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'El juglar': sus claves históricas y los misterios y razones del 'Cantar de Mio Cid'
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'El juglar': sus claves históricas y los misterios y razones del 'Cantar de Mio Cid'

La novela, siendo ficción, incuba una probabilidad y hace una apuesta de quién pudo ser el gran y desconocido autor, dónde nació y dónde escribió esta obra maestra de la Edad Media

Foto: Juglares de las Cantigas de Santa María. (Getty/Heritage Images/Fine Art Images)
Juglares de las Cantigas de Santa María. (Getty/Heritage Images/Fine Art Images)

El juglar es ante todo una novela, la más novela de las últimas que he escrito, donde los personajes de ficción son los grandes protagonistas, quienes sustentan la trama y le dan vida al relato, aunque enmarcados con hechos, escenarios y grandes personajes históricos. Pero es, antes que nada, ficción. Es aventura, drama y risa, amor y pasión y desamor, y rencor, batallas, victorias, derrotas, ambición, desesperación y traición.

Recrea una Edad Media donde existen no solo la espada, la sangre y la muerte, sino también la vida, el color y la música. Un fresco por el que transitan las gentes de a caballo y los de a pie, los reyes y los condes, los labriegos, los siervos y los mezquinos. Viaja por la historia y por los lugares donde se escribió, por los reinos cristianos, por los caminos de Santiago, por las cortes occitanas y por las taifas moras.

La voz que la cuenta es la de los juglares y la de uno que las funde a todas en un cantar. Pero la novela, siendo ficción, incuba una probabilidad y hace una apuesta de quién pudo ser el gran y desconocido autor, dónde nació y dónde escribió. Y por qué y por quiénes se escribió el más famoso y recitado cantar, el de Mio Cid.

Pero al autor del El Juglar, que soy yo, le ha sucedido que, al ir por los senderos y lugares y descender en el tiempo, y escudriñar a los personajes reales por los archivos, las tumbas, los linajes y las crónicas, que la historia le salió al encuentro. Empezó a asaltarle y a descubrirle lo que sí fue y acaeció, y hasta estuvo y está escrito, pero hoy permanece oculto y desconocido.

placeholder Portada de 'El juglar'.
Portada de 'El juglar'.

El juglar son tres voces de tres personajes en tiempos históricos concatenados de muy diferentes estatus y situaciones, desde la del humilde cazurro de plazas y mercados, a tener entrada en castillos y hasta llegar a la corte del rey. Abuelo, padre e hijo inician cada cual su andadura, saliendo el uno de Cardeña con la mesnada cidiana hacia el destierro, llegando el otro a la corte occitana de Alfonso del Jordán y terminando el otro siendo monje y fundiendo todas las voces y acabar por dar a luz al gran poema con el que las huestes castellanas armaban su corazón para acudir a la más crucial batalla contra el infiel: la de Las Navas de Tolosa.

La primera y no resuelta pregunta sobre el Cantar de Mio Cid es quién fue su autor. Y una respuesta se encuentra por escrito en el ejemplar más antiguo que se conserva de él, pues está firmado con un nombre “Per Abbat” (Pedro Abad). Exactamente dice: "Per Abbat le escriuio en el mes de mayo, / En era de mill. C.C xL.v. anos". O sea, en el año 1245 de la era hispánica, que es el 1207 de nuestra contabilidad. Un abad, dice, pero ¿de dónde? Y ¿lo escribió o se limitó a copiarlo? Él pone, claramente “escribió”, pero los eruditos dicen que eso es “copió”. Y yo digo que no sé yo.

Una incógnita más: ¿fue un solo juglar o fueron varios?

Bien pudiera, y lo que ahora planteo ya es una teoría personal, ser una mezcla de varias posibilidades. Que por un lado copiara o recreara pasajes y que otros los añadiera él. Y que al menos la primera parte de la obra fuera pergeñada por alguien que acompañó al Cid al destierro. Porque hay un hecho muy significativo y que he contrastado como nativo de las tierras de la transierra castellana y las alcarrias. La precisión topográfica, el conocimiento del territorio, sus sendas y enclaves fortificados del momento es total. El Cantar marca el itinerario con tal detalle que con su lectura puede hacerse exactamente hoy. Desde que salen de San Pedro de Cardeña y tras dos jornadas, llegados a acampar a las sierras divisorias de aquellas fronteras ("A la Sierra de Miedes fuimos a posar") divisan las torres de la Peña Fort (Atienza) "que los moros han"; cuando hacen el camino de noche y emboscados por el hundido del río Cañamares para llegar al Henares y avanzan aguas arribas para asaltar Castejón; cuando desde allí sale en algara Álvar Fáñez “Minaya” por los visos de las alcarrias para caer por Jadraque e Hita hasta Guadalajara y permitirse una cabalgada para enseñarle sus pendones a los moros de Alcalá. Todo está descrito con pasmoso conocimiento, al igual que después el camino por Anguita hasta alcanzar la Molina de Aragón del moro Abengalbón, lugar y personaje que van a ser recurrentes y luego veremos por qué, todo indica un conocimiento del terreno y del recorrido que indica que el narrador hubiera sido testigo presencial y participado en la acción. Igual sucede cuando penetran en lo que hoy es tierra aragonesa pero que en aquel tiempo pertenecía a la taifa valenciana. Recientes descubrimientos han señalado el emplazamiento del campamento cidiano de Alcocer, cercano a Terrer y la batalla que tuvo allí lugar.

