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"Le pregunté a Dios si ese iba a ser mi final": la vida después de ser prisionero de Rusia
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Herido en Mariúpol

"Le pregunté a Dios si ese iba a ser mi final": la vida después de ser prisionero de Rusia

Hlib Stryzhko acabó enterrado bajo los escombros en una fábrica metalúrgica del mar de Azov y después pasó 17 días bajo cautiverio ruso

Foto: Hlib Stryzhko fue prisionero del ejército ruso en la Batalla de Mariupol. (F. T.)
Hlib Stryzhko fue prisionero del ejército ruso en la Batalla de Mariupol. (F. T.)
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A Hlib lo mató el disparo de un tanque. O al menos eso pensó mientras hablaba con Dios y le cuestionaba que aquel fuera su final: "Así que voy a morir aplastado, ¿eh? Nada de un disparo en mitad de una batalla épica". Fueron cinco segundos que le parecieron 40 minutos. Un tiempo suficiente para que las tres plantas del edificio que defendía en la metalúrgica Ilich se abrieran bajo sus pies y sepultaran su cuerpo bajo los ladrillos. Lo que no sabía todavía este marine ucraniano es que estaba vivo y que su pesadilla apenas acababa de empezar.

Por eso siguió discutiendo con Dios mientras el Ejército ruso avanzaba por las calles de Mariúpol, aunque el único que contestaba era su comandante por la radio. "Empecé a sentir dolor y entendí que aún no había llegado mi hora", recuerda Hlib Stryzhko, 14 meses después. "Tenía que intentar gritar, salir por mi propio pie, o me moriría de hambre". Pero Hlib no podía mover el cuerpo ni abrir la boca.

Foto: La planta de acero Azovstal, donde se atrincheran los últimos defensores de Mariúpol. (Reuters/Alexander Ermochenko)

Era 10 de abril y llevaba 41 días en la ciudad. Tan solo se había duchado una vez. Las trincheras en las que mantenía la posición ucraniana eran también la cama para él y sus compañeros del 1º Batallón de Infantería de la Marina. Una unidad que se enfrentó a los rusos en la invasión de Crimea en 2014 y en la que él quiso enrolarse ya entonces. Pero no pudo. Tan solo tenía 17 años.

En 2021, cuando notó que sus compatriotas dejaban de interesarse por la guerra, focalizada entonces en el Donbás (este), en la que su hermano y su padrastro habían luchado como voluntarios, decidió alistarse. Firmó el contrato en febrero. Doce meses después, estaba inmerso en el asedio que tuvo en vilo durante casi tres meses al mundo occidental.

La mañana que todo cambió para Hlib, las tropas de la Z se parapetaban detrás de un muro, a apenas 30 metros de su posición. Al ver el carro de combate avanzando por la avenida, Stryzhko corrió escaleras arriba para enviar las coordenadas con las que sus compañeros destruirían el vehículo enemigo. Lo que no sabía era que un avión ruso sobrevolaba la zona y se disponía a soltar una bomba sobre el edificio. Los detalles y la reconstrucción del momento no le llegaron hasta muchos meses después.

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Foto: F. T.

"Mis camaradas no tardaron en desenterrarme y me trasladaron a un refugio", cuenta agradecido. El médico militar aconsejó tratarle en la única sala que todavía contaba con una triste bombilla colgando del techo, para poder examinar sus heridas. Minutos más tarde, la segunda bomba aérea destruyó el sótano, en el que estuvo a punto de volver a perder la vida.

"Mira, chaval, has sobrevivido dos veces a los rusos, así que ahora tienes que seguir vivo", le gritó el doctor. Tenía solo 25 años y la pelvis, la nariz y la mandíbula destrozadas, además de varios huesos rotos. Tampoco podía ver. Pero Hlib, como buen soldado, cumplió.

Ya lo había hecho antes cuando, enterrado bajo los escombros, se esforzó en mantenerse consciente. "Yo solo actué siguiendo el protocolo, tal y como nos enseñaron, por eso cuando el doctor me dijo que podía relajarme, caí dormido al instante", reconoce con una sonrisa, en Kiev, casi 15 meses después. Malherido como estaba y sin otra opción, lo que no contemplaba era tener que cumplir una última orden: entregarse a los rusos.

