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'Rusia', de Antony Beevor: cómo la guerra civil rusa fue el ensayo general del genocidio nazi
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'Rusia', de Antony Beevor: cómo la guerra civil rusa fue el ensayo general del genocidio nazi

El historiador retrata en su último libro un escenario atroz de la Revolución y de sus consecuencias, y expone la responsabilidad criminal de Lenin

Foto: Detalle de la portada de 'Rusia'. (Crítica)
Detalle de la portada de 'Rusia'. (Crítica)

No es fácil leer la 'Rusia' (Planeta) de Antony Beevor sin exponerse a las salpicaduras de la sangre. Vendría bien tener a mano la indumentaria de quirófano de Dexter. Y concederse ciertas distancias con las páginas de terror que identifican los cuatro años transcurridos entre el inicio de la Revolución (1917) y los estertores de la guerra civil (1921).

El historiador británico traslada un escenario pavoroso. Y plantea hasta qué extremo estuvo cerca de malograrse la victoria bolchevique. La corriente de Lenin no solo fue la golpista, sino la opción más precaria respecto a las fuerzas que se alinearon al otro lado: el movimiento blanco, los conservadores y liberales, los socialistas democráticos, los socialistas revolucionarios, los mencheviques y hasta las grandes potencias internacionales.

La heterogeneidad del frente antibolchevique fue una de las razones de su fracaso, aunque la victoria del triunvirato comunista —Lenin, Stalin, Trotski— tampoco se explica sin el salto cualitativo que supuso la generalización del terror y de la tortura. Podría concluirse incluso que la guerra civil fue el ensayo general del genocidio nazi. Por el sesgo criminal de Lenin. Por las fosas comunes. Por la persecución específica de los judíos. Y porque la ferocidad bolchevique puso en acción un instrumento específico de exterminio, la Checa, que luego patentó Hitler con la Gestapo.

placeholder 'Rusia'. (Crítica)
'Rusia'. (Crítica)

No solo era una policía secreta o "la espada y la llama de la Revolución", sino un aparato de represión que se desenvolvía fuera de la ley. Y que llevaba al extremo la ortodoxia de la pureza ideológica. Es el contexto en que Beevor define y afina la naturaleza psicópata y sanguinaria de su primer jerarca, Feliks Dzerzhinski. Y la 'razón' por la que el siniestro verdugo bolchevique decidió alistar a criminales, expresidiarios y mercenarios, todos ellos provistos de facultades para detener, interrogar, torturar, condenar y ejecutar de forma sumarísima. La ebriedad de la sangre alcanzó a perturbar el autocontrol de Dzerzhinski. Un tipo disciplinado, enjuto y sobrio que se percató de sus propias monstruosidades bajo los efectos de una descomunal cogorza: "He derramado tanta sangre que ya no tengo derecho a seguir viviendo", le confesó al camarada Lenin en el Año Nuevo de 1919.

"He derramado tanta sangre que ya no tengo derecho a seguir viviendo"

No tuvo en cuenta Lenin la confesión ni la melopea. Todo lo contrario. La aceptó como el argumento precursor de las atrocidades que estaban por venir. "En realidad", escribe Antony Beevor, "el genocidio de clase con el que Lenin y la Checa amenazaban solo acababa de empezar".

El historiador británico expone la dimensión exterminadora de Lenin para desconcierto de los rapsodas nostálgicos que condescienden con la memoria del patriarca bolchevique. Todavía se adora la momia en la plaza del Kremlin. Y aún se idealiza su legado —no digamos entre los ministros de Unidas Podemos—, pero los años que vivió —53 años— fueron suficientes para encabezar la Revolución, organizar después un golpe de Estado, malograr cualquier expectativa de democracia o de asamblea constituyente, ponerse al frente del régimen del terror y predisponer el esquema político —el enjambre de los soviets— que heredaría Stalin y que homologarían las peores dictaduras comunistas, incluidas la china, la albanesa y la camboyana.

Sistematizar la tortura

Y no es que las prácticas atroces fueran la especificidad del frente bolchevique, pero Beevor observa que Lenin tuvo la destreza de sistematizar la tortura. Y de aprobar los procedimientos que más eficacia revistieron. Arrancar la piel de las manos después de haberlas hervido. Introducir por el recto un tubo por el que se abría paso un roedor. O congelar con agua helada a los sospechosos y los reos para así ahorrar munición.

"Las guerras fraticidas", escribe Beevor, "siempre son crueles porque los frentes no se pueden definir bien, porque se extienden de inmediato a la vida civil y porque engendran sospechas y odios terribles. Los combates liberados por toda la masa continental euroasiática fueron increíblemente violentos, especialmente en Siberia (…) Demasiado a menudo, los Blancos representaron los peores ejemplos de la humanidad, pero en lo que atañe a la inhumanidad implacable, nadie superó a los bolcheviques".

Ucrania es un ejemplo recurrente de martirio, hambruna y de incertidumbre territorial

Estremece leer la 'Rusia' de Beevor. Y más aún hacerlo bajo la sugestión que implica la actualidad de la guerra de Ucrania. Por el fatalismo. Por el autoritarismo de Putin. Y porque el "granero de Europa" representa un ejemplo recurrente de martirio, de hambruna y de incertidumbre territorial.

Lo demuestra que la propia Ucrania se convirtiera en un protectorado alemán (1918). Y que el ejército bolchevique alcanzara a recuperarla en un escenario de guerra extraordinariamente virulento —a los ahorcados se les exhibía en las farolas de Sebastopol—, pero el rasgo más inquietante concierne al antisemitismo, como si estuviera germinando la matanza nazi de Babi Yar. De hecho, el terror bolchevique introdujo un ejercicio dramatúrgico que imitaron los Eeinsatzgruppen de la SS y que consistía en que las víctimas cavaban sus propias fosas, se desnudaban y se introducían en ellas antes de exponerse a la ejecución. Elocuente Beevor: "Se ha calculado que en Ucrania, durante la guerra civil, se perpetraron cerca de 1.300 pogromos antisemitas, por parte de los bandos, que causaron la muerte de entre 50.000 y 60.000 judíos. También hubo pogromos en Bielorrusia, aunque no fueron ni de lejos tan letales como los de Ucrania".

No es fácil leer la 'Rusia' (Planeta) de Antony Beevor sin exponerse a las salpicaduras de la sangre. Vendría bien tener a mano la indumentaria de quirófano de Dexter. Y concederse ciertas distancias con las páginas de terror que identifican los cuatro años transcurridos entre el inicio de la Revolución (1917) y los estertores de la guerra civil (1921).

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