Poblaciones como Molina, Medinaceli o Atienza aparecen de continuo y ciertamente tenían entonces gran importancia y eran posiciones estratégicas. Pero puede que haya algo más. El gran medievalista Ramón Menéndez Pidal y otros señeros historiadores señalan que el autor del romance bien pudo ser natural de aquellos lugares y se inclinan por Medinaceli, no solo por el conocimiento que demuestra de todo el entorno, su toponimia, rutas y caminos, sino por los giros y expresiones que utiliza.

Pero hay algo más, y ese es el lugar al que este escribano de hoy llegó un día y comprendió muchas cosas. Es el monasterio soriano casi equidistante de Molina y Medinaceli, a orillas del río Jalón, el de Santa María de Huerta, en la misma frontera con el leal aliado Aragón. En él está documentado que se produjo la primera lectura del Cantar por el poderoso señor de la zona y de todo el reino como cabeza de su linaje, don Pedro Manrique de Lara II, señor de Molina y gran impulsor del libro, de su copiado y difusión. Y aquella lectura, en el año 1199, cien años exactos después de la muerte del Cid, tuvo como más ilustre espectador, a un tataranieto suyo, pues tal era el rey Alfonso VIII de Castilla. Y aún más: enterrada en la abadía reposaba otra biznieta, doña Sancha Garcés, hija del rey navarro García Ramírez y primera esposa de Pedro de Lara, hijo de don Manrique y sobrino de don Nuño, el ayo y gran protector del rey en su niñez y que dio su vida por él.

placeholder Tumba de los siete infantes de Lara. (Cedida)
Tumba de los siete infantes de Lara. (Cedida)

Rodrigo Díaz de Vivar, amén de un hijo mayor, muerto en combate contra los almorávides en Consuegra, había tenido dos hijas, pero no se llamaban Elvira ni Sol, sino María y Cristina. Y no aparece boda con ficticios infantes de Carrión por sitio alguno, sino que casaron, como sí apunta el Cantar en su final, con cabezas coronadas, o casi. María con el conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, a quien dio una hija de cuyo parto falleció. Cristina casó con un infante navarro, Ramiro, cuando la corona de Pamplona estaba en manos del aragonés Alfonso I el Batallador. Al morir este sin descendencia, el hijo de Ramiro y Cristina, García Ramírez el Restaurador, nieto por tanto del Cid, fue coronado rey de Navarra. Este tuvo, de un primer matrimonio, un hijo varón, Sancho VI el Sabio, padre a su vez de Sancho VII el Fuerte, tataranieto por tanto también del Cid. García Ramírez también fue padre de una hija, Blanca, que casó Sancho III de Castilla, con quien tuvo al ya citado Alfonso VIII, que quedó huérfano a los tres años. Ambos reyes, Alfonso y Sancho, primos y en disputa, pero que a la postre combatirían juntos en la más famosa y trascendental de las batallas, la de Las Navas de Tolosa. Por Santa María de Huerta pasaría también para ir a su encuentro el tercer rey que participó en la batalla, el joven Pedro II de Aragón.

Queda por explicar el parentesco de la otra mentada descendiente del Campeador, la fallecida esposa de Pedro Manrique de Lara. El rey pamplonés García Ramírez a la muerte de su primera esposa se volvió a casar. Lo hizo con la infanta Urraca la Asturiana, hija natural de su gran amor de juventud, doña Gontrodo de Tineo, y doña Sancha, biznieta por tanto del Cid, había sido el fruto de su unión. De su matrimonio con el Lara habían nacido dos hijos, pero no hay constancia de que, dada su edad, estuvieran presentes aquel día de la lectura. Uno murió joven y al otro se le pierde la pista por la Occitania donde la familia tenía títulos y propiedades, pues los dominios del poderoso Lara traspasaban los Pirineos pero, antes que nada, era el Señor de Molina. Lo que bien puede también explicar las continuas apariciones y para bien en el Cantar de la ciudad y del moro Abengalbón, que como los Lara era señor y con mucha autonomía y casi independiente del propio rey.

