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11-M, el mito y la manada
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20º ANIVERSARIO DEL ATENTADO

11-M, el mito y la manada

España tiene un problema endémico. Casi siempre, aunque se logró durante la Transición, ha sido incapaz de cerrar procesos complicados o momentos históricos con un consenso básico asumido por generaciones

Foto: Imagen de archivo de una protesta tras los atentados del 11-M. (Getty Images)
Imagen de archivo de una protesta tras los atentados del 11-M. (Getty Images)

Sustituir la historia por el mito es una vieja estrategia. Tan vieja que todos los nacionalismos, también aquellos que hoy se han asentado en el poder tras la construcción de un Estado, se han entregado con armas y bagajes a un instrumento tan útil de dominación ideológica. El historiador Eric Hobsbawm lo vinculó a que “los gobiernos tienen el poder de decidir lo que se escribe en los libros de textos”. Es decir, hay una versión oficial que con el tiempo se convierte en las tablas de la ley hasta que alguien la pone en cuarentena con dudas razonables.

No es el caso de lo que sucedió tras aquel horroroso 11-M. La versión oficial, avalada por los tribunales y contrastada con los protagonistas directos de aquella desgracia, coincide con lo que ocurrió, aunque siempre puede haber alguna zona en penumbra. Sin embargo, en una parte del inconsciente colectivo –si se puede llamar así– se han instalado una serie de sombras que carecen de cualquier fundamento racional. Haciendo caso omiso a un principio esencial que está en el libro de cabecera de los historiadores: los hechos son o no lo son, el resto es literatura (de la mala, habría que apostar).

La llamada teoría de la conspiración no tendría ninguna relevancia, al fin y al cambio vivimos en la edad dorada de la desinformación, si no fuera porque de forma periódica reaparece como si tuviera algún fuste intelectual. La causa tiene que ver con un problema endémico del sistema político, que casi siempre –se logró afortunadamente durante la Transición– ha sido incapaz de cerrar procesos complicados o momentos históricos con un consenso básico asumido por generaciones.

Los grandes asuntos de Estado suelen reabrirse, lo que causa un doble dolor. El recuerdo del terrible golpe recibido y tanto ruido político

Esta insuficiencia es la que favorece la utilización política de acontecimientos que por su propia naturaleza y por su carácter histórico deberían merecer un consenso digno de tal nombre. Por el contrario, políticos y presuntos periodistas no resisten a la tentación de utilizar políticamente los acontecimientos más dolorosos de nuestra historia reciente. No es que tenga que existir una verdad aceptada universalmente, al contrario, sino que, al menos, los puntos centrales merecen una aproximación común. Si el país no se pone de acuerdo sobre los verdaderos asuntos de Estado, difícilmente lo hará sobre temas menores.

Desprecio por la verdad

Ni siquiera lo que pasó en la guerra civil disfruta hoy de un consenso elemental asumido por todos con honestidad intelectual, lo que en última instancia propicia que cada cierto tiempo afloren agrias discusiones sobre acontecimientos ya zanjados por los historiadores profesionales. Tampoco el fin de ETA, al contrario de lo que ha sucedido en las dos Irlandas, tiene una lectura común. Ni, por supuesto, la dictadura franquista, un asunto que de vez en cuando reabre las heridas. Los independentistas catalanes llegaron a mezclar el atentado de las Ramblas, en 2017, con la problemática del procés, lo que muestra un desprecio por la verdad y por el dolor ajeno digno de tener en cuenta.

Una lectura desapasionada de lo que ocurrió, sin apriorismos, proporciona suficiente material para distinguir lo importante de lo residual

No ocurre lo mismo en Francia o Alemania, donde la historia la revisan los historiadores, pero nunca –o casi nunca– lo hace la clase política, que suele hacer piña en defensa de una determinada visión común de Estado. Algunos historiadores lo han achacado, y tienen razón, en que España, casi siempre, ha luchado consigo misma (tres guerras carlistas, una guerra civil, dos dictaduras y múltiples asonadas militares), mientras que en los países de nuestro entorno siempre se ha combatido contra un enemigo externo. Esto es así porque luchar contra una potencia extranjera siempre une mucho más que hacerlo contra los propios españoles. La propia ley de amnistía se hubiera visto de otra manera, y en última instancia es lo que deja entrever la Comisión de Venecia, si hubiera sido un asunto de Estado y no de partido. El fondo es razonable, pero han fallado las formas.

Esto explica que los grandes asuntos de Estado suelen reabrirse cada cierto tiempo, lo que causa un doble dolor. El recuerdo del terrible golpe inicial y, posteriormente, el daño que produce tanto ruido político. Hay en marcha, incluso, una revisión del franquismo impensable en cualquier país europeo que ha conocido de cerca lo que significa un régimen totalitario. Lo último que se le ocurriría a la extrema derecha en Francia es reivindicar, aunque fuera veladamente, la figura del mariscal Pétain o, en Alemania, romper el consenso básico sobre lo que significó el nazismo y sus causas. Los ciudadanos de Francia y Alemania comparten una historia común que en demasiadas ocasiones se le escapa a los españoles.

Efecto manada

El colaborador necesario suelen ser determinados medios de comunicación y políticos de escasa talla que hacen las veces de cabeza de manada de bisontes, utilizando una expresión muy bursátil. El efecto manada, como se sabe, consiste en que cuando el animal que está en cabeza se mueve de forma repentina, el resto del rebaño lo sigue de forma disciplinada, provocando una estampida de irreparables consecuencias, llevándose por delante todo lo que está delante, aunque sea la verdad.

Foto: Un hombre rinde homenaje a las víctimas de los atentados del 11-M en la estación de Atocha, Madrid, el 11 de marzo de 2004. (Reuters) Opinión
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Y eso es lo que ha sucedido históricamente con el 11-M, que en lugar de recordar a las víctimas, algunos lo quisieron convertir en un falso curso de criminología o de historia narrativa con escasos fundamentos analíticos. Probablemente, porque no importan ni la verdad ni la reparación de las víctimas, sino el desgaste político. No es un asunto baladí. Hasta las propias asociaciones de víctimas del 11-M han sido pasto de esta división y hoy la unidad es una quimera, lo que muestra con tristeza hasta qué punto se ha colado en los entresijos del sistema un atentado que debería unir, más que separar.

Conocer el pasado, sin embargo, y como también sostenía el propio Hobsbawm, es la mejor herramienta analítica para enfrentarse al cambio constante que se produce en sociedades necesariamente dinámicas. Precisamente, porque una lectura desapasionada, sin apriorismos, proporciona el suficiente material para distinguir lo importante de lo que es residual. Y parece fuera de toda duda que lo primero son las víctimas y, en paralelo, poner los medios necesarios para evitar nuevos atentados y comprender por qué pasó lo que pasó. En definitiva, un ejercicio de honestidad intelectual incompatible con la demagogia.

Sustituir la historia por el mito es una vieja estrategia. Tan vieja que todos los nacionalismos, también aquellos que hoy se han asentado en el poder tras la construcción de un Estado, se han entregado con armas y bagajes a un instrumento tan útil de dominación ideológica. El historiador Eric Hobsbawm lo vinculó a que “los gobiernos tienen el poder de decidir lo que se escribe en los libros de textos”. Es decir, hay una versión oficial que con el tiempo se convierte en las tablas de la ley hasta que alguien la pone en cuarentena con dudas razonables.

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