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Esa gente que desea que llegue el fin de semana para estar sola y no ver a nadie
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Esa gente que desea que llegue el fin de semana para estar sola y no ver a nadie

Cada vez encuentro a más personas que dedican el 'finde' a no hacer nada. Por una parte, estamos agotados; por otra, nos rebelamos contra el consumismo (o no tenemos un euro)

Foto: Llega la epidemia de soledad deseada. (iStock)
Llega la epidemia de soledad deseada. (iStock)
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La mañana de las elecciones (las pasadas, no las próximas) apareció en televisión una señora que afirmaba, a las nueve de la mañana, que había ido a votar pronto porque quería pasarse el resto del día leyendo. Planazo de domingo. Llegas a casa a las diez como tarde, te pones las pantuflas, y si le quitas el tiempo destinado a cocinar, miccionar y otras necesidades humanas, la jornada electoral te da para leerte Guerra y paz. Dos veces.

La buena mujer me recordó a un amigo que desde hace años no hace nada, absolutamente nada, los fines de semana. Ni fiesta, ni cine, ni cenas, solo tiempo para sí mismo, con honrosas excepciones (yo). Puede pasarse las 48 horas del finde sin ver a nadie y no lo echa de menos. Encaja con su personalidad. Es un tipo culto, lector, extrovertido pero analítico, que invierte ese tiempo en sí mismo. En su formación, en su bienestar y en sí mismo, signifique eso lo que signifique.

Cuando llega el fin de semana, lo único que quieren es que el mundo les olvide

Durante los últimos años, he visto cómo cada vez más personas se apuntaban a esa huelga de brazos caídos durante los fines de semana. Al principio eran treintañeros solteros con capacidad adquisitiva, cierto nivel cultural y trabajos exigentes y al final ha terminado siendo todo el mundo que se lo ha podido permitir, sobre todo después de la pandemia, que nos redescubrió la comodidad del hogar: veinteañeros, cuarentones, niños y ancianos, que cuando llega el viernes lo único que quieren es que nadie les moleste, bajar las persianas y olvidarse de todo o que el mundo los olvide a ellos.

Los viernes por la noche, esos que en el pasado eran el paraíso de la clase trabajadora (hay todo un subgénero de canciones sobre el viernes: Friday on My Mind de los Easybeats, Friday I’m in Love de The Cure, Last Friday Night de Katy Perry), ahora son el momento de dejar de socializar. Llegar a casa y ponerse una peli, o mejor aún, saltar del ordenador del salón a la cama del dormitorio, de una habitación a otra, y mañana será otro día. El viernes por la noche, hordas de personas agotadas hablan por WhatsApp con otras personas tan agotadas como ellos sobre lo cansados que están en un aislamiento compartido.

Esta epidemia de soledad deseada muestra algunos de los cambios sociales que están operando. En primer lugar, el más obvio: estamos cansados, y no solo lo estamos, sino que nos encanta hablar de ello. Aunque quizá exageramos (otro día hablamos de esto), raro es quien no ha tenido la sensación de irse descomponiendo mental y físicamente a medida que avanzaba la semana hasta llegar al finde hecho fosfatina. Así que empleamos nuestro viernes en recuperarnos para el sábado, cuando intentamos darlo todo, y de repente nos plantamos el domingo por la noche, sintiéndonos culpables por haber perdido el tiempo. ¿Salir dos días seguidos? Ni puedo, ni quiero aunque pudiera.

Otra pista la da la frase "tiempo para uno mismo", que suele ser sinónimo de estar solo, como si el tiempo con los demás no fuese tuyo. ¿De quién es el resto del tiempo que nos queda, entonces? La respuesta obvia es la empresa que nos contrata, el trabajo, la vida laboral. Pero aunque estemos menos dispuestos a admitirlo, también están la familia, los amigos, los conocidos, todo eso que percibimos como compromisos que nos quitan el poco espacio que nos queda a nosotros. Tenemos la sensación de que nuestro tiempo no es nuestro, y que se lo entregamos a los demás.

Antes el tiempo normal era el de la vida y el trabajo, una excepción; hoy, al revés

El cansancio nos empuja a un individualismo que considera toda socialización como otra forma de regalar nuestro escaso tiempo. Empezamos a entender a los demás como una carga, más en un momento demográfico en el que cada vez somos menos para cuidar de más personas. Muchas veces, cuando decimos que queremos disponer de nuestro propio tiempo, lo que queremos decir es que no queremos aguantar a los demás por un rato, que nos dejen solitos. En un mundo donde es facilísimo entablar interacciones sociales instantáneas con casi cualquier persona que se nos ocurra, el aislamiento es la única manera de acabar con el ruido social.

