"¿Acaso somos los ocupantes?": un mes viviendo con el Ejército ruso en Chernóbil
Pese a la situación surrealista, dentro de la planta se alcanzó un equilibrio y un viso de normalidad. Los rusos acampaban en el primer piso y los ucranianos, junto a unos custodios, en el segundo
El general ruso, después de mantenerlos casi un mes en cautividad, llevó a los cuatro ucranianos a la estación de tren más próxima. Subido a una camioneta Ford saqueada, les dedicó un discurso de despedida. "Para mí no existen ni Rusia ni Ucrania. Para mí solo existe la Unión Soviética. Todos somos un mismo pueblo. Un pueblo soviético", dijo el general ruso. Y añadió: "Allí donde van, los americanos llevan todos los males. Los rusos llevamos la paz". Mientras el militar pronunciaba estas solemnes frases, recuerda uno de los cautivos, Kostiantyn Karnoza, la ciudad de Cherníhiv ardía a sus espaldas. Pasto de las bombas rusas en el horizonte.
Así termina una historia loca, una de esas historias locas que solo pasan en las guerras. Conocí a Kostiantyn Karnoza en 2014. Alguien en Dnipro me había hablado del concienzudo joven que había tumbado la estatua de Lenin en febrero de ese año. Un tipo que, como él mismo reconoce, no entiende mucho de emociones, pero sí de acciones prácticas y concretas. Al ver que una noche fría los torpes manifestantes proeuropeos se hacían daño al intentar derribar a Lenin, usando unas cuerdas de escalada, Karnoza cogió un pasamontañas y una sierra de disco, se subió al pedestal, y pasó las tres horas siguientes serrando las piernas del revolucionario.
Lenin terminó cayendo y sobre el pedestal, convertido en un muñón, se colocó una pancarta que decía, en ruso, "Yo amo a Ucrania". Sin embargo, es posible que Karnoza considerase que su huella en los acontecimientos de su país no era lo suficientemente profunda, así que se alistó en una brigada de paracaidistas y se fue a luchar al Donbás. Lo que no sabía es que las vicisitudes de Ucrania le reservaban, todavía, un nuevo y extraño capítulo.
"Era la tercera vez que iba a la ciudad de Pripyat, cerca de la planta nuclear de Chernóbil. Teníamos experiencia. Sabíamos lo que queríamos hacer", dice Karnoza, refiriéndose a uno de sus pasatiempos favoritos: la cuerda floja. Eso era lo que él y sus amigos habían venido hacer a Pripyat, una ciudad fantasma, abandonada tras el accidente nuclear de Chernóbil. Los cuatro ucranianos iban a tender una cuerda entre dos edificios, de 15 y 13 pisos respectivamente, e iban a cruzar el vacío. Una hazaña que requiere planificación y equipamiento, además de tener que recorrer a pie los 30 kilómetros de bosque de la "zona de exclusión" para llegar a Pripyat.
"Creíamos que habría tiempo de ir y volver, y que quizá luego llegaría la invasión", dice Karnoza
Karnoza dice que planificaron el viaje durante seis meses. Uno de sus amigos incluso vino de Turquía. Por eso, por el tiempo invertido, se cercioraron de que los cuatro llegarían a Pripyat en la fecha acordada: el 23 de febrero de 2022. Los rumores de invasión de aquellos días apuntaban a que esta empezaría a mediados de mes. Dado que para entonces no había sucedido nada, decidieron seguir adelante.
"Creíamos que habría tiempo de ir, hacerlo y volver, y que quizás luego llegaría la invasión", dice Karnoza. "Pero el hecho es que la invasión empezó justo cuando estábamos en el balcón del piso deecimotercero, con vistas a Bielorrusia. Al río y después a Bielorrusia, que estaba a unos 10 kilómetros. La guerra empezó inmediatamente. Vimos los aviones de combate volar sobre nuestras cabezas, y los misiles, y el ruido de los helicópteros. Y unos drones también. Era muy extraño".
Así que la decisión estaba clara: si no querían verse arrollados por el avance ruso, tenían que salir de allí a toda prisa. Dado que, para llegar al coche, tendrían que cruzar esos 30 kilómetros de bosque, y probablemente se verían alcanzados, los cuatro ucranianos decidieron acudir a la planta nuclear de Chernóbil, a siete kilómetros de distancia. Sabían que allí siempre había personal trabajando, manteniendo las instalaciones y recibiendo las habituales visitas turísticas.
"Cuando llegamos a la planta, nos miraron como a extraños, claro. La invasión acababa de comenzar. Tardaron unas cinco horas en decidir qué hacer con nosotros. Al final, nos pusieron en un sótano. Una habitación en la que había algunos aparatos mecánicos", dice Karnoza. "El trabajador que nos atendió nos dijo que vendría dentro de seis horas y que nos llevaría al baño y luego al comedor, a cenar".
