Flores, tumbas y las manos de las mujeres: lo que cuentan los cementerios el Día de Todos los Santos
Llega el otoño y crecen las noches, el frío, el silencio y una bocanada de lenguaje se arrastra como asunto colectivo: limpiar los nichos de nuestros muertos y disponer flores frescas sobre sus tumbas
Dice Edgar Allan Poe en El entierro prematuro que "los límites que separan a la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, vagos e indefinidos. ¿Quién puede decir dónde termina una y dónde empieza la otra?". A lo largo de la historia, la actitud de las culturas que la componen hacia esta se ha visto reflejada en la construcción de un camino lingüístico de palabras y gestos, sobre todo gestos, que parecen florecer cuando empieza el mes de noviembre.
Justo cuando crecen las noches, el frío y el silencio, una bocanada de lenguaje se arrastra como asunto colectivo: disponer flores frescas sobre las tumbas de nuestros muertos, limpiar los nichos, colocar repletos de vida nueva los pequeños jarrones que reposan junto al nombre de quien yace entre la naturaleza que se enferma y se descompone. Caen las hojas y los cementerios se llenan de mujeres recolocando ese rumbo perdido.
Suena el líquido escurriéndose entre sus manos, remangadas todas ellas mientras frotan el mármol con bayetas y cubos de agua. De nuevo son las mujeres las que cuidan, gratis, un espacio físico, manteniendo la memoria y el recuerdo, como apunta Rocío Santos en La Poderío. Así se sostiene el lamento humano en los días previos a la festividad de Todos los Santos. Van pasándose la escalera, se apresuran a la otra para apoyarla en su faena y en su llanto. Muchos cementerios rurales, recuerda Santos con la mirada puesta en Andalucía, pueden llegar a albergar tapias de hasta seis filas de nichos que crecen hacia arriba, "creando un laberinto de calles solitarias donde el dolor parece encerrarse y esconderse de otras miradas, en un ejercicio heredado de nuestras raíces musulmanas".
El lugar para sueño eterno
Del griego koemeterium, no es otra cosa que "lugar donde se duerme". Durante la Antigüedad, en Grecia, la muerte representaba una forma de sueño eterno, una fase de transición en la vida de una familia en la que las mujeres, a las que correspondían las tareas básicas del mantenimiento del grupo, debían establecer diversas actividades rituales en torno a la defunción cuando llegaba.
De hecho, ya entonces, la implicación femenina en el tratamiento de la muerte debía prolongarse durante años en las visitas posteriores a los cementerios. "Las mujeres se preocupaban de adornar las tumbas con guirnaldas o cintas y de mantenerlas como símbolo de la relación entre los miembros vivos y muertos de la unidad familiar", apuntan desde Past Women. Poco parece haber cambiado.
Los ritos funerarios aún se pueden examinar en el marco de las relaciones familiares y de los roles establecidos para cada género a la hora de afrontar el duelo. Desde la antropología, Metcalf y Huntingdon en 1991 o Scheper-Hughes en 1992 observaron, por ejemplo, la notable repetición en diferentes culturas de los rituales femeninos de duelo hasta la actualidad: en muchas sociedades tradicionales, las mujeres preparan el cuerpo para su entierro, no se oponen al llanto, asumen el luto en la apariencia o, incluso, se encargan de portar el daño que deja la ausencia.
Las mujeres para la estética
Como sostiene Bloch, al absorber los aspectos sucios de la muerte y la descomposición, ellas permiten al resto de la comunidad centrarse en lo trascendental, los aspectos sobrenaturales de la muerte se convierten así en una forma de recreación espiritual.
Es entre finales de octubre y principios de noviembre cuando todas estas ideas asumidas rebrotan como un cajón de sastre en los cementerios. Aquí coexisten el urbanismo, el paisaje y las artes desde la Antigüedad. Así, por ejemplo, además de las fiestas fúnebres llamadas Lemurias, y de las Ferales y Carístias, en la Antigua Roma se celebraban en verano las Rosálias, en las cuales se esparcían rosas sobre las tumbas, porque la rosa era el emblema de la muerte y del silencio. Por esto mismo, a la diosa funeraria Hécate se la presentaba coronada de rosas.
Cada una de las civilizaciones desde entonces han manifestado estas dinámicas a lo largo de los tiempos con el fin de reflejar tanto el origen de la vida como el devenir de esta, según la marca más popular del momento en la psique de todas las personas, entre la religión, la superstición y la ciencia.
