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La apoteosis de Rodrygo: cómo un jugador impoluto salva al Madrid a la desesperada
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La apoteosis de Rodrygo: cómo un jugador impoluto salva al Madrid a la desesperada

El brasileño ha ganado más peso en el equipo desde la temporada pasada, cuando fue el héroe en las eliminatorias de la Champions. Ahora es un fijo en las alineaciones de Carletto

Foto: Rodrygo celebra un gol en la Champions. (Reuters/Susana Vera)
Rodrygo celebra un gol en la Champions. (Reuters/Susana Vera)
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Rodrygo es un chico serio. No causa problemas. Fuera del campo no existe y dentro solo aparece en el último plano para empujar el gol. Luego corre un poco, levanta los brazos y sonríe no más de un segundo. A veces señala al cielo y el cielo se la devuelve untándole los pies. Su rastro en el área es el de un cazador en la nieve: huella muy leve y herida muy profunda.

Llegó de Brasil, desde el Santos, en 2019, un año después de que el Madrid lo comprara por 45 millones de euros. Ni siquiera costó tanto como Vinícius. Nadie estaba avisado de su juego. Tenía 18 años cuando se plantó por primera vez en el Bernabéu. Era un niño con cuerpo de niño y cara de niño. Marcó un gol y siguió muy serio. Impasible. Como si contuviera una verdad por revelar. No era exactamente negro ni exactamente blanco. No había categoría para él. Poco después, jugó su primer partido de Champions. Le llegó un balón en carrera —tenía una zancada ligera, eso gusta en el Bernabéu—, lo controló con la respiración y quebró de repente hacia el área como si estuviera dibujando con los pies. Marcó de disparo suave y cruzado. Tan fácil, tan sencillo, tan Rodrygo.

placeholder Rodrygo persigue a un rival en la última jornada de la fase de grupos. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Rodrygo persigue a un rival en la última jornada de la fase de grupos. (EFE/Rodrigo Jiménez)

El estadio lo acogió entre los suyos

Esa primera temporada no tenía ningún peso encima. Solo era un chaval que estaba empezando a batir las alas. Disfrutaría de minutos marginales hasta que llegase ese punto de no retorno de todas las temporadas madridistas. El chico tenía clase y parecía rápido y listo. Eso de momento era suficiente. Y gol. Rodrygo marcaba goles sin apenas llamarlos. No forzaba la situación ni era un ave rapaz en el área. Pero su colocación era perfecta y su remate muy exacto. Tenía la cara de un niño, pero la sabiduría de un inmortal. Una parte del madridismo comenzó a exasperarse con Vinícius y sus shows descacharrantes que casi siempre acababan fatal. Y lo comparaban con Rodrygo. Con su economía de gestos —que recordaba a Raúl—, con su efectividad en el área y con su silencio general en el campo donde, cada detalle suyo, abría una puerta en el partido. Rodrygo gustaba, y sus carencias se pasaban por alto.

Rodrygo era rápido de piernas y de gestos, pero su zancada no era gran cosa. Parecía que corría, pero no se iba de nadie. Quizás era su cuerpo, tan enjuto y frágil, que al mínimo contacto se iba al suelo. Quizás era de la raza de los falsos rápidos, como aquel Saviola, que movía las piernas con desesperación, pero apenas avanzaba. Fuera del área la tocaba muy bien, con inteligencia, pero demasiado poco. Y jugaba de extremo. Le faltaba aire, cuerpo, velocidad y regate furibundo para jugar ahí. De vez en cuando, metía un centro de una exactitud morbosa. Pero no era un chorro de fútbol. Era una coda en el partido.

Esa temporada fue la del coronavirus. Y quedó partida a la mitad. Rodrygo dejó un detalle contra el Manchester City —un regate que abrió la puerta a un gol— en un partido que conviene olvidar. Salió indemne de ese año. Pero nadie le consideraba una futura estrella. Era un jugador de rol, un atacante muy joven sin un sitio definido. Su clase y su pureza de líneas le salvaban del runrún del Bernabéu, pero la tensión estaba ahí. Buques enormes se han hundido sin dejar rastro en ese océano de la Castellana, y Rodrygo apenas era un velero juguetón.

placeholder Rodrygo chuta un penalti. (Reuters/Susana Vera)
Rodrygo chuta un penalti. (Reuters/Susana Vera)

¿Una nueva oportunidad?

Llegó la segunda temporada y no ocurrió nada. Su juego no se decantó hacia ningún lugar conocido. Rodrygo seguía tras el telón, esperando al minuto 70 y la posibilidad de casi todo que acababa en casi nada. El gol ya no le sucedía en el área como una predestinación. En lo frondoso del equipo construido por Zidane, un Madrid que atacaba por erosión, no parecía haber espacio para alguien tan sutil. Y eso que había una jugada creada cuando Cristiano que parecía venirle de perlas al brasileño. Los artistas del sector izquierdo se juntaban y confabulan, atraían a los rivales, mientras por el otro lado aparecía Rodrygo. Así llegaron sus únicas alegrías de la temporada. Un jugador que parecía acompasado con su sombra y ahora su sombra se había borrado. Ya solo existía el contorno finísimo de un chaval incapaz de alzar la voz en un mundo de hombres. Era impoluto, demasiado impoluto.