Pero el trabajador tardó un poco más de la cuenta, dice Karnoza. Nueve horas. Y, cuando volvió, tenía algo importante que contarles. "Bueno, la situación ha cambiado", les dijo. "Los rusos han tomado el objeto". "¿El objeto?", le respondieron. "¿Qué objeto?". "La planta. Los rusos han tomado la planta".
"Estábamos jodidos. Cuando vimos los aviones de combate, supimos que estábamos jodidos. Y nos sentíamos muy estúpidos. Todo el mundo hablaba de que la guerra iba a empezar y nosotros dijimos, nah, vamos a hacer lo nuestro. Y luego empezó la guerra. Joder".
El trabajador que les dio la noticia se los llevó al baño y a cenar. Les dijo: "No tengáis miedo de lo que vais a ver". Los cuatro amigos subieron al piso de arriba y se dieron de bruces con unos cincuenta soldados rusos, en concreto buriatos, una minoría indígena de Siberia, de raza mongola. "Muchos estaban acostados. Nosotros fuimos al baño, pero había cola. Muchos buriatos estaban esperando a ir al baño".
En la planta había, en total, 130 trabajadores, 170 miembros de la Guardia Nacional ucraniana y 120 soldados rusos. Karnoza recuerda las cifras exactas porque, en los días siguientes, él y sus amigos empezarían a ayudar en las tareas de cocina y sabían cuántas raciones tenían que preparar. Pese a la superioridad ucraniana, una rebelión contra el ocupante era imposible, o desaconsejable, dado que la planta estaba rodeada por soldados y tanques rusos apuntando al edificio. Karnoza describe cómo por la carretera aledaña pasó un larguísimo convoy militar, durante horas y horas.
Pese a la situación surrealista, dentro de la planta se alcanzó un equilibrio y un viso de normalidad. Los rusos acampaban en el primer piso y los ucranianos, junto a unos custodios, en el segundo. Pero se cruzaban a menudo y entablaron una relación, sobre todo a través de las comidas y las cenas. "Pasamos mucho tiempo con los rusos, y fueron muy amables", dice Karnoza, "porque llegaron allí con el convencimiento de que nos venían a salvar de los nacionalistas. La primera vez que hablamos con ellos nos ofrecieron acompañarlos en la comida".
Al principio, los ocupantes preguntaban dónde estaban las bases y los soldados de la OTAN, qué crímenes cometían los nacionalistas y por qué se prohibía hablar ruso. Karnoza y sus amigos hablaban ruso con normalidad, como millones de ucranianos, y así se lo explicaron. "Tuve ganas de decirles que, en realidad, nuestro mayor problema eran ellos. Pero evidentemente no podía hacerlo", recuerda el ucraniano.
Los cuatro amigos se pusieron a ayudar en la cocina, dado que las tres mujeres que estaban allí no daban abasto y había que alimentar a mucha gente. Los jóvenes cargaban y descargaban los lavavajillas, cortaban patatas y servían las raciones. No había problema de escasez. A aquel ritmo los enormes almacenes de la planta contenían vituallas, según los cálculos del personal, para un mes y medio.
Como la planta se había convertido en una base militar, además de jóvenes soldados, la mayoría buriatos, había una gran variedad de oficiales y cuerpos del Ejército. "Teníamos dos generales, coroneles, miembros de las Fuerzas Especiales, miembros de la Guardia Nacional rusa... Todos de la fría Rusia".
Le pregunto a Karnoza cómo sabía todos estos detalles. Él dice que, para organizar la vida dentro de la planta, había que comunicarse y uno acababa entendiendo las líneas de mando. Además, los soldados rusos se emborrachaban a menudo y hablaban por los codos. "Hablaban mucho, hablaban mucho. Y a veces les pedíamos cigarrillos y nos íbamos con ellos a la sala de fumar de la planta".
Los ucranianos hasta se dieron el lujo de vacilar un poco a los rusos. "El jefe de la planta era un tipo muy simpático, un tipo duro. Un día puso en los altavoces la radio ucraniana, así que los rusos tenían que escuchar lo que la radio decía de ellos, porque no podían apagarla", dice Karnoza. "Una vez nos vinieron y nos preguntaron: '¿así que somos los ocupantes, eh?' ¿Los ocupantes? Y nosotros dijimos: bueno, pues sí. Y ellos: '¿pero acaso no os tratamos bien y os damos cigarrillos?' Claro, pero, si no hubiérais venido, nosotros nos habríamos comprado nuestro propio tabaco...".
