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Hace 40 años, este tipo llegó a una federación en quiebra: hoy vale 9.000 millones de dólares
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Hace 40 años, este tipo llegó a una federación en quiebra: hoy vale 9.000 millones de dólares

Hulk Hogan y Vince McMahon llegaron a una industria en horas bajas y la convirtieron en una de las mayores empresas del mundo

Foto: Hogan, durante el juicio contra Gawker Media en 2016. (Reuters)
Hogan, durante el juicio contra Gawker Media en 2016. (Reuters)

Primavera de 1981. Suena el timbre del pequeño apartamento del joven luchador Terry Bollea (Georgia, 1953), en el sur de Florida. En la puerta, un repartidor de Western Union le entrega un telegrama en el que dice que Sylvester Stallone le invita a participar en su próxima película, Rocky III. Bollea, sin prestar demasiada atención al papel, sonríe, lo tira a la basura y continúa haciendo las maletas para pasar dos meses en Japón.

Es la forma que tiene de sobrevivir. Mientras que en Estados Unidos saca 200 dólares por combate, los japoneses le pagan cinco veces más por noche, entusiasmados por contar con un luchador extranjero de dos metros de altura. Lo llaman ichiban, "el número uno", y llena recintos por todo el país. Aún colea el recuerdo de Hiroshima y Nagasaki en Japón y pocos pueden resistirse a ver cómo sus mejores luchadores tumban a una mole de músculo norteamericana.

Cuando regresa a Florida, Terry se encuentra otras dos notificaciones de Stallone en su buzón. "Fue cuando entendí que iba en serio. Estaba seguro de que el primer telegrama era una broma de alguno de mis compañeros. Estábamos siempre de coña: era habitual decirle a alguien que su coche estaba ardiendo en el parking o que le querían contratar para cualquier espectáculo de moda. Yo acababa de ver Rocky II y había hablado de ella con mis compañeros, así que me parecía obvio que me estaban tomando el pelo", recuerda Bollea en un pódcast. "Llamé a la productora y, en efecto, Stallone me quería para su próxima película".

Esto pone a Bollea en la encrucijada. El wrestling de comienzos de los 80 sigue siendo un compartimento estanco en el que hombres blancos del interior del país dramatizan peleas para otros hombres blancos del interior del país. From rednecks to rednecks, ironizan los neoyorquinos. No hay, por supuesto, margen para la industria del cine, a la que consideran viciosa y amoral. Por eso, cuando Terry le pide permiso a Vincent J. McMahon, dueño de la promoción en la que trabaja, para grabar un par de días en Los Angeles, recibe un contundente "no" por respuesta. "Pretty barbaric", argumenta el viejo promotor.

Sin embargo, Rocky es demasiado grande como para rechazarlo. La anterior película ha hecho 200 millones en taquilla, y de esta, que cuenta con el doble de presupuesto, se espera mucho más. Bollea acepta y, en una sola jornada de rodaje, manda a tres especialistas y al propio Stallone al hospital. Le habían pedido que golpease "con todas sus fuerzas" y a punto estuvo de acabar con la película. "Nunca me han pegado tan fuerte. En un momento dado, me hizo una presa de cuello y apretó tanto que, cuando me soltó, no quería ni mirar: estaba convencido de que me había roto la clavícula y que el hueso me salía por fuera de la piel", recuerda Stallone, que terminó noqueado y sangrando por la boca.

No llegó la sangre al río: la película se pudo seguir rodando y fue un enorme éxito que debería haber impulsado la carrera de Bollea, pero tuvo el efecto contrario: cuando supo que había rodado Rocky, McMahon lo despidió sin pensárselo.

Comenzaría así una travesía por el desierto en la que Bollea se vio obligado a luchar casi todas las noches, tanto en Estados Unidos como en Japón, para seguir pagando las facturas. Incluso valoró dejar el wrestling por otro tipo de actividades más mundanas, como monitor de gimnasio o portero de discoteca, en busca de un salario estable.

Su teléfono volvió a sonar a finales de 1983. Era un McMahon, pero no el de siempre, sino su hijo, que había tomado el testigo al frente de la promoción. Pese a que habían coincidido varios años en la WWF, apenas habían cruzado palabra y, desde luego, no tenían una relación de confianza. "Era el hijo del dueño: no nos caía demasiado bien a los luchadores. Era el locutor in ring, de modo que llegaba poco antes del show y se marchaba poco después. No entraba en el vestuario, no era nuestro amigo, tampoco existía un gran respeto por su figura", rememora Bollea.