Fue —según le dijeron— su única opción de sobrevivir.

Foto: Liliia Stupina, mujer de un soldado de Azov, en un momento de la entrevista en Kiev.

"El médico me explicó que estábamos rodeados y que la prioridad era salvar vidas. Aquello fue una orden", recuerda, todavía algo dolido. "Según las leyes de la guerra, si te rindes, deben atenderte".

Ni ves ni sientes gran parte de tu cuerpo, han pasado 24 horas del ataque y te piden que te dejes capturar por los rusos. ¿Perdiste la esperanza?

—Quizá no, porque ya no me quedaban fuerzas. Sí que tenía miedo de acabar en sus manos, pero entendí que no había alternativa y acepté mi destino.

Hlib habla pausado, alegre, enseñando los brackets de una dentadura que pareciera haber estado siempre en su sitio. La supervivencia de Hlib es en sí misma un milagro, quizá por eso se convirtió en uno de los primeros ucranianos en regresar a Ucrania —se estima que varios miles lo han hecho ya— en los intercambios de prisioneros entre Kiev y Moscú.

En aquel momento, seguía sin poder moverse. A su llegada a Ucrania, le advirtieron de que con suerte volvería a andar. Siete operaciones después y en una pelea personal por recuperar la vida que vivió, ahora vuelve a participar en carreras de 10 kilómetros, recuperando el ritmo al que corría antes. Una historia que a él mismo le cuesta creer. El miedo a olvidar por dónde ha pasado le lleva a ver de vez en cuando el vídeo que los soldados rusos le grabaron como prueba de vida.

—¿Quieres verlo? —pregunta con cierto aire retador, antes de encender la tablet y deslizar el dedo por la galería.

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Foto: F. T.

De su rostro hinchado y magullado escapa un gemido. Apenas puede abrir los ojos. "Me llamo Hlib Stryzhko…", dice al empezar la grabación. Tumbado, sin mover un hueso, no parece él. Una imagen tan impactante que sus amigos y familiares quisieron ocultarla a su regreso. Estaban asustados por si se hundía. "A mí no me impresionó, solo puse imágenes a lo que sentí", confiesa. "Además, me ayuda ver dónde empecé y dónde estoy ahora. Creo que se ve el gran cambio".

Un cuchillo en el pecho: el cautiverio

Antes de su periplo de rehabilitación en Ucrania, un grupo de militares rusos capturó a Hlib en un punto neutral, donde cribaban a los heridos en tres categorías: muy graves, graves y heridos comunes. Al ser un caso complejo, decidieron moverle a un hospital. Primero al pasillo, después en una habitación que siempre tenía la luz encendida y las puertas abiertas: 24 horas al día con los soldados del Kremlin vigilando. Aquello no dejaba de ser una cárcel.

Los chechenos le amenazaban al oído. "Una pena que no podamos cortar tu oreja"

Al no poder sentarse ni masticar, las enfermeras le daban de comer. O, al menos, algunas de ellas. Otras le dejaban la comida en el pecho. "Intenta comerte esto, ucraniano", cuenta que le decían. Horas después, regresaban y recogían los platos sin tocar.

17 días en los que su cuerpo no conoció la anestesia. 17 días en los que sobrevivir se convirtió en un trabajo. 17 días siendo el juguete de los guardias.

Los rusos ponían noticias y música en ruso. Los chechenos le amenazaban al oído. "Una pena que no podamos cortar tu oreja", susurraban, mientras recorrían su cuerpo con la punta de un cuchillo.

¿Serías capaz de reconocerles?

—Apenas veía, quizá si escuchara sus voces…

¿Y qué harías si los tuvieras en frente y supieras que son ellos?

— Llamar al SBU [servicio secreto ucraniano]. No quiero hablar ni juntarme con esa gente —responde incómodo, quitando y poniendo el tapón a un rotulador—. Como mucho, en el campo de batalla, para destruirles.