Según el ucraniano, había días que los rusos estaban de un humor triunfalista. "¡Hemos tomado Mykolaiv!", decían. "¡Kiev y Odesa caerán en tres días!". Pero pasaban los días y estas conquistas no se materializaban. Cuando era evidente que la invasión rusa no iba a ser esa operación relámpago prometida por Vladímir Putin, los generales de la planta justificaron la resistencia ucraniana diciéndoles a sus soldados que, ahora, luchaban con la OTAN. Que la OTAN se había desplegado en Ucrania.
Mientras, los cautivos se formaron una rutina. Dormían, hacían ejercicio, pelaban patatas, servían la mesa, fumaban y hojeaban los libros técnicos de la biblioteca de la central. Estaban completamente aislados del exterior, sin internet, pero les dejaron enviar un mensaje por teléfono a la novia de uno de ellos, que, a su vez, se comunicó con las familias de los cuatro para decirles que estos estaban bien. Karnoza y compañía, dentro de la planta, no se relacionaban con todos los rusos. Solo con aquellos que estaban en la cocina, los custodios y un general, que era el que estaba a cargo de las operaciones. El 8 de marzo, Día de la Mujer, los ucranianos celebraron una fiesta. Los líderes rusos no dejaron participar a sus soldados, pero estos llevaron regalos a las 30 mujeres ucranianas que había en la planta.
Aún así, no todos eran amigables. Una de las posibles razones por las que la que la relación con los ocupantes fue relativamente fluida, es porque estos no habían entrado en combate. Venían frescos de Rusia, convencidos de que habían llegado a liberar Ucrania de un terrible régimen nacionalista y que por tanto iban a ser bien recibidos por la población local, cansada de sufrir toda clase de supuestos abusos. Pero, al cabo de un tiempo de estar en la planta, llegaron unos soldados rusos que sí que había visto acción, que habían entrado en combate con el Ejército ucraniano.
"Un grupo de rusos de la planta fue enviado al frente. La noche anterior se emborracharon. Nos reunimos con ellos en la sala de fumar y uno nos dijo: ‘nos envían a la muerte’", recuerda Karnoza. "No volvimos a verlos. Pero, como reemplazo, vinieron otros rusos directamente del frente. Estos tipos habían sido realmente castigados. Los habían atacado con artillería. Eran más jóvenes y también eran buriatos. Habían visto la guerra. Y no eran amigables con nosotros. Pero los comandantes sí, y estos tipos tenían que aceptar las cosas como eran. Aunque les enfadaba ver cómo el comandante nos trataba con amabilidad. No lo entendían".
Los ánimos de los cuatro ucranianos variaban. Unos días tenían más miedo que otros. A veces querían escapar. A veces, simplemente, se centraban en sus rutinas. Lo que más inquietaba a Karnoza era su pasado en el Ejército ucraniano. Si los rusos se enteraban, podrían poner al veterano en un aprieto. Pero no sucedió. "Tratamos de divertirnos. Somos tipos extremos. Esto fue otro deporte extremo para nosotros".
Al final las autoridades locales ucranianas y los militares rusos llegaron a un acuerdo para reemplazar a 100 trabajadores de la planta y enviar, en su lugar, a unos 70 empleados nuevos. Gestionar una planta nuclear es algo muy exigente e iba siendo hora de mandar a otros trabajadores, que vivían en la cercana localidad de Slavútych. Como parte del intercambio, los cuatro aventureros ucranianos fueron liberados.
"Cuando nos marchábamos, el jefe de cocina ruso, un tipo muy gracioso, nos hizo un regalo de comida", dice Karnoza. "Y nos pidió por favor que, una vez volviésemos a nuestras casas, no nos alistásemos para ir al frente". Fue entonces cuando el general ruso los llevó, en persona, a la estación de tren, en una camioneta Ford que había saqueado. Y se despidió con palabras de paz mientras Cherníhiv ardía a lo lejos.
Los 24 días de cautividad de los cuatro amigos tuvieron un final feliz, un final marcado por la buena suerte."En una situación tensa, de combate", dice Karnoza, "me puedo imaginar a estos mismos soldados rusos comportándose salvajemente, como sus camaradas se comportaron en Bucha"
El general ruso, después de mantenerlos casi un mes en cautividad, llevó a los cuatro ucranianos a la estación de tren más próxima. Subido a una camioneta Ford saqueada, les dedicó un discurso de despedida. "Para mí no existen ni Rusia ni Ucrania. Para mí solo existe la Unión Soviética. Todos somos un mismo pueblo. Un pueblo soviético", dijo el general ruso. Y añadió: "Allí donde van, los americanos llevan todos los males. Los rusos llevamos la paz". Mientras el militar pronunciaba estas solemnes frases, recuerda uno de los cautivos, Kostiantyn Karnoza, la ciudad de Cherníhiv ardía a sus espaldas. Pasto de las bombas rusas en el horizonte.