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La casi gesta de Magallanes: "Navegamos 14.460 leguas y dimos la vuelta al mundo"
  1. Cultura
Se publica el 6 de mayo

La casi gesta de Magallanes: "Navegamos 14.460 leguas y dimos la vuelta al mundo"

En 'Historias del mar', Alessandro Vanoli recuerda leyendas de ballenas y morsas, de sirenas y krakens, de exploradores y militares, de veleros y submarinos. Esta es una de ellas

Foto: El aventurero Fernando de Magallanes, el primero en intentar dar la vuelta al mundo, en un cuadro de Antonio Giovanni de Varese
El aventurero Fernando de Magallanes, el primero en intentar dar la vuelta al mundo, en un cuadro de Antonio Giovanni de Varese

La vieron en el horizonte, incierta entre las olas del Atlántico, frente al puerto de Sanlúcar de Barrameda, la silueta de un velero que parecía hacerse eco de todos los miedos más antiguos del mar: jirones de velas ondeando al viento, sus costados corroídos por los vendavales y un aire de muerte y abandono que resonaba con el crujido del casco. Era el 6 de septiembre de 1522 y quizá más de una persona en el muelle llegó a persignarse. Sobre todo, cuando la embarcación estuvo por fin tan cerca que permitió que se vieran los cuerpos esqueléticos de dieciocho marineros y tres prisioneros: estaban tan desnutridos que no tenían fuerzas ni para dar un paso ni para abrir la boca. El capitán había muerto, y también los oficiales de a bordo, el contramaestre y los pilotos: la tripulación estaba prácticamente diezmada. Tan espantoso como increíble, pues aquella nave, la Victoria, hacía tiempo que había desaparecido.

Desde el puerto, y luego a través de los recodos del Guadalquivir, condujeron la Victoria hasta Sevilla, la ciudad de la que había partido tres años antes. Había mucho que escribir y comprender, porque, por increíble que fuera, la presencia de aquel barco, ahora de nuevo allí, en el puerto de Sevilla, era la prueba de que Magallanes lo había conseguido.

placeholder 'Historia del mar', de Alessandro Vanoli, donde se encuentra este capítulo
'Historia del mar', de Alessandro Vanoli, donde se encuentra este capítulo

Fue evidente desde el principio que entre España y Portugal había una guerra abierta. Quizá no militar, pero sí comercial. Desde que Colón había mostrado las rutas atlánticas de los vientos alisios y Vasco da Gama había llegado a Calicut, el problema de las Indias se había vuelto cada vez más urgente: había que llegar a los mercados asiáticos con la mayor velocidad posible. Mientras tanto, los portugueses avanzaban cada vez más por la ruta abierta por Da Gama. En 1511 ya habían llegado a las islas del sureste de Asia. Habían ocupado Melaka —Malaca— y llegado al archipiélago de las Molucas, es decir, al extremo oriental de las islas de las Especias: al oeste de Nueva Guinea, al noreste del extremo oriental de Java y al sur de Filipinas. Demasiado lejos para la corona, literalmente en la otra punta del mundo. Pero la lejanía no resultó un problema para algunos de ellos. Dos en particular: uno se llamaba Francisco Serrão, el otro Fernão de Magalhães. El primero se enamoró tanto de aquellos lugares exuberantes que decidió quedarse allí. Tras una serie de aventuras, en las que perdió su embarcación y se hizo con un barco pirata que lo perseguía, Serrão se puso al servicio del sultán de Ternate, que quedó tan impresionado por aquel cristiano que lo nombró su visir. El otro aprendió todo lo que debía: estudió los lugares y las rutas y juró que volvería, pero lo haría por el otro lado, dando la vuelta al mundo.

Así pues, de vuelta en Portugal, intentó convencer a sus soberanos de que sería más fácil navegar hacia las Indias por el Atlántico. Pero Portugal ya tenía una ruta más que satisfactoria y nadie lo escuchó. Sin embargo, Fernão de Magalhães —a quien nosotros conoceremos como Fernando de Magallanes— era un noble, un soldado y un aventurero, y como tenía una idea bastante clara de lo que era la riqueza y de cómo podía conseguirse, no se rindió por tan poco y se dirigió a sus competidores más directos, los españoles, donde encontró mucha predisposición. En realidad, Magallanes se equivocaba: igual que Colón, pensaba que el tramo de mar entre Europa y Asia era mucho más corto. Pero con aquel error pasaría, literalmente, a la historia.

Magallanes pensaba que el tramo de mar entre Europa y Asia era mucho más corto. Pero con aquel error pasaría, literalmente, a la historia

Era el 20 de septiembre de 1519 cuando zarpó de Sanlúcar de Barrameda con nada menos que cinco naves y doscientos cincuenta hombres. Una expedición impresionante. Después de las paradas habituales en las islas Canarias y en las islas de Cabo Verde, llegó a Brasil, se detuvo una vez más y luego viró la proa hacia el sur. A principios de 1520, la flota navegaba por la costa de América del Sur en busca del estrecho. En marzo, sin embargo, el tiempo se volvió espantoso: Magallanes se vio obligado a pasar el invierno en la Patagonia y tuvo que lidiar con un motín. Cuando por fin llegó al estrecho, a las puertas del océano Pacífico, en realidad ya había fracasado: el paso estaba demasiado al sur para servir realmente de ruta hacia Asia. Además, era tal la maraña de canales y vientos adversos que tardaría siete semanas en cruzarlo. Durante aquellos días, tal vez sintió que había llegado al fin del mundo. A veces entreveía algo que podía delatar la presencia de un asentamiento humano: fuegos de naturaleza desconocida que ardían a lo lejos, y llamas rojas que parecían apariciones fantasmales sobre el fondo verde oscuro de cipreses, enredaderas y helechos. Otras veces vio inmensas paredes de hielo, de doscientos o quinientos pies de altura, cuyas crestas se elevaban más alto que los cóndores que volaban a lo lejos en amplios círculos.

