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Algo más que el incienso: cómo saber si hay un capillita en ti
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Relación de devoción hacia las imágenes

Algo más que el incienso: cómo saber si hay un capillita en ti

El descenso de los católicos practicantes, en mínimos históricos según los últimos estudios, contrasta con la devoción por las imágenes en Semana Santa, con una explosión popular en las calles de toda España

Foto: Procesión en Ávila de Nuestra Señora de la Estrella. (EFE/Raúl Sanchidrián)
Procesión en Ávila de Nuestra Señora de la Estrella. (EFE/Raúl Sanchidrián)

Ya nadie lo cuestiona. La creencia y práctica religiosa en Europa están en caída libre, un proceso sociológico de amplio espectro que se ha visto acelerado dramáticamente en países como Alemania (359.338 católicos apostataron oficialmente en 2021) por el estallido de los casos de abusos sexuales en el seno de la Iglesia. La otrora católica España sigue la misma senda de la pérdida de la fe, como desde hace décadas apuntan los distintos estudios sociológicos. El último, el Informe de la Laicidad, de la Fundación Ferrer y Guàrdia, presentado a finales de marzo, lo corrobora: las personas no religiosas, que en 1980 representaban un 8,5%, en 2022, cuatro décadas después, son ya el 39,9%, la cifra más alta de la serie histórica. Y el futuro no es halagüeño: el 60,3% de los jóvenes de entre 18 y 24 años no se consideran religiosos.

Y, sin embargo, los expertos no dan por finiquitada la cuestión religiosa, tampoco en España, un país que estos días huele a incienso, retumba de tambores y saca a hombros una ancestral muestra de religiosidad plasmada en 26 ‘semanas santas’ declaradas fiestas de interés internacional, en lo que es una exhibición de devoción popular en las calles de una sociedad en proceso de secularización galopante. “Hay síntomas de un renacimiento espiritual a nivel individual y también colectivo. Ocurre que la búsqueda espiritual no se manifiesta como otros movimientos sociales que son, por naturaleza, colectivos. La búsqueda espiritual es más bien personal y en grupos reducidos”, señala Manuel Mandianes, antropólogo y sociólogo, veterano investigador del CSIC, de cuyo Instituto de Estudios Sociales Avanzados fue director.

"Hay síntomas de un renacimiento espiritual a nivel individual y también colectivo. No es como un movimiento social porque es más personal"

Con 14.021 cofradías y hermandades registradas en España, que sacan a las calles a alrededor de tres millones de hombres y mujeres con 20.871 imágenes en 14.868 procesiones, a Daniel Cuesta, un joven jesuita autor de La procesión va por dentro (Editorial Mensajero), no le parece disparatado creer que sí, que “dentro de cada uno de nosotros hay un capillita”, en el sentido de alguien que tiene latente un poso de religiosidad, a veces sin ser consciente. “La mayoría de las generaciones españolas actuales han tenido unos padres o unos abuelos que les han enseñado a rezar, han ido a un colegio religioso o han vivido manifestaciones religiosas. Y ahí siempre se establece una especie de relación de devoción hacia unas imágenes, la vivencia de unas tradiciones como son la Semana Santa y demás”, apunta el religioso.

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En estos casos, “cuando va llegando esta época del año, estas personas, que quizás no se manifiestan como demasiado creyentes o que puede que tengan una lucha en su interior, porque todos la tenemos, ven las procesiones de un Cristo o una Virgen por las calles o por la televisión y les puede provocar un sentimiento de devoción que, en definitiva, es algo que te acerca hacia Dios”.

"A la mayoría de las generaciones les han enseñado a rezar, han ido a colegios religiosos o han tenido manifestaciones religiosas"

Daniel Cuesta, él mismo cofrade, está habituado a ver numerosos hombres y mujeres “que no tienen una vivencia dentro de los cauces eclesiales, pero que, de repente, empiezan a participar en una procesión o a rezar la salve, se emocionan y se produce algo impresionante en su interior”. Allí al fondo, señala, “habría como una semilla de fe que nace del ámbito de la cultura y las tradiciones familiares, pero que toca el hondón de la persona. Es un algo al que agarrarnos, una creencia, una vivencia, algo que nos hace sentirnos parte de un pueblo, pero también de una tradición y de una familia de creyentes en un sentido más amplio”.

