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Benedicto XVI: el misterio, la belleza de Dios… y Mozart
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Benedicto XVI: el misterio, la belleza de Dios… y Mozart

El difunto pontífice restauró la misa en latín y demostró un espesor intelectual que lo opone a la figura más prosaica de Francisco, cuyo papado se resiente de la trivialización

Foto: El papa Benedicto XVI saluda a su hermano mayor, monseñor Georg Ratzinger (dcha), durante un concierto en la Capilla Sistina (EFE)
El papa Benedicto XVI saluda a su hermano mayor, monseñor Georg Ratzinger (dcha), durante un concierto en la Capilla Sistina (EFE)

Conozco bien la iglesia de San Sebastián en la Linzergasse de Salzburgo porque el claustro del templo aloja un cementerio de personajes ilustres. Ninguno tan enigmático como Paracelso. Ninguno tan sepultado de flores como Leopold Mozart, el padre del mesías. O como su otra hija, Nannerl. Y no me gustan los cementerios. Ni me inspiran confianza las personas que encuentran en ellos sosiego y paz espiritual. "La pace dei sepolcri" ("la paz de los sepulcros"), objeta el marqués Posa a Felipe II cuando trata de recriminarle al rey las campañas militares contra los flamencos.

No me gustan los cementerios, pero tengo cariño al de San Sebastián. Una rosa siempre fresca, siempre viva, custodia la lápida vertical de Paracelso. Como si el propio sabio suizo se las hubiera arreglado para recrear su leyenda de taumaturgo. Fue proscrito como un brujo y un curandero. Lo fue hasta que la propia Iglesia rectificó su diagnóstico. Igual que hizo la ciencia.

La Universidad de Salzburgo lo canonizó como a un clarividente y un pionero, aunque los honores no han alcanzado a atribuirle la transmutación del plomo en oro. Más difícil es convertir las cenizas en una rosa. Y la rosa de Paracelso —de la que hizo un cuento Borges— custodia su tumba como si la reanimara desde el más allá con el rocío de los amaneceres.

placeholder Cementerio de la iglesia de San Sebastián, en Salzsburgo
Cementerio de la iglesia de San Sebastián, en Salzsburgo

Repicando y en misa suelo estar en Salzburgo cuando acudo al Festival, no por razones de fe ni de costumbre, sino porque el rito de la misa “a la antigua usanza” aspira a un acontecimiento cultural. Y lo es. No ya por la instrucción musical de los salzburgueses. Por la cualificación del organista. Por la sensibilidad del coro aficionado. O por la voz de heldentenor que traslada el pater en el mascarón de proa del púlpito, sino por tratarse de un rito en latín, oficiado de espaldas a los feligreses, concebido según los criterios preconciliares.

La liturgia sugestiona el orden espiritual. La lengua muerta adquiere el impulso de la resurrección. Y deja en ridículo las razones prácticas que se han valorado en España para suprimir el latín y el griego de los planes educativos. No discuto la utilidad del chino. Lamento sólo que se pervierta el patrimonio cultural. Y que la utilidad se convierta en dogma.

Y es una lástima que se haya degradado la resonancia metafísica del latín y que se haya profanado la liturgia con las contingencias parroquianas o parroquiales. Tanto se ha "acercado" la celebración, tanto se ha alejado el misterio. Se ha despojado a la misa de su proyección trascendental, de su esencia mistérica, no digamos ya cuando el patrimonio musical eclesiástico degenera en el estribillo del Señor, la barca, la orilla, Tú nombre y la búsqueda de otro mar, corrompiendo hasta la fe de los corazones más dispuestos.

El placebo de la fe

Habla uno desde la perspectiva del agnóstico. Y de quien, no creyendo por hondas convicciones, acepta el placebo de la fe por el camino de la estética. Lo tiene escrito Thomas Mann en La muerte en Venecia. La Belleza —en mayúsculas lo escribe Mann, en sentido aspiracional— es el camino del hombre sensible hacia el espíritu. Decía lo mismo el difunto Ratzinger. El estupor estético. La verticalidad del arte.

No se trata de entender la misa, sino de vivir el misterio. Y de aprovechar el oleaje de las lenguas antiguas para llegar a la tierra prometida. El Papa Ratzinger, que leía a San Anselmo, quiso demostrarlo cuando restauró la misa tridentina. Y lo malentendieron sus detractores. Pensaron que pretendía Benedicto XVI restaurar el Antiguo Régimen, ignorando que el papa difunto tocaba en la nocturnidad las sonatas de Amadeus.

Al Ratzinger le malentendieron sus detractores cuando restauró la misa tridentina

Mozart era el compositor preferido de Benedicto XVI y de Umberto Eco. Al primero le atraía la metafísica de las misas. Al segundo le impresionan el esperma y la sangre de Don Giovanni, aunque ambos intelectuales antepusieron en sus escritos el culto a La flauta mágica. Será porque la ópera admite una interpretación maniquea: el bien contra el mal. O será porque la obra también es un himno al conocimiento (gnosis), al camino de perfección, a la alquimia y al esoterismo académico. El propio Wolfgang Amadeus Mozart, políglota, culto, perfecto conocedor del latín, conjugaba la devoción cristiana con la militancia en la logia de la Nueva Esperanza Coronada, tal como les sucedía a los grandes ilustrados contemporáneos.

Unos y otros encontraron en La flauta mágica la "unio mystica" entre naturaleza y razón, masculino y femenino, alto y bajo, pobre y rico, alma y cuerpo, antiguo y contemporáneo, tinieblas y luz, vida y muerte, muerte y vida. Mozart, claro, alude al principio de la ambivalencia. También lo hace en sentido químico, como Paracelso, cuyos restos mortales reposan en Salzburgo cerca de los del padre del compositor, como si pudieran mistificarse.

Frente al espesor de la liturgia y del estupor estético que exudaban las manos de Ratzinger, Jorge Mario Bergoglio ha decidido significar un pontificado de pantuflas y vecindad. Papulismo, o sea, el populismo papal, tal como demostró la videollamada con que lo entrevistó Jordi Évole. Y la precariedad de la puesta en escena.

Se ha trivializado de tal manera Bergoglio que lo vamos a terminar identificando con un párroco arrabalero. Y no tengo nada contra los párrocos arrabaleros. Me refiero a que un líder espiritual de tales resonancias está obligado a sugestionar a la feligresía, inducirla desde la dramaturgia, concederse una posición sobrenatural.

Lo diré más claro: el Papa ni siquiera tiene que creer en Dios. Tiene que conseguir que los fieles crean. Por eso no me gusta el pontificado prosaico de Jorge Mario Bergoglio. Prefiero a Ratzinger, o los papas de ficción que ha construido Sorrentino desde el misterio y desde la estética: Jude Law y John Malkovich, o sea, Pío XIII y Juan Pablo III.

Conozco bien la iglesia de San Sebastián en la Linzergasse de Salzburgo porque el claustro del templo aloja un cementerio de personajes ilustres. Ninguno tan enigmático como Paracelso. Ninguno tan sepultado de flores como Leopold Mozart, el padre del mesías. O como su otra hija, Nannerl. Y no me gustan los cementerios. Ni me inspiran confianza las personas que encuentran en ellos sosiego y paz espiritual. "La pace dei sepolcri" ("la paz de los sepulcros"), objeta el marqués Posa a Felipe II cuando trata de recriminarle al rey las campañas militares contra los flamencos.

Papa Benedicto XVI