Guardiola, el hombre que descubrió los secretos del fútbol y gana por todos nosotros
El guardiolismo chapotea en un pantano de petróleo y dinero oculto gracias al triunfo del Manchester City en la Champions League. Sonríe Guardiola con su superioridad moral
Pep Guardiola, catalán nacido de una rosa y una espada. Su significado es el de la perfección. Fue alumbrado en mitad de un rondo en los tiempos en que Cruyff manejaba los destinos del Barça. Era un chico guapo que entendía el juego desde dentro de él. Tenía el físico de un hombre normal, de los que andan por la calle sus 10.000 pasos correspondientes, lo que le hizo tener que pensar la jugada dos horas antes de que amaneciera. Hasta su llegada, los canteranos del Barcelona tenían serios problemas para expresarse y cara de haber trabajado como auxiliar administrativo en los bajos de la Generalitat. El catalanismo posó su mirada en él. Le pusieron un libro en las manos y lo llenaron de elogios antes incluso de que el mediocampista desentrañara su verdadera personalidad.
Eran los tiempos de Barcelona 92 y Cataluña necesitaba venderse al resto de España con un deportista en el que proyectar su vanidad de nación latente. El barcelonismo lo quiso al principio y lo repudió cuando llegaron las derrotas. Guardiola se fue a Italia, donde Capello le enseñó ciertas cuestiones sobre la vida que resultaron fundamentales en su devenir posterior. En el resto de España, Pep tenía un pequeño núcleo de admiradores, amigos suyos y amigos del fútbol con mayúsculas, y un número bastante más grande de periodistas que no se lo tomaban muy en serio. A estos últimos no les gustaba que Guardiola fuera guapo y hablara de fútbol.
El periodista deportivo de aquella época solía ser feo, incluso con taras físicas visibles, como si hubiera saltado de un relato de la picaresca del siglo de oro. Eso se tomaba como lo auténtico, lo castizo. Eran hijos del pueblo y detestaban todo lo que sonase sofisticado. A Valdano lo despachaban con un insulto: el filósofo. A Guardiola le tenían manía —el ser demasiado catalán no ayudaba, desde luego—, pero lo consideraban inofensivo. Alguien en la periferia del ecosistema español. Pep volvió como entrenador y se encontró con un diablo con el balón cosido por dentro: Leo Messi.
Luis Aragonés le había dejado un nombre a su estilo —el tiki-taka— y tras la Champions conseguida contra el Manchester consiguió el respeto de la prensa deportiva. Su fútbol era una frontera mental. Una forma demoníaca de presión y circulación de la pelota que dejaba a los adversarios extenuados antes de haber tocado siquiera la pelota. Cataluña olvidó sus melindres y lo elevó a la categoría de profeta, alguien intocable porque era la proyección de los deseos de una nación. La crítica a Guardiola dejó de estar permitida. Surge el guardiolismo. Se hace exégesis continua de sus palabras, de sus actos, de su forma de entender el juego, de cualquiera de sus decisiones.
La superioridad moral del guardiolismo
El pase se convierte en un acto moral y el estilo Barça —trasunto del carácter de un país— se hace un estilo trascendental. Todo lo que cayera al otro lado, era el mal. Mourinho, Florentino, la España eterna, el Real Madrid. Los telediarios abrían con un 5-0 y cerraban con las ruedas de prensa de algún canterano de la Masia. Era un horizonte de victorias como nunca se había visto. El Barça se convirtió en la performance socialdemócrata definitiva: un estilo-arte donde la violencia no está permitida y cada victoria se dedica a una minoría oprimida diferente.
Esa sensación de absoluto que desprendía su juego, hace mella en la sociedad catalana, hundida por la crisis y necesitada de una utopía. La gigantesca emotividad del fútbol es utilizada para hacer política. Años después se vieron los resultados. Ocho segundos de independencia. El tiempo de una carrera de Messi hacia la portería contraria. Pero Messi siempre ganaba. A Guardiola se le definía con un léxico diferente. Referente histórico, legado, fútbol trascendente, idea, proyecto. Se empleaba un lenguaje con el que se nombra a quien busca la tierra prometida. Y realmente, el fútbol de Guardiola tenía esa cualidad. Daba la impresión de estar en constante búsqueda de algo, una gema rara que existe en las profundidades del juego y que nadie ha llegado a conocer.
La dialéctica con Mourinho le pasa factura. En rueda de prensa sus mensajes son ambivalentes. A ratos emite una luz tan fuerte y tan rara y en otras susurra aquello de amaros los unos a los otros, porque yo no os amaré jamás. Está prohibido mirarle. Huye de España y los guardiolistas buscan signos en el firmamento. Se toma un año sabático, irá al Athletic de Bilbao, dicen algunos. A un club de Segunda, dicen otros. Refundará el mundo desde Nápoles, como homenaje a Maradona, sueñan los más románticos. La realidad está en Múnich. Baviera. El Bayern, una apisonadora con mucho dinero. El club que más se parece al Madrid.
