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A Madrid la inventaron las chicas de provincias (y ahora se lo venden a precio de oro)
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A Madrid la inventaron las chicas de provincias (y ahora se lo venden a precio de oro)

El Madrid moderno, tal y como lo entendemos, lo crearon las chicas que llegaron de los pueblos de otras partes y que consiguieron que Madrid se convirtiese en la ciudad que ellas soñaban

Foto: Un milagro en el metro de Madrid (en el cartel). (CC/Javier Sánchez Salcedo)
Un milagro en el metro de Madrid (en el cartel). (CC/Javier Sánchez Salcedo)
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Lo siento, porque todos estamos hartos de ella, pero una de las descripciones más bellas de Madrid es la que perfiló Rafael Reig en Amor intempestivo. Perdón por la longitud de la cita, pero merece la pena:

"En pisos compartidos, en pensiones de la Gran Vía o de la calle San Mateo, fueron esas chicas de provincias las que inventaron aquella otra ciudad oculta en la capital de España. Casi de la nada, a partir de un puñado de barro, las provincianas, las pardalas, las isidras, las paletas construyeron una ciudad incandescente escondida en aquel poblachón manchego, un amanecer insomne y fulgurante, invisible para todos los demás. Venían a la capital con un sueño, un mapa dibujado a mano alzada en patios de recreo, en los lavabos de los bares —a los que iban de dos en dos para conspirar—, en la oscuridad del cine o en los bancos de los parques; y la ciudad no tuvo más remedio que ceder ante el empuje de su testaruda fantasía pueblerina, hasta convertirse en lo que ellas esperaban, lo que habían soñado, ese Madrid nocturno y febril en el que iban a ser pintoras, fotógrafas, poetas, cantantes o directoras de cine".

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Si alguien inventó el Madrid moderno, el Madrid que conocemos hoy, el Madrid que hoy utilizamos de vara de medir para el propio Madrid, son esas chicas de Ávila y Toledo, de Segovia y de Navarra, de Jaén y de Badajoz, que empezaron a llegar a la capital durante los setenta, ya no a servir sino a estudiar, y que desde entonces ya no han dejado de hacerlo. Fueron ellas las que convirtieron Madrid en una profecía autocumplida, en una hiperstición. Lo hicieron porque eran chicas que soñaban una vida infinita, frente al panorama reducido del pueblo, de la provincia y el hogar.

Amor intempestivo (Rafael Reig)

Madrid no era infinito, pero actuaron como si lo fuese. Por una sencilla razón: una ventaja económica y social que les otorgaba esa posición privilegiada de la que habla Reig cuando recuerda que eran hijas de agricultores acomodados, tenderos ricos, médicos, directores de banco o veterinarios. Personas de relieve en sus ciudades que en Madrid no eran nadie. Lo que esas chicas no querían era ser de relieve en sus ciudades, ni querían a esos chicos que aspiraban a ser algo en provincias: querían ser alguien en Madrid.

A Madrid la han ido inventando los pijos de fuera, que tenían dinero para hacerlo

Como tenían frustración, expectativas y posibles, crearon un Madrid que solo existía en los sueños más salvajes y provincianos, seguramente más que las chicas de barrio que ya sabían lo que daba de sí la ciudad, que no era tanto. Las de barrio eran esas chicas de la frase de Gloria Fuertes: "Madrid, cuatro millones de madrileños, y solo somos de Madrid los supervivientes y los pequeños". Eso es algo que sabemos los de aquí, de Madrid, pero que solo lo contamos con la boca pequeña: que Madrid la han ido inventando los de fuera, a menudo pijos de provincias que llegan aquí con sueños y una buena cuenta corriente, que son dos buenas cartas de presentación para construir cosas.

Esas chicas inventoras son las que aparecían en la primera secuencia de Laberinto de pasiones, en La Bobia del Rastro, al lado del dinero viejo de Alaska. Mariló, Julita, Belén y Paca son los nombres que da Reig, "unas pueblerinas que se habían hecho una idea disparatada de la capital, algo entre Babilonia y Hollywood". Una visión disparatada propia de los tiempos del posdesarrollismo y la primera democracia que conformaron ese espejismo que fue la Movida, que probablemente no existió hasta que alguien decidió hacer negocio con ella y que tan solo se trataba de lo de siempre, de lo de antes y de lo de ahora: veinte personas emborrachándose y liándose entre ellas en cuatro calles perpendiculares y paralelas.

Eran ellas, no ellos, porque Madrid era una fantasía femenina aunque estuviese llena de hombres, porque la vida en provincias era más opresiva para ellas y las fantasías solo brotan en las mentes más desesperadas. Uno de los grandes libros sobre Madrid, el de Andrés Trapiello, empieza precisamente así: con el autor huyendo de su pueblo castellanoleonés, llegando a la Estación del Norte con la primera luz del alba, buscando a una novia perdida (su prima) que le daría calabazas en poco tiempo. Pero, al menos, se quedaría con Madrid. Era una época de huida, ellas tenían más razones para huir que ellos, que tenían garantizado el poder en sus pueblos y ciudades de origen.

