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'Altsasu': una obra importante y necesaria contra todos los fanatismos y censuras
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'Altsasu': una obra importante y necesaria contra todos los fanatismos y censuras

La obra de María Goiricelaya es un pulcro ejercicio de equilibrio en el que se exponen odios larvados durante mucho tiempo. Tiene todas las entradas agotadas en el Teatro de la Abadía

Foto: Los actores como los agresores, en 'Altsasu'.
Los actores como los agresores, en 'Altsasu'.

Llegó Altsasu a Madrid rodeada de ruido. Un estruendo que sonaba a otros tiempos, con peticiones de cancelación, de prohibición, con pancartas y gritos delante del Teatro de la Abadía. Los nacidos después de la muerte de Franco nunca habíamos visto eso antes de un estreno teatral. La obra, por supuesto, se estrenó con un patio de butacas lleno —suele ser el efecto que provocan los sinsentidos—, y agotó entradas para todas las funciones. Este miércoles volvió a ser así. Y al acabar, muchos aplausos, algunas personas en pie y, sobre todo, ningún percance.

Porque no lo puede haber si se ve este montaje que ha creado María Goiricelaya y su compañía La dramática errante. El tema no era fácil: cómo abordar lo que ocurrió aquel 15 de octubre de 2016 en que una agresión a dos guardias civil de paisano y sus parejas por parte de varios chavales en la localidad navarra de Altsasu acabó con detenidos, acusados por la Fiscalía de terrorismo y juzgados en la Audiencia Nacional. Un caso que removió la sociedad, calentó tertulias y redes sociales, polarizó y demostró que queda trabajo por hacer en aras de la convivencia.

placeholder Los actores como los guardias civiles y sus parejas, en 'Altsasu'.
Los actores como los guardias civiles y sus parejas, en 'Altsasu'.

Precisamente, como ha señalado Goiricelaya en numerosas entrevistas, ese era su objetivo. Hablar, exponer los hechos para cicatrizar heridas. De un lado y del otro. Desde el minuto uno de la obra tenemos a todos los protagonistas, un trabajo que hacen cuatro actores (Aitor Borobia, Nagore González, Ane Pikaza, Egoitz Sánchez) quienes se intercambian todos los papeles, desde los agredidos a los agresores, fiscales, abogados, jueces, periodistas, tuiteros… Y el espectador nunca se pierde. Juegan mucho con el vestuario y lo hacen de forma espectacular: sudaderas y capuchas para los agresores, que de vez en cuando hablan en euskera, y camisas blancas, planchadas y polos para los agredidos, que siempre hablan en castellano (y algunos con acento andaluz). Y no paran. La obra corre como la pólvora en un escenario minimalista con apenas unas sillas, pero en el que lo ves todo: el bar Koska donde sucedió la pelea, el juzgado, la cárcel, el coche en el que los familiares van a visitar a los encarcelados, la casa donde viven los agredidos y reciben amenazas… La escenografía y la dirección son uno de los grandes puntos de la obra.

Vayamos al contenido. Y sí, Goiricelaya se ha cuidado mucho en no descolgarse por ningún margen. Tenemos a los agresores y hay fanatismo. Hay pintadas en el cuartel de la guardia civil diciendo que se marchen. Atendemos a cómo una de las parejas de uno de los guardias, una joven de padres ecuatorianos que había vivido sus 20 años en Altsasu, es increpada y es abandonada por quienes creía sus amigos (“ETA ya no dispara, pero sigue matando”, dice en uno de los momentos de la obra). Vemos cómo una de las parejas recibe una carta en la que amenazan a su hija, que es tan solo un bebé. Goiricelaya ni se esconde ni lo esconde: observamos el odio larvado durante tanto tiempo.

Tenemos también a los agredidos. Y los gritos de Viva España. Y las pruebas un tanto parciales con respecto a las heridas que sufrieron los guardias —se hace hincapié en que no eran tan graves—, y las voces de periodistas y políticos pidiendo penas más grandes, que lleguen a lo máximo, hasta 50 años de cárcel se escucha en algún momento, lo que no deja de ser otra forma de fanatismo, según la obra, que también refleja cómo en el juicio se intentó demostrar la pertenencia de los agresores a cualquier organización juvenil relacionada con ETA. Se escucha a una madre que sufre por la paliza recibida por su hijo, que no perdona, pero que también dice que no odia. Y se escuchan otros casos de agresiones a guardias civiles cuyos agresores jamás se enfrentaron a un delito de terrorismo, quizá donde la directora y creadora más se expone.

Durante el montaje, lo que más se desprende es la búsqueda de equilibrio y su crítica a cómo esos odios interesan a las dos partes

Porque, durante los 90 minutos que dura el montaje, lo que más se desprende es la búsqueda de equilibrio entre los fanatismos y los odios. Y su crítica a cómo esos odios interesan a las dos partes. Por supuesto, hay víctimas y victimarios. El guardia civil sufre los golpes, los insultos, totalmente inasumibles y perfectamente denunciables. Pero también hay una mirada muy dura hacia un Estado que puede acusar de terrorismo sin pruebas. Y hay folclore e identidad vasca: la obra, efectivamente, viene de ahí.

De esta incesante búsqueda de equilibrio sería de lo que más adolece la obra: se queda fría. Lo decíamos al principio: Altsasu no es tarea fácil. Es una grieta que persiste en la sociedad, pero de la que afortunadamente cada vez se habla más y con más tranquilidad. En los últimos años, ha habido otras obras que han abordado, por ejemplo, la vía Nanclares como La mirada del otro, de Proyecto 43-2, que fueron los pioneros en 2016 y que también les costó alguna censura, pero que incluso ha dado lugar a películas como Maixabel y otros montajes como Nuestros muertos, de Laila Ripoll y que también se puede ver estos días en Madrid en la sala Cuarta Pared. Curiosamente, Maixabel fue a los Goya y esta obra no ha despertado ningún tipo de polémica (el ciudadano medio ni siquiera sabrá que se ha estrenado).

La pulcritud, no pisar (excesivos) charcos, mostrar todas las heridas. El resultado es un montaje gélido y que deja fuera toda posible emoción, pero importante y necesario. Un muy buen paso contra la censura.

Llegó Altsasu a Madrid rodeada de ruido. Un estruendo que sonaba a otros tiempos, con peticiones de cancelación, de prohibición, con pancartas y gritos delante del Teatro de la Abadía. Los nacidos después de la muerte de Franco nunca habíamos visto eso antes de un estreno teatral. La obra, por supuesto, se estrenó con un patio de butacas lleno —suele ser el efecto que provocan los sinsentidos—, y agotó entradas para todas las funciones. Este miércoles volvió a ser así. Y al acabar, muchos aplausos, algunas personas en pie y, sobre todo, ningún percance.

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