Los guardiolistas se olvidan de sus ensueños y dictan que está rehaciendo el fútbol alemán. Pep tiene un generador de pases en los bajos del pantalón y con un equipo plagado de estrellas se enfrenta al Madrid de Ancelotti. Tras una puesta en escena avasalladora —como siempre en él— se encuentra un equipo frágil que sin la pelota parece una galería de espejos en mitad de un terremoto. El Madrid le pasa por encima con un 0-4 en Múnich y Guardiola sacude la cabeza mohíno: hemos perdido porque no he sido fiel a mis principios. Nunca más pasará.
Unos principios. Unas leyes inmutables más allá del fútbol. Una moral como un caudal bajo el juego, un caudal que convierte algo tan simple como el fútbol en algo superior. Así es Pep. Así lo sienten los guardiolistas. El guardiolismo es una suma de superioridades. Capas superpuestas donde al nacionalismo periférico se le añaden toneladas de virtud, sabiduría y obediencia al ídolo. Pep como deseo o proyección de una identidad política que se desmoronó cuando las utopías dejaron ver su envés agusanado. Gente que necesita de un profeta y una verdad incalculable para levantarse por las mañanas. Y el mal, conspirando al otro lado.
El amor al petróleo de Abu Dabi
Hay varias realidades aquí. Una: Guardiola es un trabajador incansable, un enamorado del fútbol hasta las últimas consecuencias. Alguien que ha cambiado muchas ideas preconcebidas, por ejemplo, el tacticismo extremo era parte del mal —de aquel fútbol de derechas valdanista— de los Capellos de la vida y se hace parte del bien común con el entrenador catalán. Ahora esa geometría exquisita, se utiliza para atacar sin freno. Futbolistas como soldados de plomo de una nación inventada, pero a sueldo de la belleza, o por lo menos de la diversión.
Otra realidad: esa moralización del fútbol, que fue lo peor de Guardiola y el guardiolismo, ha acabado en un pantano de petróleo y dinero oculto. Siempre pasa: lo cursi desemboca en la violencia y la superioridad moral en genocidios de andar por casa. Beguiristáin y Ferran Soriano, fueron los primeros de aquel Barcelona triunfante en saltar al Manchester City. Ya saben: un club comprado para lavar la imagen de una tiranía. El fútbol es un deporte donde tras el telón anida el monstruo. Lo sabemos. Lo aceptamos. Pero no aceptamos que los que iban a elevar a este deporte a unas alturas nunca vistas, hayan descorrido el telón para que el monstruo se apodere de todo aquello que está a la vista.
En la Premier, Guardiola ha esculpido a placer un equipo ganador los fines de semana, pero al que se le atragantaban los miércoles europeos. Ese instinto superior para la victoria le faltaba a unos jugadores demasiado obedientes, demasiado pendientes de lo que el príncipe en el banquillo dijera de ellos. Su fútbol es de alta gama, pero predecible. Algo así como una mecanización del amor. Pep compra mariposas carísimas y las clava en un ojal. Se comporta como un taxidermista, pero gana. Gana y gana ligas y más ligas mientras va ascendiendo paulatinamente la escalera de la Champions.
Acabó comprando a Haaland, bestia suprema con la que atacar el crudo realismo de la copa de Europa. Y funcionó. En semifinales, el Madrid se obsesionó con el gigante mientras Bernardo Silva lo descosía por el interior. La final contra el Inter fue una final como casi todas las finales. Fútbol feo con el corazón en la boca y los pies llenos de plomo. La ganó Rodrigo, lo que es justo, porque ha sido el mejor jugador de la competición. Todos respiramos aliviados. Pep ya tiene su Champions lejos de Messi.
Los guardiolistas —toda la noche montando guardia delante de la casa de su profeta, defendiendo su virginidad con una escopeta en el regazo— pueden gritar su amor a los cuatro vientos y su desprecio por todo lo que no es Pep, aguas estancadas con olor a podrido. El madridismo anda enfurruñado, lo cual suele ser sinónimo de gran orgía veraniega. El fútbol ha ganado por fin. El éxtasis de la geometría o cómo Guardiola soñó el fútbol, será una asignatura en el próximo curso de los escolares de la extinta nación española. Y el Manchester City se convierte en el embajador del primer emirato feminista. Final feliz. Menos mal que no estaba Sergio Ramos rondando por el campo.
Pep Guardiola, catalán nacido de una rosa y una espada. Su significado es el de la perfección. Fue alumbrado en mitad de un rondo en los tiempos en que Cruyff manejaba los destinos del Barça. Era un chico guapo que entendía el juego desde dentro de él. Tenía el físico de un hombre normal, de los que andan por la calle sus 10.000 pasos correspondientes, lo que le hizo tener que pensar la jugada dos horas antes de que amaneciera. Hasta su llegada, los canteranos del Barcelona tenían serios problemas para expresarse y cara de haber trabajado como auxiliar administrativo en los bajos de la Generalitat. El catalanismo posó su mirada en él. Le pusieron un libro en las manos y lo llenaron de elogios antes incluso de que el mediocampista desentrañara su verdadera personalidad.
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