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Robinho, el gorrilla del cementerio que desconectó de la realidad
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la caída del jugador brasileño

Robinho, el gorrilla del cementerio que desconectó de la realidad

Los escándalos, las faltas de respeto y el fervor religioso siguen empujando cuesta abajo la más que tocada imagen del crack brasileño

Foto: Robinho, durante un partido con la selección de Brasil. (EFE)
Robinho, durante un partido con la selección de Brasil. (EFE)

“¿Dónde has jugado tú?”, le preguntaba desafiante y en repetidas ocasiones Robinho a Moisés Ribeiro, defensa del Chapecoense, hace algunas semanas sobre el césped del estadio Independencia (la casa del Atlético Mineiro, en Belo Horizonte). El zaguero simplemente le había reprochado una tomadura de pelo que acababa de dedicarle a Grolli, uno de sus compañeros. Robinho decidió humillar en prime time a los dos.

Se olvidaba Robinho de cuando aún ni soñaba con ser jugador de fútbol y ayudaba a su familia a sacar adelante una vida proletaria. Le llamaban 'Neguinho do cemi', porque era uno de los gorrillas del aparcamiento del cementerio de São Vicente (estado de São Paulo). Allí se dio cuenta de que los que más propina le dejaban eran los de los vehículos más humildes. Un día se lo aparcó a Paulo Roberto Jamelli —delantero de São Paulo, Santos, Real Zaragoza y Corinthians, entre otros—, y a cambio solo recibió unos céntimos. Cuando Robinho ascendió de golpe varios peldaños sociales y se convirtió en una estrella del fútbol, tuvo la oportunidad de recordárselo.

Fútbol sala

Se olvidaba también Robinho de sus primeros entrenamientos en la cantera del Santos, cuando llegaba en bicicleta junto a Diego Ribas, exjugador del Atlético de Madrid, hoy en Flamengo, a la ciudad deportiva. El deporte está en su vida desde el mismo principio, desde la época del cementerio; su día favorito en el colegio era el viernes porque era cuando tenía clase de educación física; a los cinco años comenzó a jugar al fútbol sala, pero no siempre ha tenido el respeto necesario por los que le rodeaban en lo que luego sería su vida dorada. Un toque de suerte le hizo ser diferente y desde entonces decidió ir despegando los pies del suelo.

En una entrevista distendida en la televisión brasileña cuando había regresado al Santos cedido por el Milan, en 2015, aseguraba que echaba de menos el ambiente del fútbol en Brasil. “El clima en el vestuario, el jaleo, la música alta. No los hombres en bolas, que sé que estás pensando maldades”, le dijo al periodista Danilo Gentili. Ante de la pregunta de si también echaba de menos las fiestas, respondió —con alto grado de ironía—: “Soy un tipo casado, soy muy tranquilo.” Había formado una familia, la religión ganaba cada vez más espacio en su vida, pero iba acumulando ya una buena lista de asuntos que tapar.

Desconexión con la realidad

En Madrid, mientras la fama de Robinho crecía y no siempre podía dejarse ver por las calles, gastaba buena parte de su tiempo pinchando música en su casa y mejorando sus habilidades para la percusión, acercándose mentalmente a su Brasil. Sus estilos musicales favoritos: samba, pagode, hip hop y funk, le facilitaban difuminar la presión sobre sus hombros. Sus artistas favoritos, Zeca Pagodinho y Dudu Nobre, difuminaban la nostalgia. La melancolía por su tierra también se borraba de celebración en celebración, pues su rendimiento dentro del terreno de juego comenzaba a ser cuestionable pero su cuenta bancaria engordaba sin parar, se agigantaba cada minuto, como su ego.

La desconexión de Robinho con la realidad ha ido en aumento con el paso de los años. Cada vez más aferrado a las creencias evangélicas, se ha visto incluso involucrado en Brasil en escándalos de intolerancia religiosa. En la Semana Santa de 2010, durante la primera cesión del Milán al Santos, el equipo paulista se desplazó hasta un centro social que cuidaba a niños y jóvenes con parálisis cerebral. La idea del club era que los jugadores les saludaran, les hicieran pasar un buen rato y les regalaran los tradicionales huevos de pascua. Robinho lideró el grupo de futbolistas —junto a los recién llegados por aquel entonces, Neymar y Ganso— que se negaron a bajar del autobús y entrar a ver a los niños al enterarse de que el centro lo gerenciaba una institución espírita.

placeholder Robinho, durante un partido del Real Madrid. (EFE)
Robinho, durante un partido del Real Madrid. (EFE)

Neymar y Ganso

Neymar (18 años por aquel entonces) y Ganso (tenía 20) se vieron obligados a dar explicaciones en televisión. “Quiero pedir disculpas aquí en directo. Siempre estamos aprendiendo y vamos a intentar no volver a cometer estos errores”, dijo el actual centrocampista del Sevilla. “Después, en casa, comencé a pensar que los todos niños que estaban allí no tenían la culpa de nada. No solo fue un fallo mío, sino de todos. Volveremos allí”, dijo el adolescente Neymar. Sin embargo, Robinho (ya tenía 26 años), lejos de disculparse, se justificó como pudo, mostrando su cara más irresponsable: “No ha faltado solidaridad en los jugadores del Santos. No entramos porque nos dijeron que era un ritual religioso. Respeto todas las religiones, pero cada uno tiene la suya”.

El chaval que vigilaba los coches en el cementerio volvía a olvidarse de los que ya no están a su altura, que son la inmensa mayoría. Ahora luce oro y diamantes. Uno de sus colgantes más lujosos lleva el nombre de su hijo mayor, Robson Júnior. Todo brilla en sus armarios y estanterías, todo de cara al exterior, aunque por dentro él mismo se encargó de hundir paulatinamente su prometedora carrera como futbolista y, poco a poco, va haciendo lo mismo con su propia vida.

“¿Dónde has jugado tú?”, le preguntaba desafiante y en repetidas ocasiones Robinho a Moisés Ribeiro, defensa del Chapecoense, hace algunas semanas sobre el césped del estadio Independencia (la casa del Atlético Mineiro, en Belo Horizonte). El zaguero simplemente le había reprochado una tomadura de pelo que acababa de dedicarle a Grolli, uno de sus compañeros. Robinho decidió humillar en prime time a los dos.

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