El Bernabéu, como un gigantesco dragón dormido, lo escrutaba con un ojo semicerrado. Rodrygo no estaba marcado por el estadio ni era un niño mimado. Tenía demasiada clase para levantar un murmullo de desaprobación, pero emitía tan poca luz que su figura pasaba desapercibida. De vez en cuando, una finta, una serie de regates inverosímiles o un pase impensado, pero exacto, le recordaba a la gente que ese chico era especial, que tenía música dentro y a la señal precisa le nacerían las alas. Su figura ya no remitía a Raúl, sino a todos los genios frágiles que sufrieron porque les faltaba alguna cualidad esencial para imponer su fútbol. Rodrygo tiene un físico de niño descosido, como Robinho. Y acuérdense de que a Robinho lo asesinaron un verano como cualquier otro.

Acabó la temporada con una eliminatoria agónica contra el Chelsea, donde Rodrygo apenas tocó el balón. Su cuerpo parecía cada vez más pequeño al lado de los gigantes que iban de azul. Zidane lo había atado al extremo derecho y desde ahí su juego se desvanecía. Incapaz de irse por velocidad, su regate era insuficiente. Alejado del corazón del juego, no jugaba. Todo el tiempo que pasaba Rodrigo fuera del área era un dolor. Y apenas la pisaba, caía con delicadeza sin que nadie le hubiera tocado. Necesitaba cuerpo de hombre, piernas de gamo o alguien que lo entendiera.

placeholder Ancelotti durante una rueda de prensa a los medios. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Ancelotti durante una rueda de prensa a los medios. (EFE/Rodrigo Jiménez)

La llegada de Ancelotti

¿Por qué nadie me había hablado de Rodrygo? Así se dirigía el italiano a sus ayudantes al poco de haber comenzado la Liga. En esos primeros meses, el juego del brasileño apenas cambió. Comenzaba en banda y se iba cerrando con el tiempo del partido. Pero iba encontrando su piel sobre el campo. Sus trazos se volvieron más implacables. Ya no dejaba las jugadas a medias, si perdía el balón perseguía al rival hasta volver a recuperarlo, y su pequeña figura había aprendido a cuerpear en lo más íntimo del área. Volvía a pesar en los encuentros y a ser determinante en el resultado. De todas formas, a Rodrygo nunca le satisfizo el contacto físico. Si puede, lo evita. Es de esos exquisitos que llevan el balón por dentro, arrebujado entres las piernas y lejos de los intereses ajenos. De esos que llegan al área, como a una fiesta a la que no estaban invitados, hacen su trabajo y se van sin molestar. Es lo contrario a Vinícius, que manosea el balón mientras Rodrygo apenas lo despeina. Representan dos estados diferentes de la materia, y el otro vértice improbable es Fede Valverde. Fede y Rodrigo juegan un fútbol de líneas verticales, ágil y sencillo. Son suficientes para convertir una mesa en una bicicleta.

El brasileño tiene clutch (cualidad de aparecer en los grandes momentos) y frialdad. Y en lo difícil. Y su sitio comenzaba a estar claro. Siempre desde banda, tenía que llegar y no estar. Pocos toques pero clarividentes y mejor a partir del minuto 60. En el medio del campo aparecía lo justo, pero siempre con una finalidad. Rodrygo es del sur, pero no abusa de su talento. No se recrea en él. Todo lo que hace tiene un fin. Salir de un embrollo, limpiar la jugada, rajar al contrario con un pase interior, meter un tanto. El gol siempre al final de su pensamiento. Es un depredador que no deja rastros en la tierra. Y eso lo descubrimos en la espléndida parte final de la temporada 2021/2022.

En cuartos de final contra el Chelsea, el Madrid perdía 0-3. Estaba fuera de la eliminatoria. Rodrygo entró en el minuto 77. Uno después, hay una larga jugada que acaba en los pies de Modric que pone un centro al área cargado de promesas. De la nada surge Rodrygo y la clava en la portería. Semanas después, se repite el embrujo frente al City. Nuestro héroe sale más allá del minuto 70, y la primera pelota que toca es gol. Esta vez es un centro de Karim, a un lugar lleno de contrarios a donde un jugador blanco llega y apenas roza el balón. Fue suficiente. Dos minutos después, con el Bernabéu enardecido, Carvajal pone un centro y Rodrygo salta y salta hasta llegar a una pelota que parecía fuera de su alcance. ¿Quién lo mantuvo en el aire? Es un misterio. Pero la realidad es un balón alojado en la red. El Madrid ganó la Champions y el estatus del brasileño cambió.

placeholder Rodrygo celebra un gol señalando al cielo. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Rodrygo celebra un gol señalando al cielo. (EFE/Rodrigo Jiménez)

"El aprendizaje de Rodrygo ha terminado". Así se expresaba Ancelotti a principios de la temporada presente. El italiano lo quiere cada vez más cerca del área, cada vez más por el carril central y el brasileño le ha respondido en el campo. Es el jugador del Madrid con más goles y asistencias por cada 90 minutos jugados. Ha sustituido a Benzema y el equipo sigue ganando. Su sociedad con Vinícius ha crecido, no se desequilibra con facilidad y, para pararle en el área, hay que violar la ley.

Ya no es un jugador ensimismado. En cada partido se le descubre una nueva cualidad. Incluso ha empezado a gritar los goles. Es Rodrygo Goes. Un chaval serio tocado por la pureza. Por eso la blanca es su camiseta.

Rodrygo es un chico serio. No causa problemas. Fuera del campo no existe y dentro solo aparece en el último plano para empujar el gol. Luego corre un poco, levanta los brazos y sonríe no más de un segundo. A veces señala al cielo y el cielo se la devuelve untándole los pies. Su rastro en el área es el de un cazador en la nieve: huella muy leve y herida muy profunda.

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