Vince Jr., de 38 años, le explicó que pensaba revolucionar el negocio de su padre. Quería que el wrestling dejase de ser un fenómeno local, para hombres de mediana edad interesados en la lucha, para convertirse en un espectáculo global, que llegase a los salones de todo el mundo. McMahon necesitaba que los mejores de cada promoción saliesen en la televisión nacional cada semana, a poder ser en formato pay per view, aunque para ello tuviera que romper las dos reglas sagradas del wrestling: no robarles talento a tus competidores ni invadir sus zonas de influencia.

placeholder Los McMahon, padre e hijo, en una imagen de 1982. (WWE)
Los McMahon, padre e hijo, en una imagen de 1982. (WWE)

Sin embargo, lo que el joven Vince había heredado es una promoción que cobraba la entrada a 10 dólares y pasaba por dificultades económicas. En palabras del joven McMahon, bastaba con tener que suspender un par de eventos para mirar a los ojos a la bancarrota. Estaba convencido de que, si no conseguía escalar el negocio, desaparecería en unos años.

Pronto, Vince entendió que no podía hacer la revolución desde la ortodoxia. Su plan, desde el primer momento, pasó por desnaturalizar el wrestling. Cambiar a esos luchadores técnicos, tipos duros y a menudo chepudos, por llamativos culturistas vestidos con tonos flúor. Envolverles en historias que reflejasen las preocupaciones del ciudadano, o más bien una dramatización de ellas, que tuvo a bien bautizar como stravaganzzas.

Y Bollea era la pieza clave del proyecto. En torno a él se construiría una nueva WWF pop, hecha por y para la televisión, en la que los luchadores no serían conocidos por su nombre, sino por un concepto. Con Bollea quería ganarse a los irlandeses de la Costa Este, que a la postre son los que le llenaban el Madison Square Garden cada año, con un personaje pastiche: Hulkpor la serie de Lou Ferrigno que estaba de moda Hogan, un apellido clásico entre la comunidad irlandesa.

Bollea, sin demasiadas alternativas, aceptó. Desde ese día, el valor de la WWF (hoy WWE) no ha dejado de crecer. Entonces valía un millón de dólares, el precio del único edificio que tenía la promoción; hoy su capitalización bursátil es de 8.700 millones de dólares.

Una máquina de hacer dinero

"La llegada de Hulk Hogan lo cambió todo. Llegó a una federación en horas bajas y su impacto fue tal, que estoy seguro de que ni él ni McMahon se podían imaginar algo así", explica Alejandro Gómez, director del podcast El último hombre en pie. "Si en países como España sabemos qué es el wrestling, es por Hulk Hogan".

La revolución de Vince eclosionó hace ahora cuarenta años, en enero de 1984. Para el evento por el título, programó un combate con fuerte contenido político. Se enfrentaron Hulk Hogan, convenientemente ataviado con una bandera de Estados Unidos, contra el campeón Iron Sheik (Jeque de Hierro), un luchador iraní que saltaba al cuadrilátero con una palestina y unas botas con pinchos, con la crisis de los rehenes como telón de fondo. Ganó Hogan, por supuesto, y lo que sucedió después del combate es la perfecta síntesis de la hulkamanía: una explosión de carisma.

"Es muy curioso lo de Hogan. No es un buen luchador, ni el que tiene el mejor físico, ni el que mejor habla al micrófono. Pero derrocha carisma y eso le hace irreplicable", dice Gómez. "Pero es que además le entrega a la sociedad el mensaje que quiere oír. Es el americano perfecto, un tipo que puede con todo, un héroe sin capa, la mejor versión de Estados Unidos. McMahon y él descubren que es un filón y lo explotan durante toda la década de los 80 hasta bien entrados los 90".

De repente, los magacines televisivos y los matinales de la radio empezaron a mostrar interés en el wrestling. Por todos se paseaba Hogan, con unas mallas rojas y un pañuelo en la cabeza, recordando a los niños que recen sus oraciones y tomen sus vitaminas cada mañana. Vince, mientras, estaba armando una máquina de hacer dinero en torno a su fenómeno. Creó los Big Four, los cuatro grandes eventos anuales, uno por estación, en los que se resolverían las tramas que venían cebándose durante meses en los eventos semanales.

Serían Wrestlemania (primavera), Summer Slam (verano), Royal Rumble (invierno) y Survivor Series (otoño). Aunque ampliar el calendario de eventos parece simple, fue con esta maniobra con la que McMahon disparó los ingresos de WWF. No solo consiguió acaparar la atención de los medios cuatro veces al año, sino que le permitió llenar recintos como el Pontiac Silverdrome, con 78.000 localidades, algo que estaba fuera del alcance de los shows semanales. No obstante, la apuesta de Vince estaba en una tecnología que empezaba a popularizarse en los hogares norteamericanos: el pago por visión (PPV).

El 31 de marzo de 1985, se emitió en pay per view Wrestlemania I. Fue el primer deporte más allá del boxeo que se atrevió con el formato, que costaba 60 dólares por domicilio y precisaba de una conexión a la televisión por cable. En las semanas posteriores, la prensa deportiva coincidió con la económica en su análisis: el wrestling no podía compararse con el boxeo, al estar guionizado, y por lo tanto no podía aspirar a cobrar esos precios. Wrestlemania se lleva celebrando 39 años consecutivamente, siempre en PPV, y cobrando un ticket medio de 60 dólares. Vince knows better.

placeholder Hogan y McMahon, en 1985. (WWE)
Hogan y McMahon, en 1985. (WWE)

Hogan siempre gana

Durante casi una década, la que va de 1983 a 1993, las storylines de la WWF giraron en torno a un mismo concepto: crear un problema para que Hulk Hogan lo arreglase en un PPV. No le hizo falta más para disparar su facturación de los 70 millones de 1984 a los 275 de 1989, gracias a la venta de VHS, merchandising, muñecos, licencias para videojuegos e incluso sus propias películas.