Esas chicas han seguido viniendo a Madrid a lo largo de las décadas y han sido nuestras novias, las de los chicos de aquí, de Madrid, de toda la vida. Nosotros conocimos España gracias a esas chicas que huyeron con sus sueños a la capital y que nos ofrecían en sus pupilas el reflejo de una ciudad mucho más bella, más interesante y con más posibilidades que lo que sospechábamos. Los madrileños hemos descubierto Madrid gracias a los forasteros.

Se quedaron con la parte fácil (el placer) y sortearon la difícil (hacer algo)

La consecuencia inevitable de la invención de ese Madrid burbujeante es que de pronto se convirtió en un objeto de deseo, y como toda pieza de lujo, empezó a ser cara, exclusiva y a tornarse en parque temático. Las chicas de provincia ya no tenían que inventar nada porque los comerciantes locales sabían cómo decorar la ciudad para encajar en los sueños proyectados de los jóvenes.

Esto generó una versión perversa de aquellas chicas de provincias que ahora se tornaron en diletantes hijos de la España del pelotazo. Estos prefirieron quedarse con la parte fácil de aquello (el placer, el ligar, el drogarse) y sortearon la difícil (el hacer algo con sus vidas). A estos los describe muy bien Ainhoa Rebolledo en Atractiva jugada perdedora: "Las familias de provincias enriquecidas durante la burbuja inmobiliaria eran las auténticas culpables de que Madrid fuera un feudo de vagos: mandaban a sus retoños a la capital para que hicieran algo, se mostraban orgullosas, pero en realidad no tenían el nivel cultural para juzgar la producción que financiaban (apenas un fanzine). El dinero, efectivamente, ayudaba a aplacar los nervios".

Utopías y distopías

Aún hay toledanas, castellanas, murcianas y valencianas inventoras, pero ya no tienen que esforzarse demasiado porque han llegado a una ciudad creada, empaquetada y vendida a un precio que pocos pueden pagar. Siguen teniendo sueños de salir de una vida estrecha al otro lado de Aranjuez, de la Sierra o de la Meseta, pero sus decepciones tal vez sean mayores porque soñaron grande y se encontraron con un pueblo manchego a precio de Disneyworld.

Ya no sueñan con Gran Vía, sino que sueñan con volver al pueblo

Exponía el profesor de Filosofía de la Universidad Carlos III Fernando Broncano que hay una parte de Madrid "ensimismada en su pequeña utopía de ciudad superior" que tiene claro a quién va a votar y otra que "sobrevive en una ciudad distópica" que no lo tiene tan claro. Cada vez es más común esa dicotomía que también aparece en la frase que puede escucharse en el spot electoral del PSOE: "¿No has sentido alguna vez que Madrid es como una fiesta exclusiva a la que no te han invitado?".

Si vivimos de profecía autocumplida en profecía autocumplida, pues las utopías no son otra cosa que prototipos que nos ayudan a crear la realidad, aceptar esa dicotomía puede conducir a la resignación de aceptar la existencia de dos Madrid, una para los privilegiados y otra que condena a la gente a marcharse. Debo de ser una de las pocas personas que hoy en día sigue apreciando la ciudad como idea, como punto de encuentro, que sigue amando la soledad de los tres millones de cadáveres, que considera que aún se pueden inventar cosas en las ciudades.

placeholder El futuro. (CC/Merche Lázaro)
El futuro. (CC/Merche Lázaro)

Pero hoy el camino es otro, el de la huida, esta vez a provincias, al exilio, que también siguieron algunas de las chicas de Reig: "Volvieron demasiado tarde, deshechas por la lluvia o por un viento desbocado; borradas por la lluvia o por un viento desbocado; borradas por la niebla; muñecas de trapo con el consuelo de haber inventado una ciudad".

La dirección es la misma hoy, solo que a lomos de la vivienda prohibitiva, el paro y la ausencia de oportunidades, pero a su vuelta ya no llevan bajo el brazo ninguna ciudad inventada, sino el relato ficcional de qué mal se vive en Madrid y qué bien en el pueblo, que no es más que otra de esas historias que nos contamos a nosotros mismos para poder seguir viviendo.

Hay algo triste en ese rechazo a la invención que inspiró a Mariló, Julita, Belén y Paca, a las que ya no podremos conocer

Estos días aquel horizonte infinito que era la Gran Vía hoy es el de la vida relajada y contemplativa del teletrabajo rural, el del ajuste de expectativas a un mundo de monogamia, cargas familiares y pequeños placeres. Hay algo triste en ese rechazo a la invención que inspiró a Mariló, Julita, Belén y Paca, a las que ya no podremos conocer los que nos quedemos aquí. El cierre de un ciclo que comenzó con fantasía, entusiasmo y utopía y terminó en comercio, decepción y retorno.

Lo siento, porque todos estamos hartos de ella, pero una de las descripciones más bellas de Madrid es la que perfiló Rafael Reig en Amor intempestivo. Perdón por la longitud de la cita, pero merece la pena:

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