos con la trayectoria pública —y privada— del director. Sin embargo, hay algo de desnudo casto, de exceso de pudor, como un espectáculo de 'striptease' en el que la 'stripper' se deja puestas unas bragas de color carne.

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