Una metáfora natural
En cualquier caso, la estética siempre ha ido unida a la higiene y el cuidado corporal, por lo que aquellas mujeres encargadas de cuidar el cuerpo eran también las encargadas de adornarlo, porque un cuerpo desnudo no parece suficiente. Nace de ello una especie de arte sumergido en el silencio que supone su finalidad. Pero las flores, ¿a quién reconfortan las flores?
Desde la Antigüedad, además, explica Ángel Enrique Salvo Tierra en The Conversation, la vinculación entre enterramientos y árboles ha sido una constante, "basada en la creencia de que la inmortalidad de los árboles servía de cobijo para el depósito de las almas. Estas, a través del tránsito de la savia, se elevaban desde las profundas raíces de la oscuridad hacia las altas ramas en busca de la luz".
No tardó, por tanto, en convertirse en un modo de salvación más para los vivos que para los muertos. Una salvación guiada por las manos femeninas. En este sentido, Rosario Assunto, en su ensayo sobre la ontología y la teleología del jardín, cuenta que el jardín funerario alcanza el más sublime grado artístico. Lo hace porque dispone de una ontología propia, basada en la relación entre la vida y la muerte. La primera, representada por la vegetación en constante renovación, y la segunda, entendiendo el lugar como el espacio que separa lo material y lo espiritual.
Que los muertos no se olviden de los vivos
El jardín funerario alcanza ese grado artístico, además porque dispone de una teleología, señala este profesor de Botánica de la Universidad de Málaga. "En las causas finales del jardín funerario, arte y naturaleza se integran en pos de un mensaje común: el eterno retorno. Así, los conceptos de sueño eterno y renovación de la vida han sentado las bases, en todas las culturas, del arte jardinístico funerario".
Al hacer las cosas de una manera tan culturalmente definida, se establece la convicción de que lo perdurable y eterno proviene de la historia misma, de la perseverancia y, si de eso se trata, no hay nada que persevere más que la flora. Un pedazo de ella, de su fuerza incesante, bastará para los muertos no se olviden de los vivos.
En su opúsculo Principios de Botánica funeraria, Celestino Barrallat recogía en 1885 buena parte de estas concepciones y tradiciones. Las sistematiza en dos grandes grupos de símbolos vegetales: los celestiales, como la palmera o la viña, vinculados a lo sagrado, a la luz y a la resurrección; y los infernales, como la yedra o la ruda, relacionados con lo luciferino, con la sombra y lo mefítico.
De los lirios a las rosas
La colocación de macetas y coronas con plantas vivas en recuerdo de quienes ya no están se proclama hoy como un impulso que pertenece al subconsciente. Historiadores e historiadoras han planteado varias teorías sobre el porqué de esta tendencia eterna que plantea que los muertos necesitan adornos, guirnaldas y color. Hay quien sostiene, en este sentido, que en sus orígenes tal vez tuvo que ver con reivindicar la valentía con la que la persona fallecida se había enfrentado a las consecuencias de la vida, mereciendo ser enterrado como héroe; otros consideran que a los muertos se les llevaban coronas heroicas para añadir dignidad y brillo a sus figuras.
Con ello, el crisantemo, el lirio, la azucena y la rosa adquieren el mayor protagonismo de la simbólica cristiana tan presente en la iconografía funeraria. Aparecen, de hecho, en muchos mitos griegos asociadas a las divinidades. En el caso de los lirios, también están muy presentes en la narrativa católica como símbolo de la pureza de la Virgen María.
No obstante, desde su introducción en el siglo XIII en Europa, el clavel es también muy apreciado para este día, vinculándose por su forma, olor y color con una de las insignias de la crucifixión cristiana. Según la leyenda, esta flor surgió de la caída a la tierra de la sangre de Cristo. Con todas ellas, la ciudad de los muertos luce hoy, en muchos casos, una ciudad construida bajo la estructura y los principios de lo vivo. Una ciudad análoga donde constructos como el estatus y el género nunca mueren.
Dice Edgar Allan Poe en El entierro prematuro que "los límites que separan a la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, vagos e indefinidos. ¿Quién puede decir dónde termina una y dónde empieza la otra?". A lo largo de la historia, la actitud de las culturas que la componen hacia esta se ha visto reflejada en la construcción de un camino lingüístico de palabras y gestos, sobre todo gestos, que parecen florecer cuando empieza el mes de noviembre.