El matrimonio que vigila un pueblo entero: así es la vida sin ningún vecino a tu alrededor
Llegados desde Madrid a La Riba de Santiuste, conviven con sus hijos de 22 y 11 años. Pueden estar semanas sin cruzarse con nadie por las calles, mientras hacen su particular ronda para ver que todo sigue en orden en este pueblo cercano a La Alcarria
Ana y Alberto son los guardianes de un pueblo que lucha por no extinguirse en el olvido del invierno. Asentados en La Riba de Santiuste (Guadalajara), esta administrativa y este albañil se han convertido en las únicas personas que viven en un municipio con 12 personas empadronadas. Junto a sus dos hijos, su vida pivota entre los viajes en coche a Sigüenza y los paseos diarios por el pueblo para cerciorarse de que no hay desperfecto alguno en las viviendas. Les gusta su vida, pero también les gustaría que la Administración cuidara más del mundo rural. Esta es la historia de dos madrileños que huyeron de la capital para convertirse en la referencia de decenas de familias.
Cuando hace 18 años a Alberto Martínez le querían enviar fuera de España por motivos laborales, su familia encontró un nuevo hogar en la casa que él mismo había construido en La Riba para pasar los fines de semana. Sus propias manos levantaron y esculpieron la piedra que ahora cobija a las únicas personas que habitan de forma continuada este enclave coronado por un castillo medieval que hace las delicias de autóctonos y visitantes. “Por la zona había pocos albañiles y desde que empezamos a venir ya me iban pidiendo trabajillos. Aunque bajaron los ingresos cuando dejamos Madrid, vimos que podíamos vivir bien aquí”, relata en la puerta de su casa.
Ahora se ha convertido en el alcalde pedáneo, ya que el pueblo pertenece administrativamente a Sigüenza. Se encarga de que las comodidades más que asentadas en las urbes también lleguen al pueblo: “Antes había solo 14 líneas de teléfono y conseguí que llegara internet, un poco de aquella manera. Eso ha permitido que la gente se pueda quedar algo más de tiempo teletrabajando”, dice el albañil.
Su día a día es fácil, nada fuera de lo normal, excepto porque el coche se convierte en algo indispensable para poder sobrevivir. Sin ningún local ni comercio, en La Riba el único negocio que hay son dos casas rurales que casi todos los fines de semana tienen huéspedes. Lo más parecido al mercado que tienen es el panadero, frutero y el del camión de los congelados que, cuando arriban al pueblo, hacen sonar su claxon para avisar de su llegada.
El único niño
Tanto él como Ana Martínez trabajan en Sigüenza, por lo que cualquier imprevisto se puede solventar en la ciudad de referencia. Pero no están solos. Con ellos viven Dani, de 22 años, y Darío, este último el más pequeño de la casa que, con 11 años, empieza a sentir los estragos de ser el único niño pequeño que vive en el pueblo. “Los fines de semana siempre viene algún chavalín más, así que juegan por aquí. Si no, otro día subimos a Sigüenza para que esté con sus amigos del cole”, comenta el padre, de 55 años. Un cole al que Darío acude en bus, en la ruta que recoge cada día a los escolares de los pueblos pedáneos.
La madre piensa que "hay que administrar muy bien el tiempo" para que no se conviertan en esclavos y tengan que ir a Sigüenza tres veces al día. "Ahora Darío se pregunta que por qué vive aquí, que qué mierda de pueblo, pero intentamos explicarle las circunstancias. No por ser el pequeño se los vamos a consentir todo", enfatiza Ana en el salón de su casa.
Particulares de La Riba
En La Riba, todos se conocen, para bien y para mal. Sí es cierto que algunas personas decidieron quedarse en el pueblo al saber que Alberto y Ana estarían de forma permanente, pero siguen siendo muy pocas. "La gente viene cada dos o tres meses y en verano. En invierno ni aparecen. Te da un poco la sensación de que tienes que estar pendiente de todo, ver todas las tardes que las puertas de las casas están bien cerradas, que no se ha reventado alguna tubería por el hielo…", desarrolla el actual oficial de la brigada de albañilería del Ayuntamiento de Sigüenza.
En él recae la mayor confianza de un pueblo que parece que duerme hasta la llegada de la época estival. Para entonces, Alberto habrá arreglado cualquier desperfecto acaecido durante el largo y duro invierno. Ya en verano, el pilón se convierte en el epicentro de la vida social de La Riba, el lugar de paso más frecuentado junto al frontón y la cancha de baloncesto que hay a las afueras, camino del castillo, aunque sea a escasos 150 metros del centro ribeño.