Cuando al fin emergió de aquel infierno, a Magallanes le pareció que lo había conseguido: vientos propicios y un mar tan en calma que lo convenció para bautizarlo como el Pacífico. Pero esta vez también se equivocaba: lo esperaban noventa y nueve terribles días de viaje en alta mar. Cuando en marzo de 1521 avistó la isla de Guam, las reservas de agua estaban pútridas y el bizcocho, lleno de gusanos, mientras sus tripulantes se veían reducidos a masticar las fundas de cuero de las velas, con las bocas hinchada por el escorbuto. En cualquier caso, Magallanes se encontraba en las Filipinas y las reclamó en nombre de Carlos V. Pero fue precisamente allí donde el viaje le resultó fatal. Las relaciones con los lugareños parecieron cordiales al principio, pero las cosas no tardaron en degenerar. Magallanes murió en combate, luchando junto a un rajá local contra el de la vecina isla de Mactán.

placeholder La Nao Victoria, la única que dio la vuelta al mundo de las cinco que partieron
La Nao Victoria, la única que dio la vuelta al mundo de las cinco que partieron

La expedición había perdido a su comandante. El 27 de abril, Juan Sebastián Elcano tomó el mando de la Victoria, la nave que había sido de Magallanes y que ahora se reducía a una tripulación de sesenta hombres, y se dispuso a emprender el viaje de retorno. El océano Índico, en primer lugar, luego el cabo de Buena Esperanza y de nuevo la interminable costa de África.

El 6 de septiembre de 1522, la silueta de la Victoria apareció en el horizonte del puerto de Sanlúcar de Barrameda, en España. Desde el parapeto de aquel pecio asomaban los cuerpos de los pocos supervivientes, dramáticamente desnutridos. El cronista de la expedición, Antonio Pigafetta, originario de la localidad italiana de Vicenza, anotó con su habitual precisión: "Navegamos 14460 leguas y completamos la vuelta al mundo de este a oeste". De aquella larga tragedia y de aquella increíble aventura, ese fue, sin lugar a duda, el logro más importante.

Gracias a ese viaje, se demostró que América no formaba parte de la India, sino que era un continente por derecho propio

La expedición de Magallanes había aportado nuevas pruebas decisivas sobre el tamaño de la Tierra. Su circunnavegación cambió para siempre la comprensión occidental de la cosmología y la geografía. Gracias a ese viaje, se demostró que América no formaba parte de la India, sino que era un continente por derecho propio, y que los océanos cubrían la mayor parte de la superficie terrestre. En 1531 se publicó el primer mapa fiable del estrecho de Magallanes: en esta representación, dibujada por Oronce Finé, este aparece en su posición correcta al fondo del continente sudamericano, y aunque el cartógrafo no lo llama así, el océano Pacífico también está allí. Más tarde, Mercator acabaría por fijar definitivamente el nombre del estrecho en su famoso planisferio de 1541. Sin embargo, muy pocos quisieron volver a intentar la hazaña. En 1525, una expedición tardó cuatro meses y medio en cruzar el estrecho y los participantes recomendaron encarecidamente cambiar de rumbo. La esperanza de un paso fácil hacia China se desplazó así hacia el norte. Durante los siguientes siglos, los barcos de británicos y holandeses desafiarían los hielos árticos en un esfuerzo inútil por encontrar el paso del noroeste.

Cuando los exploradores regresaron al sur, lo hicieron por otras razones: todavía quedaba una parte del mundo por buscar. Un continente entero, pensaban. Y esa tierra no podía estar en otra parte que allí abajo. Quizá es ahí donde reside el mayor secreto y legado de Fernando de Magallanes. Habernos demostrado que ir más allá de los límites del propio conocimiento es la única forma de dar vida a sueños y fantasías todavía más grandes.

La vieron en el horizonte, incierta entre las olas del Atlántico, frente al puerto de Sanlúcar de Barrameda, la silueta de un velero que parecía hacerse eco de todos los miedos más antiguos del mar: jirones de velas ondeando al viento, sus costados corroídos por los vendavales y un aire de muerte y abandono que resonaba con el crujido del casco. Era el 6 de septiembre de 1522 y quizá más de una persona en el muelle llegó a persignarse. Sobre todo, cuando la embarcación estuvo por fin tan cerca que permitió que se vieran los cuerpos esqueléticos de dieciocho marineros y tres prisioneros: estaban tan desnutridos que no tenían fuerzas ni para dar un paso ni para abrir la boca. El capitán había muerto, y también los oficiales de a bordo, el contramaestre y los pilotos: la tripulación estaba prácticamente diezmada. Tan espantoso como increíble, pues aquella nave, la Victoria, hacía tiempo que había desaparecido.

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