"La gente que vive aquí es increíble, todo el día luchando por la libertad y por amor a los suyos"

Antes de alistarse, Hlib se definía a sí mismo como un "mentor en la Ukrainian Leadership Academy. Ucraniano, de familia militar (en la URSS y en la Ucrania independiente). Licenciado en Historia y una persona activa". Ahora, Hlib se presenta como "ucraniano, marine, veterano y pensionista". Ha cambiado él, pero también el orden.

¿Qué significa Ucrania para ti?

—Es el orgullo de ser parte de una tierra, una historia y un pueblo. La gente que vive aquí es increíble, todo el día luchando por la libertad y por amor a los suyos. El motivo de tener que hacer todo lo posible por Ucrania nos da un sentido de existencia. Ser ucraniano, en el fondo, es estar en lucha.

Y si su experiencia de Mariúpol lo demuestra, también lo hace en el día a día tras el regreso. Después de las lágrimas, besos y abrazos, vino el miedo. Stryzhko no quería que llegara la noche, ni tener que irse a dormir. Temía a la oscuridad.

Su mente se encontraba en un estado de alerta constante, en casa y en la calle. Tener miedo de un cuchillo es normal, dice, pero quizá no lo es tanto quedarse paralizado en mitad de una avenida de Kiev y sentir que el frío se apodera de tu cuerpo. Como el día que oyó la canción que repetían constantemente los guardias rusos durante el cautiverio.

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Foto: F. T.

Para evitar ser preso de su pasado, Hlib escucha música rusa en casa. Es su manera de afrontar los problemas: o los enfrenta o se ríe de sí mismo. "Mantener el gusto por la vida es mi forma de luchar", reconoce.

—Hubo muchas personas que lucharon para que yo pudiera volver a casa. Al regresar, me di cuenta de que había mucho amor y cariño, me cuidaron. Además, los marines hacemos un juramento de combate, también para la vida civil. No solo me lo debía a mí y mi familia. También a mis compañeros. No tenía derecho a llorar. No tenía derecho a poner mis problemas por encima de los de mi país.

Hlib fue el primero de su división en regresar a Ucrania, un peso con el que todavía carga, porque no todos los que fueron hechos prisioneros en la infame batalla de Mariúpol han sido intercambiados todavía.

"Muchas veces pienso qué hice mal para que me pasara esto en Mariúpol. Tengo algunas preguntas, pero no al país o a los comandantes, sino a Dios. ¿Por qué tantos hombres jóvenes tienen que morir? ¿Por qué fui yo el primero en regresar?", se cuestiona.

Foto: Anatoliy ‘Tolik’, militar, conduce en Avdiivka, el frente de Donetsk. (Alicia Alamillos)
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Se lo pregunta un creyente ortodoxo con una cruz colgada del cuello. Uno de tantos hombres en cuya vida se ha cruzado el impulso expansionista de Vladímir Putin. Quizá por eso, no es todavía capaz de imaginarse una Ucrania tras el conflicto. Con esfuerzo y varias preguntas, reconoce soñar con un Día de la Victoria entre lágrimas, con una bandera ucraniana colgada a la espalda y recordando a los amigos que no volverán de una invasión que va camino de cumplir los 500 días. Sueños y planes humildes para el día que acabe la guerra.

"Sí, creo que será así", reflexiona mirando al techo, repitiendo sus palabras. "Lloraré y, con todas las flores que pueda comprar, recorreré los cementerios para agradecer a todos los que se sacrificaron por la victoria. Uno por uno, les contaré cómo ha quedado el país por el que lucharon".

A Hlib lo mató el disparo de un tanque. O al menos eso pensó mientras hablaba con Dios y le cuestionaba que aquel fuera su final: "Así que voy a morir aplastado, ¿eh? Nada de un disparo en mitad de una batalla épica". Fueron cinco segundos que le parecieron 40 minutos. Un tiempo suficiente para que las tres plantas del edificio que defendía en la metalúrgica Ilich se abrieran bajo sus pies y sepultaran su cuerpo bajo los ladrillos. Lo que no sabía todavía este marine ucraniano es que estaba vivo y que su pesadilla apenas acababa de empezar.

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