Si idealizamos el pasado preindustrial es porque soñamos que entonces el tiempo normal era el de la vida y, el del trabajo, su paréntesis. Hoy ambos términos se han invertido y nuestro tiempo está organizado alrededor del trabajo. De hecho, que hablemos de tiempo de ocio solo tiene sentido en ese contexto, como el momento en el que el trabajador debe destinar a gastar el dinero que ha obtenido gracias a su esfuerzo: el fin de semana es el momento de desconectar y recargar pilas para volver a producir el lunes siguiente.

placeholder El típico sábado noche. (iStock)
El típico sábado noche. (iStock)

Eso implica sutilmente que ya no es tanto un tiempo para socializar como para recuperarnos física y mentalmente (disfrazado de autocuidado); que poco a poco, los eventos sociales (del guateque del sábado por la tarde a la misa del domingo por la mañana) empiecen a extenderse a lo largo de toda la semana de forma que uno puede salir lunes, martes, miércoles, jueves y que llegue el viernes y no tener ningún plan. Un tiempo para ser, por fin, uno mismo: mi amigo utilizaba ese tiempo libre para estudiar una carrera, seguir produciendo, seguir mejorándose. El sueño de la sociedad ultraproductiva del siglo XXI.

Cada vez hay más opciones de ocio en el hogar y menos opciones económicas de compartir esa clase de experiencias de manera colectiva. El cine ha sido sustituido por las plataformas, hay que comprar entrada para cualquier evento que te reúna con más de tres personas y falta poco para que las verbenas sean de pago. Así que, en ocasiones, ese aislamiento no es más que otra forma de economizar. Otro ajuste de expectativas: no tengo un duro así que no salgo, que como en casa, en ningún sitio.

La alegría de perderse cosas

Quizá el mayor de los placeres del confinamiento autoimpuesto del fin de semana es saber que te estás perdiendo todo, que no te has visto obligado a elegir entre un billón de opciones, que tú mismo has decidido lo que querías hacer, que es básicamente nada. Hace años se hablaba del FOMO, el miedo a perderse las cosas, y hoy del JOMO, la alegría de perderse las cosas. O "estar contento quedándose en casa y desconectando como una forma de autocuidado".

Es una revuelta ante la imposición de consumir sin parar en nuestro tiempo libre. Si antes uno se tiraba los pelos viendo los planazos de los demás, hoy, que hemos aprendido que todo ese tiempo, esfuerzo y dinero destinado a ser felices quizá no lo estuviese consiguiendo, nos tumbamos, enchufamos las stories y nos relajamos con un vaso de vino en la mano contentos de no estar en ese festival caótico, escalando esa montaña inescalable, comiendo esos ceviches indigestos o bebiendo ese garrafón.

La soledad deseada es un privilegio porque no todo el mundo se la puede permitir, y cuando es posible, solo lo es durante un breve período de tiempo. No puede estar solo el joven que no tiene cómo independizarse, el adulto que se ve obligado a compartir su vida con alguien a quien no ama pero a quien no puede abandonar, el que comparte piso de estudiantes. La soledad deseada es un lujo, como toda forma de recuperar el control de nuestras vidas. Uno de los lemas del consumo hoy es: relájate, disfruta de tu tiempo, tú te lo has ganado.

Quizá el 'boom' de la soledad deseada sea la antesala de otra de soledad indeseada

Como hijo único, soy capaz de divertirme solo, casi nunca echo de menos la presencia de los demás. Al menos, no para entretenerme. Pero también he aprendido a lo largo de los años la importancia de los otros, de conocer a gente distinta, cuanta más y más diferente, mejor, a veces hasta el punto de la bulimia social. Por eso hoy me cuesta tanto entender que haya quien pueda sobrevivir un fin de semana entero sin contacto humano.

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Me pregunto si esa soledad deseada tan codiciada no es la antesala de una epidemia de soledad indeseada que hace tiempo que ya da síntomas. Si toda esa gente que no tiene problema en quedarse un sábado por la noche en casa tendrá a quién llamar el día que echen de menos tener plan. Si a base de no encontrar tiempo para los demás y reservarlo para nosotros mismos no estamos diluyendo nuestras relaciones personales, o convirtiendo las que conservamos en instrumentales. Si a fuerza de aislarnos no estamos creando un mundo de individuos solos, cansados y fatigados de los demás, condenados a no tomarse jamás ese café pendiente que nunca llegará.

La mañana de las elecciones (las pasadas, no las próximas) apareció en televisión una señora que afirmaba, a las nueve de la mañana, que había ido a votar pronto porque quería pasarse el resto del día leyendo. Planazo de domingo. Llegas a casa a las diez como tarde, te pones las pantuflas, y si le quitas el tiempo destinado a cocinar, miccionar y otras necesidades humanas, la jornada electoral te da para leerte Guerra y paz. Dos veces.

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