'Maixabel': cuando ETA deje de ser tabú
Tras su paso por la Sección Oficial de San Sebastián, Icíar Bollaín estrena su drama sobre los encuentros entre Maixabel Lasa y los asesinos de su marido
Sin libertad no hay arte. Y los discursos sobre ETA siguen hoy presos de unos tabúes que, aunque poco a poco se van superando, siguen lastrando la capacidad de ahondar en los aspectos más dolorosos y contradictorios de los años de plomo. Si ya solo el cartel de 'Patria' despertó críticas sobre una supuesta equidistancia entre el dolor de las víctimas y de las familias de los terroristas —supuesta porque la serie de Aitor Gabilondo, en ese momento, siquiera se había estrenado—, cualquier guionista andará midiendo palabras, equilibrios, vadeando posibles malentendidos que pudieran hacer parecer que la obra no es justa, o simpatiza con los verdugos, o 'humaniza' a los asesinos —un concepto apasionante cuando se habla de seres humanos—. Por eso, en España, cualquier relato que retrate el conflicto vasco nacerá, de momento, lisiada.
Icíar Bollaín ha intentado en 'Maixabel' —su décimo largometraje a la dirección—, al menos, comprender a aquellos que decidieron que la pena de muerte era una demostración de barbarismo pero el tiro en la nuca una reivindicación justificada. Lo hace a través de la historia real de Maixabel Lasa, viuda de Juan María Jáuregui, exgobernador de Guipúzcoa asesinado por ETA en el año 2000. Lo que diferencia el caso de Lasa de los de los cientos de viudas, viudos y huérfanos que dejó la banda terrorista durante sus más de 50 años de existencia es que la mujer, que acabó siendo la directora de la Oficina de Atención a las Víctimas del Terrorismo del Gobierno vasco, formó parte de un plan de encuentros de mediación que sentó a la misma mesa a etarras y familiares de los asesinados.
En su alegato por la concordia, la capacidad de perdón y el arrepentimiento, Bollaín prima la necesidad de emocionar a través del dolor de los personajes frente a la narrativa cinematográfica. Blanca Portillo interpreta a Maixabel, una mujer políticamente comprometida y abierta, que a pesar de la tragedia no quiere perder la capacidad de diálogo, incluso con los asesinos de su marido. Luis Tosar es Etxezarreta y Urko Olazabal es Luis Carrasco, dos de los integrantes del comando que acabó con la vida de Jáuregui. En un principio, Bollaín opta por las líneas temporales paralelas, saltando del punto de vista de la mujer al de los terroristas. A través de varias elipsis, 'Maixabel' se centra en momentos puntuales a lo largo de más de una década: el día del asesinato, el juicio, la propuesta de las entrevistas dentro de la cárcel y los encuentros entre Maixabel, Etxezarreta y Carrasco.
Durante las conversaciones entre los personajes, Bollaín apunta a cómo el fanatismo distanció a personas que, quizás en el fondo, no estaban tan lejos ideológicamente: la línea roja estaba, simplemente, en la aceptación de la violencia como herramienta política. Etxezarreta, por ejemplo, relata cómo en una época en la que los movimientos de liberación se presentaban ante la opinión pública bajo un prisma romántico, el camino natural de muchos jóvenes de la izquierda nacionalista del País Vasco desembocaba en ETA. Paradójicamente, el propio Jáuregui comenzó militando en ETA, pero, como crítica Maixabel, no significaba lo mismo la militancia a principios de los sesenta, cuando la organización no llevaba a las espaldas cientos de muertes, que en el año 2000, cuando la banda terrorista encontraba ya poca justificación a su lucha armada.
La directora guarda espacio para empatizar, hasta cierto punto, con las contradicciones de los miembros de ETA que se encuentran en la cárcel: en una escena en la que varios etarras se reúnen en la cárcel de Nanclares de la Oca con una mediadora, la película expone cuestiones como el miedo a ser represaliado por salirse de la línea oficial, la sensación de haber sido abandonados y de haber perdido el tiempo por haberse entregado a una causa de la que, al final, eran simples peones, o las disquisiciones sobre si ellos individualmente deberían pedir perdón a las víctimas o debería hacerlo la organización colectivamente.
Por otro lado, a través del personaje de Maixabel, también entendemos la incomprensión a la que se enfrentó una mujer que apostó por el diálogo como una manera de comprender al enemigo, pero también como una terapia que le permitió reconciliarse consigo misma. Bollaín comprende el dolor de unas víctimas que no murieron en el momento del asesinato, sino que ya habían perdido la posibilidad de una vida normal en el mismo momento que la banda los apuntó como objetivos. Jáuregui, por ejemplo, había tenido que separarse de su familia y marcharse a vivir a Chile; cuando le descerrajaron dos balas en la cabeza había venido a Tolosa a visitar a su mujer y su hija.
Sin mayores pretensiones que las de la emoción y la concordia social, 'Maixabel' insiste en la necesidad de diálogo y ya, por ello, es valiosa como ejercicio de empatía. La interpretación de Olazabal, además, facilita mucho el acercamiento a un personaje que, sobre el papel, provoca un inevitable rechazo. El actor dota de una humanidad infinita a un hombre arrepentido y conflictuado con su propia naturaleza, que no le deja vivir consigo mismo. Quizá la fidelidad a los hechos, y la inclusión de este personaje que coge mayor protagonismo en los compases centrales de la película, hacen que el peso de Tosar quede algo deslucido dentro de la historia. Y, al menos, 'Maixabel' representa un nuevo inicio en el que, cada vez queda más cerca, la posibilidad de hablar de la historia de España dejando a un lado los odios viscerales.
Sin libertad no hay arte. Y los discursos sobre ETA siguen hoy presos de unos tabúes que, aunque poco a poco se van superando, siguen lastrando la capacidad de ahondar en los aspectos más dolorosos y contradictorios de los años de plomo. Si ya solo el cartel de 'Patria' despertó críticas sobre una supuesta equidistancia entre el dolor de las víctimas y de las familias de los terroristas —supuesta porque la serie de Aitor Gabilondo, en ese momento, siquiera se había estrenado—, cualquier guionista andará midiendo palabras, equilibrios, vadeando posibles malentendidos que pudieran hacer parecer que la obra no es justa, o simpatiza con los verdugos, o 'humaniza' a los asesinos —un concepto apasionante cuando se habla de seres humanos—. Por eso, en España, cualquier relato que retrate el conflicto vasco nacerá, de momento, lisiada.
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