Y ¿por qué no había de ser aquel Per Abbat, el firmante de aquel manuscrito el abad de santa María de Huerta? ¿De dónde, si no? ¿Y por qué fue un siglo después de la muerte de Rodrigo cuando el Cantar alcanza su cenit? Esta respuesta es muy sencilla: porque Castilla necesitaba a sus héroes más que nunca.

En aquel año de 1199 el rey castellano, que había tenido un próspero y conquistador reinado al lado de la reina Leonor, una Plantagenet hija de la fabulosa Leonor de Aquitania y hermana de Ricardo Corazón de León, aún estaba intentando reponerse de la terrible derrota de Alarcos, donde había sido destrozado por los almohades. Castilla se había visto acosada por estos y por su primo el rey de León, aliado con ellos y con la familia Castro, perdedores finales en su contienda con los Lara por el control del rey cuando era menor de edad.

Esta es una de las grandes claves del Cantar y su razón más “política”. La que va a dar lugar a su gran eclosión como potentísima arma de afirmación y propaganda castellana y convertirlo en el cantar más popular, extendido, amado y compartido por todas sus gentes sin distinción de condición ni linaje. Cantado en las plazas de los pueblos, donde quizás ya había comenzado a cantarse a trozos por los juglares populares, conocidos como cazurros (hay noticia de ello en Medinaceli en el año 1140 y en San Esteban de Gormaz en 1162), y jaleado en los patios de armas de los castillos o escuchado con arrobo en los salones de los condes y magnates y por el propio rey, fue a llegar a su cima más alta al principio del siglo XIII, donde ya tenemos la prueba de que ha sido escrito en su totalidad y visto la luz al completo en aquel mayo de 1207.

placeholder Castillo de Gormaz. (Cedida)
Castillo de Gormaz. (Cedida)

Es en ese clima cuando el Cantar se convierte en un himno y los "malos" han de quedar señalados sin que quepa duda alguna. Los moros, que ya son ahora un todo pues han desaparecido los reinos de taifas y están encabezados por los almohades y sus terroríficos ejércitos, y los acomodaticios leoneses, los cobardes "infantes", que viven cómodamente y al resguardo lejos de la frontera, mientras los castellanos sufren los embates islámicos. Para enfrentarlos el Cantar tira de sus dos grandes y recientes héroes, aun vivos en la memoria de las gentes, el Cid y Álvar Fáñez, ambos burgaleses y ambos ya cantados en el Cantar de Almería, donde se dice que si a uno le preguntaran quién fue mejor de los dos ambos contestarían que el otro.

Ellos dos, primos hermanos o quizás hermanastros, Rodrigo y Álvar (“Minaya” es “Mi-anai”, “mi hermano” en vascón), aunque habían separado su suerte, uno convertido en capitán general de la frontera del Tajo y el otro combatiendo por su cuenta en el Levante, habían sido siempre muy firmes aliados y leales entre sí. Tras la muerte del Cid, es Álvar quien acudió con el rey Alfonso a evacuar a doña Jimena de Valencia. Tras la derrota de Uclés, logró conservar la frontera del Tajo ante los almorávides para, tristemente ir a morir en 1114, ya con setenta años, a manos cristianas, las de los partidarios del rey aragonés Alfonso I, malamente casado con la hija de Alfonso VI, Urraca de León y de Castilla, a la que Álvar había jurado defender en el lecho de muerte de su padre el rey Alfonso VI, el conquistador de Toledo.

Los dos héroes, conjuntados y hermanados como tal vez lo estuvieron por sangre en la vida real, han pasado unidos a la posteridad, como enseñas de Castilla, su símbolo y su ejemplo. Y esa es el alma del Cantar. Que iba a suponer además un hito fundamental en la eclosión y expansión de una lengua, que con los siglos se haría, y es hoy, universal. Y lo fue ante todo por una causa. Porque el Cantar de Mio Cid es de una estremecedora belleza, de una impactante altura literaria, es una monumental obra maestra, una inmensa novela versificada y un maravilloso poema. Su autor, o autores, pero desde luego uno final, es un verdadero genio, una cumbre de la literatura española a la altura de los más grandes que nuestra lengua ha dado.

El juglar es ante todo una novela, la más novela de las últimas que he escrito, donde los personajes de ficción son los grandes protagonistas, quienes sustentan la trama y le dan vida al relato, aunque enmarcados con hechos, escenarios y grandes personajes históricos. Pero es, antes que nada, ficción. Es aventura, drama y risa, amor y pasión y desamor, y rencor, batallas, victorias, derrotas, ambición, desesperación y traición.

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