Hogan, por su parte, se convirtió en uno de los personajes más conocidos del planeta. Su cara estaba en las cajas de cereales, en las de vitaminas y hasta en los Gremlins, donde se anota uno de los cameos más absurdos de la historia del cine. A finales de los 80, Hogan ganaba en torno a 10 millones de dólares al año, el doble que Maradona en el Nápoles o cuatro veces más de lo que le pagaban los Bulls a Michael Jordan.

"Hogan y McMahon fueron una sociedad fantástica porque sabían perfectamente el rol de cada uno: uno vendía entradas y el otro construía alrededor", dice Alejandro Gómez. "Y aquí hay que darle mérito a Hulk Hogan, que supo estar en la cresta de la ola durante más de una década. ¿Imaginas estar ahora diez años viendo a un luchador ganar siempre? Es muy difícil mantenerse, tanto física como mentalmente, a ese nivel de exigencia y, sobre todo, mantener tu posición en el vestuario ante los nuevos luchadores que van llegando".

"Un luchador no puede ser dueño de su destino en un deporte guionizado, no tiene sentido"

Gómez señala una cuestión clave: el vestuario. El éxito convirtió a Hogan en un compañero con el que no se podía negociar. Relata Bret Hart en su biografía que cualquier intento de que sus combates no acabasen en una victoria aplastante eran vetados por Hogan. "Eso que dices es muy interesante, pero me va a costar dinero, hermano", solía responder. De algún modo, Hogan se convirtió en una empresa dentro de otra, y sus caminos terminaron por cruzarse.

Atisbando el final de su era, Hogan exigió a Vince lo que no se puede exigir en el wrestling: el control creativo de sus combates. "Es que no tiene lógica. Un luchador no puede ser el dueño de su destino en un deporte guionizado, porque pierde el foco y termina ganando siempre", afirma Gómez. McMahon se negó y Hogan se marchó en 1993 a la rival WCW, recién adquirida por el magnate Ted Turner.

Hogan contra McMahon

Gracias a su espaldarazo, la WCW de Hogan se convirtió en el máximo rival que nunca ha tenido McMahon. Durante seis años, ambas promociones compitieron en la noche de los lunes por la atención del mundo, en las conocidas como Monday Night Wars. En esta segunda fase de expansión del wrestling, conocida como Attitude Era, se traspasaron todas las líneas rojas en busca de audiencia: se fingieron secuestros, infidelidades, asaltos en casas y atropellos en directo.

En septiembre del 98, Hogan estuvo a punto de hacer claudicar a Vince. Con el sorpasso en audiencia de WCW, McMahon consideró vender la empresa a Turner, que desde el primer momento se había mostrado abierto a una fusión. Aguantó, y al final acabó comprando la empresa a Ted Turner tres años después. Si Hogan fue el responsable del auge de WCW, también tuvo que ver con su declive en los últimos años del siglo. "Al final se convirtió en un problema para todos. Empezaba a estar cascado físicamente, pero no quería dejar de ganar combates, porque eso significaba dinero. Perjudicaba a sus compañeros, a la federación y a sí mismo con tanto control creativo", afirma Gómez.

placeholder Hogan, durante su etapa en la WCW. (WWE)
Hogan, durante su etapa en la WCW. (WWE)

Las cosas nunca volvieron a ser iguales para Hulk y Vince. A lo largo de los años, Hogan ha intentado regresar a WWE para ocupar su trono, pero McMahon se lo ha negado por sistema, primero por su evidente declive físico, y después por el vídeo de Gawker en el que profería insultos racistas. Desde entonces es un proscrito, un yonki de la fama que apenas puede caminar después de 26 operaciones de columna. Las pocas veces que ha aparecido en la WWE, se ha llevado los abucheos de una parte del público.

Ahora, cuarenta años después de su eclosión y casi diez del incidente racista, McMahon y Hogan están listos para celebrar el aniversario fumando la pipa de la paz. "Sus actitudes en los últimos años han dejado mucho que desear. No solo ha proferido insultos racistas, sino también homófobos. Se le ha ido de las manos", relata Gómez, "Pero, al final, es innegable que, sin él, la WWE no valdría hoy 9.000 millones de dólares".

Primavera de 1981. Suena el timbre del pequeño apartamento del joven luchador Terry Bollea (Georgia, 1953), en el sur de Florida. En la puerta, un repartidor de Western Union le entrega un telegrama en el que dice que Sylvester Stallone le invita a participar en su próxima película, Rocky III. Bollea, sin prestar demasiada atención al papel, sonríe, lo tira a la basura y continúa haciendo las maletas para pasar dos meses en Japón.

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