Llenar un vacío interior

Pero no todos pueden (o quieren) reengancharse en ese eslabón casi perdido. Los hay que carecen de esas raíces, que han perdido el contacto con un humus que cada vez se encuentra en menos lugares físicos y más de puertas para adentro, salvo en momentos tan puntuales como las de estos días de Semana Santa o de las celebraciones patronales en los pueblos de la infancia o de los antepasados, a los que se vuelve en tantas ocasiones a buscar inconscientemente lo que se ha perdido de uno mismo. “Muchos individuos y algunos grupos sienten un profundo vacío interior, espiritual. La educación en familia, en la escuela y en la universidad es muy técnica, muy especializada, pero deja lagunas profundas, grandes, sensibles”, señala Manuel Mandianes. “Y en esas lagunas se fragua un malestar que, si bien no llega a poder calificarse de angustia, tal como la entiende el existencialismo y el psicoanálisis, miedo ante la nada, sí es un malestar íntimo, espiritual que da lugar a una inquietud que, en la mayoría de los casos, desemboca en una búsqueda”. Son todos ellos síntomas que el antropólogo encuentra, por ejemplo, en participar aunque sea sólo como espectador en celebraciones como las de la Semana Santa, en el auge del Camino de Santiago y otros lugares de peregrinación, el éxito de ciertos libros de filosofía o autoayuda, los grupos de meditación –“no necesariamente cristiana”, o los crecientes adeptos al zen y yoga.

Foto: El paraíso (Fuente: iStock)

En este sentido resulta significativo ese movimiento de ‘buscadores’ creado en torno al escritor y sacerdote católico, Pablo d’Ors, autor de un best seller de la meditación, como es Biografía del silencio (Galaxia Gutenberg), que ha logrado vender 200.000 ejemplares y creado, tras las numerosas cartas que le llegaron de sus lectores, Amigos del Desierto, una red de meditadores con cerca de un millar de seguidores que profundizan (y difunden) en la tradición contemplativa.

“Son muchos los que quiere saber”, reconoce Mandianes. “Es lo que muchos autores, filósofos, pensadores, teólogos, creyentes y no creyentes, llaman hambre de absoluto. La respuesta de los creyentes es la que dio San Agustín: ‘Mi corazón ha sido creado por Él y no descansará sino en Él’. La de los agnósticos: ‘Puede haber algo que nadie puede llegar a conocer ni siquiera estar seguro de su existencia’. Los ateos: ‘No existe nada más que esto’. A medida que la ciencia va dando respuesta a las preguntas, el campo de la posibilidad de la existencia de un absoluto va reduciéndolo. La mayoría de la gente nunca se planteó, ni se plantea ese problema, cree o no cree lo del ambiente en que se mueve, y muchos no creen nada ni dejan de creer. Existen, comen, duermen y desechan sin plantearse nada más”.

Idolatría atea

Pero en esta búsqueda espiritual, aun inconsciente, que se da en estos días de Semana Santa, Daniel Cuesta ve un peligro: “Existe un ‘capillismo’ o una vivencia de la Semana Santa que cae en la idolatría puramente atea. Son personas que se relacionan con las imágenes no ya desde ese sentimiento de devoción, sino que le dan culto por sí solo a una realidad que no es Dios. Son personas que se manifiestan ateas, no agnósticas, pero que están metidas en la cofradía y es un misterio, porque viven el culto a una imagen, a un olor, a una reverencia que, para ellos, no significa nada, aunque realmente habría que analizarlo muy bien para ver si realmente no significa nada”, añade, dando a entender que aquella semilla de espiritualidad de la que hablaba está allá al fondo, latente también en estos.