Aquí, las cosas van a otro ritmo. La familia apenas está contaminada por los vaivenes y el frenesí de las grandes ciudades, y es que el paraje acompaña a esta aclimatación. En La Riba no hay aceras, pero sí grandes cuestas. No hay pubs ni discotecas, pero sí corzos y jabalíes que se pasean por el empedrado a la noche. No hay un supermercado, pero sí algún vecino dispuesto a prestarte todo lo que necesites. El camión de la basura pasa una vez cada semana en verano y cada dos semanas en invierno.
Ana integra la plantilla administrativa del registro de la propiedad de Sigüenza. Ella tiene 52 años y, en su caso, sí se imaginó que terminaría en un lugar como este. Cuando vivía en Vicálvaro, trabajaba en una empresa de formación de comerciales y directivos en El Pinar de Las Rozas. "No echo de menos ningún otro sitio. Solo por la familia, por verla más a menudo, pero ya está", expresa.
Está muy contenta de vivir en La Riba, en parte por el trato con los vecinos: "En una ciudad tú llegas a tu casa y aunque tengas 10, 40 o 200 vecinos, no los conoces, apenas tienes contacto con ellos". En este pueblo, la confianza es tan profunda que Ana y Alberto guardan algunas llaves de las viviendas de sus vecinos, por lo que pudiera pasar. Asimismo, entre los aspectos negativos destaca la soledad no deseada, es decir, no tener a nadie que les eche una mano en caso de necesitarla.
Un castillo y despoblación
La principal atracción del pueblo, incluso por delante de la zona en la que se ubica, de gran riqueza en cuanto a flora, fauna y composición mineral al haber habido un mar interior en el lugar, es el castillo. En manos privadas, que se pudiera visitar sería una gran noticia para La Riba por la gente que atraería. "El arqueólogo de Sigüenza está intentando que haya más estudios sobre él con permiso del dueño para averiguar su historia", apunta Alberto.
Si llegan a conseguir que el castillo sea visitable, significaría dar un gran paso en la evolución de un pueblo que se resiste a morir, al igual que ocurrió con la llegada de internet. "Esto me tocó pelearlo mucho con Sigüenza. Ahora llega algo de cobertura móvil, pero no para todos los operadores. Al menos podemos trabajar, porque al principio yo no podía ni mandar presupuestos", subraya Alberto mientras camina hacia las afueras del pueblo. Aquello fue un revulsivo, casi al mismo nivel que lo que supuso para La Riba que una pareja joven decidiera quedarse a vivir en ella.
"Sabiendo que nos quedábamos, hubo algunas de las personas de toda la vida del pueblo que también quisieron estar aquí más tiempo. Los hijos nos dijeron que si no nos importaba echarles una mano de vez en cuando y a nosotros no nos cuesta nada. Sabiendo que hay coche, si pasa algo salimos escopetados y ya está", se explaya el albañil.
Pero el tiempo, aunque algo más lento, también pasa. De aquella gente mayor que decidió quedarse, cinco personas ya han fallecido. Alberto ha abierto agujeros en el cementerio, de hecho. De todas formas, el matrimonio sigue siendo como los sobrinos que cuidan de aquellas generaciones predecesoras.
En resumidas cuentas, falta gente, y falta gente joven. "A mí lo que me da pena son las pocas ayudas de la Administración para que la gente se venga a vivir a los pueblos, porque mucha quiere, pero no puede. Si pusieran los servicios necesarios, la cosa cambiaría", opina Ana. A pesar de que la España vacía pasó a ser la España vaciada, esta victoria en el lenguaje no se ha materializado en la vida terrenal de unos pueblos condenados a la desaparición si no se les inyecta nueva sangre. Ana y Alberto luchan por ello.
Ana y Alberto son los guardianes de un pueblo que lucha por no extinguirse en el olvido del invierno. Asentados en La Riba de Santiuste (Guadalajara), esta administrativa y este albañil se han convertido en las únicas personas que viven en un municipio con 12 personas empadronadas. Junto a sus dos hijos, su vida pivota entre los viajes en coche a Sigüenza y los paseos diarios por el pueblo para cerciorarse de que no hay desperfecto alguno en las viviendas. Les gusta su vida, pero también les gustaría que la Administración cuidara más del mundo rural. Esta es la historia de dos madrileños que huyeron de la capital para convertirse en la referencia de decenas de familias.
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