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'Fallen Leaves': la pareja como último acto de insurrección frente al sistema
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ESTRENOS DE CINE

'Fallen Leaves': la pareja como último acto de insurrección frente al sistema

La última película de Aki Kaurismaki ganó el Premio del Jurado de Cannes y compite en dos categorías en los próximos Globos de Oro

Foto: Alma Pöysti y Jussi Vatanen, en un momento de 'Fallen Leaves'. (Avalon)
Alma Pöysti y Jussi Vatanen, en un momento de 'Fallen Leaves'. (Avalon)

La primera vez que entrevisté a Aki Kaurismaki fue en la terraza de un hotel de San Sebastián. Estaba borracho. Eran las once de la mañana. Cuando el camarero le preguntó si ahora quería un vino o una cerveza, contestó pragmático: "Las dos cosas". A pesar de la melopea fue capaz de hilvanar una diatriba contra Europa y un panegírico a favor del cine pequeño y barato. También de profesar su amor por los bares, por la música y por los países mediterráneos —en particular por Portugal, donde reside la mayor parte del año—. Igual que Kaurismaki, muchos de sus protagonistas se niegan a elegir entre una copa, una pinta o un cubata. El bar como lugar de comunión para los agnósticos.

Kaurismaki habrá podido salir de Finlandia, pero Finlandia no ha podido salir de Kaurismaki. Porque a esa tristura y languidez báltica, a esa aparente misantropía epigenética del norte de Europa de la que hasta ellos se ríen —aquellos chistes sobre el distanciamiento social en Escandinavia durante el covid, que era más o menos el tradicional previo a la pandemia—, a ese humor trágico y existencialista que a los mediterráneos nos puede resultar desconcertante, le acompaña ahora la saudade.

Foto: Fotograma de 'Fallen leaves', la última película de Aki Kaurismäki.

Pero es cierto que la mirada del cineasta se ha vuelto en los últimos años más cálida, más cercana, más extrañamente acogedora. Su última película, Fallen Leaves, la historia de amor entre dos inadaptados, mantiene la esencia Kaurismaki pero aliviada por una mirada redentora hacia el ser humano y una voluntad invitadora hacia un público más amplio, menos específico. Unas ganas de comunión de las que, quizás, sus anteriores películas adolecían. Como su protagonista, Holappa (Jussi Vatanen), Kaurismaki parece buscar el amor por encima de la incomunicación.

El cine de Kaurismaki nace en la convergencia de los opuestos. Sus películas son, al mismo tiempo, tristes y cómicas, serias y desenfadadas, con una puesta en escena realista y, a la vez, irreal. El cine de Kaurismaki se crece en la contradicción y se ha ido depurando y desprendiendo de accesorios hasta llegar a su película más sintética y —sorprendentemente— emocionante. Fallen Leaves parece una película de equívocos muda, una en la que la desgracia de los personajes acaba provocando risa por lo absurdo —y dramático— de la situación. Una risa nerviosa.

Una de las reglas de oro para Kaurismaki para mantener la independencia creativa en el que probablemente es el oficio más caro y constreñido a la voluntad del mercado y de los mercaderes es la de hacer las películas más baratas posibles. A menor presupuesto, mayor libertad. Así que en Fallen Leaves tan solo ha necesitado un par de actores, un par de escenarios y una mirada milimétrica atenta a cualquier variación dentro de la repetición, dentro de la costumbre. Sus personajes protagonistas, alérgicos al contacto visual y vocal, se van acercando a base de desplazar el vacío que hay entre ellos y a su alrededor.

Como otra muestra de las contradicciones de su cine, su filme menos ambicioso es el que ha conseguido más reconocimiento internacional. Después de más de treinta años de una carrera más bien ignorada fuera del circuito de autor europeo —salvo por la nominación al Oscar a mejor película extranjera en 2003 por Un hombre sin pasado—, Fallen Leaves compite en dos categorías de los Globos de Oro —una de ellas para su actriz, Alma Pöysti, un logro para una actriz desconocida y en una interpretación en una lengua tan minoritaria como el finés— y muy probablemente también concurrirá a los Oscar, además de haber ganado el Premio del Jurado en Cannes. Si en el momento más prolífico de su carrera —los años noventa— Kaurismaki llegó a estrenar tres películas en un mismo año, en la última década se ha prodigado bastante menos, buscando en el desabrigo de su puesta en escena la esencia de su cosmovisión.