Son personas ateas, pero que están metidas en la cofradía y es un misterio, porque viven el culto a una imagen que, para ellos, no significa nada

Reconoce sin dudar el religioso jesuita que claro que “existen personas que participan en las procesiones de la misma manera que participan en un desfile de moros y cristianos o en el carnaval, como un acto cultural que le une con su tierra, familia y tradición”. Pero, recalca, “este tipo de personas no son tantas como nos podemos imaginar. Existen, sí, sería ingenuo pensar que todas las personas que participan en una procesión tienen una fe aquilatada, pero no podemos pensar que todas las personas que dicen que solo participan por folclore, sea tal. Mi experiencia es que hay personas que dicen que no creen y que participan por tradición familiar y luego te encuentras con que, en momentos trascendentales de su vida, recurren a la fe. Es gente que están luchando, pero que son incapaces de decirse a sí mismas que tienen una duda, y en el fondo, es una fe incipiente, que se queda ahí como en stand by, que puede dar lugar a un sentimiento y vivencia religiosa. Es decir, no son tantas las personas que viven una religiosidad sin fe como las que pudiéramos pensar”.

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Y pone como ejemplo el auge que está viviendo el Camino de Santiago, una peregrinación que no hace mucho buena parte de los peregrinos aseguraba que lo hacía por variopintos motivos, no siempre los primeros los religiosos y espirituales. “El Camino de Santiago es paradigmático, es también una forma de religiosidad popular. La mayoría de las personas que lo emprende, en realidad está experimentando una transformación interior y un encuentro consigo mismas y con Dios en medio de ese itinerario de fe”. Lo corrobora un reciente estudio presentado por la Archidiócesis de Santiago de Compostela: el 27,3% reconoce el poder transformador de esta experiencia y el 17,1% indica haber experimentado la espiritualidad.

“Echarse a caminar es un acto de rebeldía en el que se rompen los horarios, en el camino tienes todo el tiempo para ti, en el camino se rompen las apariencias, se viste de cualquier manera y se establece un tiempo de soledad —lo más importante—, y el silencio, que es lo que nos falta como sociedad”, señala Cuesta, que participa también en Santiago de Compostela, donde reside, en la acogida a los miles de peregrinos que cada año llegan hasta la ciudad del Apóstol”.

La Semana Santa como rebeldía

“Si nos damos cuenta —añade el jesuita—, también en la Semana Santa se dan algunos momentos de rebeldía, como el de que la fe tiene que estar relegada al hondón de la conciencia, al ámbito privado, porque la religiosidad popular lo que hace es poner en medio de la calle la manifestación de fe y de identidad que muchas veces se tiende a ocultar”. En su opinión, esa presencia abierta, sin complejos, al unísono en la calle, “le permite a la gente tener un tiempo de calidad y, con ayudas externas, como puede ser la música, el incienso, las imágenes y los ambientes para poder estar en silencio, en contacto con su interior, en el que habita Dios, puede cristalizar esa búsqueda de espiritualidad que las personas están experimentando hoy, sin saberlo o incluso rechazándolo”.

Y lo encontrarían asistiendo a esas procesiones, viendo esos pasos, escuchando esa música, esa saeta… “porque el hombre de nuestros días, que experimenta que le falta algo, rechaza encontrarlo en los cauces tradicionales que la Iglesia le ofrece, como son los sacramentos, la oración, etc. Y busca esa espiritualidad, que no es otra cosa que el encuentro con Dios, saliendo de esos cauces tradicionales y se opta por participar en elementos donde todo está muy medido, pero hay una cierta espontaneidad, como pueden ser las procesiones, las peregrinaciones y otro tipo de actos”. Aunque sea con una copa en la mano esperando una madrugá que te puede cambiar la vida.

Ya nadie lo cuestiona. La creencia y práctica religiosa en Europa están en caída libre, un proceso sociológico de amplio espectro que se ha visto acelerado dramáticamente en países como Alemania (359.338 católicos apostataron oficialmente en 2021) por el estallido de los casos de abusos sexuales en el seno de la Iglesia. La otrora católica España sigue la misma senda de la pérdida de la fe, como desde hace décadas apuntan los distintos estudios sociológicos. El último, el Informe de la Laicidad, de la Fundación Ferrer y Guàrdia, presentado a finales de marzo, lo corrobora: las personas no religiosas, que en 1980 representaban un 8,5%, en 2022, cuatro décadas después, son ya el 39,9%, la cifra más alta de la serie histórica. Y el futuro no es halagüeño: el 60,3% de los jóvenes de entre 18 y 24 años no se consideran religiosos.

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