La Filarmónica de Berlín deslumbra con la lujuria y el estupor sonoro
Barcelona, Madrid y Zaragoza jalonan la gira de la orquesta germana a las órdenes del maestro ruso Kirill Petrenko, artífice de unos conciertos de gigantesca dimensión estética y emocional
Destacaba el violista Joaquín Riquelme entre los primeros atriles de la Filarmónica de Berlín. Por su tamaño. Por su calidad. Y por la incredulidad que debe producirle regresar al lugar donde fue repudiado. Resulta que hizo las pruebas para alistarse en la Orquesta Nacional. Y resulta que el tribunal convocado en Madrid no lo consideró suficientemente cualificado.
El músico murciano se resarció apenas unos meses después, accediendo a un escaño en la "mejor orquesta del mundo". Igual que Luis Esnaola y Roxana Wisniewska. Españoles, como Riquelme. Y artífices de la gira que los berliner han emprendido en Barcelona, Madrid y Zaragoza bajo el liderazgo de su nuevo director titular, Kirill Petrenko.
Es la contrafigura de la maestra Lydia Tár en la película que protagoniza Cate Blanchet. No por cuestiones de género ni de ficción, sino porque Petrenko contradice el modelo histriónico y tiránico. La antítesis del star system. Y, al mismo tiempo, un ejemplo inequívoco de auctoritas.
La ejerce el maestro siberiano desde la clarividencia y la sobriedad. Tiene cara de pájaro, ojos de enorme viveza, aspecto un poco clownesco. No dirige para el público, sino para sus músicos. Y obtiene de ellos un sonido de una belleza, de una hondura y hasta de una lujuria indescriptibles.
Sucedió con la asombrosa lectura de la Sinfonía 25 de Mozart. Una obra de juventud —la compuso con 17 años— que Petrenko revistió de solemnidad, teatralidad y una deslumbrante dinámica sonora. Dibujaba Petrenko con sus manos el diseño de la sinfonía. Y los berliner rellenaban el lienzo con toda la exuberancia cromática. Un sonido voluptuoso.
No es que asistiéramos los espectadores a un concierto en el Auditorio Nacional (ciclo Ibermúsica). Más bien compartíamos una experiencia magnética cuyas emociones se prolongaron cuando Petrenko puso en juego las obras religiosas que Mozart escribió antes de viajar a Viena.
El Exultate jubilate y la Misa de la coronación se atuvieron al estrépito litúrgico del latín y a la metafísica mozartiana, pero también se percibieron pecaminosas en sus matices sensuales, carnales y hedonistas.
Estupefactos nos dejaban los berlineses con los recursos, un sonido escandaloso. Y no solo por la perfección técnica o por la dimensión estética, sino por las sensaciones físicas, matéricas. No fue un ejercicio espiritual ni intelectual, sino un pathos sensorial que obtuvo la magnífica adhesión del Orfeó Català —un coro amateur— y que permitió a la soprano Louise Alder elevarse como si los profesores y Petrenko la llevaran en volandas.
La alternativa extravagante
Han acertado los músicos germanos con la elección de su timonel. Sucedió en el transcurso de un cónclave (2015) que dirimía las candidaturas contrapuestas de Thielemann (la tradición) y Andris Nelsons (el relevo generacional). El desencuentro de las familias cardenalicias forzó un candidato de consenso, como sucedió con Juan Pablo II. Y cerca estuvo de acudirse a la figura interina de Barenboim, pero los berlineses repararon en la alternativa extravagante de Petrenko. No ya ruso, sino siberiano. Nacido en Omsk hace 51 años, entre el frío, las armas y las nubes tóxicas. Y artífice de grandes acontecimientos operísticos en el foso de la Komische Oper (Berlín), el Festival de Bayreuth y la Ópera Estatal de Baviera.
Estuvo a punto de rechazar el cargo Petrenko. Y de emular la modestia o el miedo que atenazaron al papa Adriano VI cuando amagó con declinar las llaves de Pedro, aunque finalmente se avino a la unción. Ha cumplido la primera legislatura (2019-2023). Y ha sobrepasado con valentía el desafío del Kremlin: Petrenko se ha opuesto a la invasión de Ucrania. Ha abjurado del zar. Y se ha convertido en enemigo estructural del régimen zarista.
Es el contexto que explica el Concierto para Europa oficiado en la Sagrada Familia el pasado 1 de mayo. La primera piedra de catedral se colocó en 1882, exactamente cuando se fundó la Filarmónica de Berlín.
La casualidad concedió un valor informativo a un concierto de valor simbólico porque Petrenko dirigió el estreno de la Plegaria por Ucrania. La ha escrito el compositor ucraniano Valentin Silvestrov. Y sirvió de reclamo político a un acontecimiento deslucido por la pésima acústica de la Sagrada Familia.
Es mucho mejor la sonoridad del Auditorio de Zaragoza —comparecen los berliner este viernes— y mucho más idóneo el templo del Auditorio Nacional. No existía la sala cuando Herbert von Karajan, el titán, vino a Madrid con su deslumbrante orquesta en 1975, pero sí cuando el promotor Alfonso Aijón la trajo en 1992. La hemos escuchado aquí a las órdenes de Barenboim, de Abbado (1997), de Jansons (2003), de Simon Rattle (2010, 2013, 2018). Y no puede decirse que Petrenko tenga razones para sentirse inferior a sus predecesores. Lo demostró el concierto sublime del 4 de mayo, esta vez con la Cuarta de Robert Schumann a modo de referencia nuclear.
Se ha globalizado la Filarmónica de Berlín, sin renunciar a su estructura de modelo asambleario. Conviven en sus atriles una veintena de nacionalidades. Ha sobrevenido un elocuente relevo generacional. Se ha incorporado la primera mujer concertino de la historia. Y la cuota femenina representa cerca del 20%. No es muy alta, pero tiene sentido mencionar que no hubo ninguna representada hasta la temporada de 1982.
Trama sonora 'abracadabradantesca'
Cuarenta años después, la orquesta germana no es tan germana ni tan conservadora. Y sí conserva todas las razones históricas y culturales que homologan el gran repertorio sinfónico centroeuropeo.
Se explica así el interés de la Cuarta de Schumann (1841). Y la repercusión estética y emocional de una lectura que Petrenko concibió con una trama sonora abracadabradantesca, como diría el difunto presidente Jacques Chirac. Solo con neologismos puede narrarse la experiencia y el estado de trance que se precipitó en la sesión de este jueves. Por eso los aplausos y los clamores se convirtieron en una necesidad liberatoria después la sobreexposición al cráter del Auditorio. Y no porque Petrenko incurriera en un exceso de melancolía ni de sentimentalismo —todo lo contrario—, sino por la pureza y la espesura de la narrativa sonora. Por la relación inverosímil de la heterogeneidad y de la homogeneidad. Porque la Filarmónica de Berlín a veces parecía un robustísimo ejército prusiano y otras, un cuarteto de cuerda. Y, en fin, por el estrépito mismo que implica escuchar y reconocer a “la mejor orquesta del mundo” bajo un maestro en estado de gracia.
Destacaba el violista Joaquín Riquelme entre los primeros atriles de la Filarmónica de Berlín. Por su tamaño. Por su calidad. Y por la incredulidad que debe producirle regresar al lugar donde fue repudiado. Resulta que hizo las pruebas para alistarse en la Orquesta Nacional. Y resulta que el tribunal convocado en Madrid no lo consideró suficientemente cualificado.
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