placeholder Alma Pöysti y Jussi Vatanen, los protagonistas de 'Fallen Leaves'. (Avalon)
Alma Pöysti y Jussi Vatanen, los protagonistas de 'Fallen Leaves'. (Avalon)

Fallen Leaves es una película mona, en un sentido nada peyorativo. Es mona porque es idealista, porque en sus personajes hay algo tremendamente ingenuo —no en la mirada del director, que resulta hasta melancólica— a pesar de lo decadente e injusto de su realidad. Existe una voluntad redentora, de creer en la virtud transformadora y paliativa de las relaciones humanas.

Como es habitual en su cine, los protagonistas son dos personas extraordinariamente normales que pertenecen al precariado y que están al borde de la exclusión social, pero sin dramatismos, desde la resistencia pasiva. Ella es Ansa (Alma Pöysti) una trabajadora de supermercado a la que despiden por llevarse dos sándwiches caducados. Él es Holappa (Jussi Vatanen), operario en una siderúrgica al que echan del trabajo por problemas de alcoholismo. Incluso en ambas situaciones, Kaurismaki encuentra espacio para la crítica social desde el disparate.

Un Helsinki gris y taciturno sirve como escenario del día a día alienante de los dos protagonistas. De fondo, en la radio, las noticias de la guerra de Ucrania anclan a Fallen Leaves en el tiempo y en la realidad. Él y ella intentan sobrevivir en una estructura que les quiere productivos y aletargados, pero que no permite la mínima disfunción. Hasta que un día se encuentran fortuitamente y empiezan a buscarse.

placeholder Holappa y su amigo Huotari (Janne Hyytiäinen). (Avalon)
Holappa y su amigo Huotari (Janne Hyytiäinen). (Avalon)

Dentro de lo inhumano del sistema hallan calidez y esperanza en un futuro común imaginado, en sus citas torpes y silenciosas, en ir juntos al cine a ver Los muertos no mueren, de Jim Jarmusz, al cine. En sus cenas paroxísticamente modestas. En sus largos silencios. En sus confusiones y reticencias. Porque, además, esa forma de interpretación propia de Kaurismaki —"no quiero que los actores actúen"—, tan lavada de sentimientos e intenciones, tan monocorde, amplía esa sensación de extrañeza, de distancia entre los protagonistas y el mundo que los rodea. Por fin pueden estar solos juntos.

Resulta también conmovedor y cómico el momento en el que Huotari (Janne Hyytiäinen), el amigo de Holappa, de rictus inexpresivo, se desvela como un cantante melódico entregado, agarrado a la fantasía de que algún día un cazatalentos lo descubra, a pesar de sus dotes vocales cuestionables. Todos los personajes, de alguna forma, viven más tiempo proyectándose en la fantasía que en el suelo que pisan.

Y el alcohol es otra forma de evadirse. Como en muchas de las películas de Kaurismaki, los bares, los destilados y los karaokes están muy presentes en Fallen Leaves. Y como muchos de sus personajes —Reino en Agárrate el pañuelo, Tatiana, por ejemplo—, el protagonista tiene un problema con la botella, que a la vez lo evade y lo hunde. Ansa, que conoce la tragedia del alcoholismo, le advierte.

Pero, a pesar de todas las vicisitudes por las que pasan sus personajes, Fallen Leaves es una película luminosa, porque se contagia de la mirada profundamente humanista y empática de su director, porque demuestra todavía fe en el otro, en la especie humana, en las pequeñas grandes conexiones, en entender los fallos, en regalar segundas y terceras oportunidades, en el amor como un acto de resistencia, incluso de insurrección.

La primera vez que entrevisté a Aki Kaurismaki fue en la terraza de un hotel de San Sebastián. Estaba borracho. Eran las once de la mañana. Cuando el camarero le preguntó si ahora quería un vino o una cerveza, contestó pragmático: "Las dos cosas". A pesar de la melopea fue capaz de hilvanar una diatriba contra Europa y un panegírico a favor del cine pequeño y barato. También de profesar su amor por los bares, por la música y por los países mediterráneos —en particular por Portugal, donde reside la mayor parte del año—. Igual que Kaurismaki, muchos de sus protagonistas se niegan a elegir entre una copa, una pinta o un cubata. El bar como lugar de comunión para los agnósticos.

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