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Por una igualdad real: queremos hacer nuestras necesidades en la calle como vuestras mascotas
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Hernán Migoya

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Por una igualdad real: queremos hacer nuestras necesidades en la calle como vuestras mascotas

Para poder llevar a cabo una vida plena como ser humano, es prioritario que alguna familia me adopte como perro. Una familia lo más funcional posible, ¡tal vez una de las que está leyendo este artículo desee acogerme!

Foto: Un joven paseando un perro. Foto: Pixabay
Un joven paseando un perro. Foto: Pixabay
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Les confieso que me gustaría que me trataran como a un perro. Sobre todo desde que a los perros los tratamos mejor que a los seres humanos. Me encantaría vivir en una casa donde me pongan siempre la comida, me abrumen a caricias a cambio de lametones, me saquen a pasear desnudo y feliz por los parques y me permitan mear y cagar a mis anchas.

¡Y que encima tenga siempre a mi disposición a un homo sapiens para inclinarse a recoger mis excrementos con una bolsita transparente y deshacerse de ellos sin necesidad de mancharme echándoles tierra con mis patas! Mi madre solía decir de la gente que no da palo al agua que "vive como un rajá". Ahora debería decirse "¡vive como un perro!".

Porque los privilegios de los animales de compañía han ido aumentando de manera vertiginosa mientras las libertades humanas son cada día más restringidas, al imitar inconscientemente el modelo timorato del protestantismo anglosajón.

¡El derecho a decir 'guau'!

No me malinterpreten: entiendo perfectamente que la gente trate cada vez mejor a los animales y peor a los seres humanos. A fin de cuentas, nuestra sociedad ha alcanzado un nivel de individualismo tal que cualquiera puede subsistir solo toda su vida sin depender ya de una pareja o de formar un núcleo familiar, lo cual es fabuloso en sí mismo: pero claro, esa independencia en un mundo consagrado al consumismo hedonista genera también una mayor exacerbación del egoísmo… y a ver quién quiere hoy día tener que aguantar a un ser humano al lado el resto de tu existencia. ¡Con lo complicados y pesados que son los seres humanos! Y encima pueden protestar.

Ahora las personas no se aguantan entre sí, somos demasiado narcisistas. Para eso, mucho mejor comprarse una mascota, un gato o un perro, que cuentan con la ventaja de no hablar, te van a querer igual aunque seas un hijo de puta y sólo te piden a cambio que los mantengas. ¡Y encima se mueren como mucho a los veinte años, haciéndote sentir especial porque has perdido a un "ser querido"! En cambio los condenados humanos no se mueren nunca e incluso puede que nuestro/a cónyuge nos sobreviva. ¡Mejor un animal, no hay color! Los perros retozan desnudos por la calle y hasta pueden decir guau. Los humanos ya no pueden desnudarse en la calle y, si dicen guau, lo más probable es que los denuncien por incomodar a algún peatón con esa interjección admirativa con vocación de piropo.

Universalidad del asco hacia el propio cuerpo

Si alguna ventaja teníamos en España con respecto al imperio estadounidense es que nuestra relación con el cuerpo humano era mucho más sana. La alienación social empieza por el vestido, por tapar nuestro cuerpo y juzgar tabús ciertas zonas. La relajación mediterránea, el que abunden las playas nudistas y hasta hace poco se exhibieran revistas pornos en los quioscos son elementos que han contribuido sin duda a que nuestra sociedad carezca casi por completo de asesinos en serie y de crímenes en masa. Somos (éramos) una sociedad mucho más sana que las muy reprimidas de EEUU y Gran Bretaña, donde el contacto físico en la amistad y las relaciones cotidianas se mantiene bajo mínimos por considerarse en gran medida inapropiado.

Hace poco más de una década todavía era posible caminar desnudo por Barcelona y no te podían multar ni detener. Sin embargo, desde 2011 es ilegal por ley. Te pueden poner un multazo de hasta 500 euros y tentetieso (con perdón). A mí me sorprendió que ni una sola voz se alzara protestando y más aún tratándose de la ciudad de las "libertades": ¿tan rápido nos habíamos yanquinizado, de repente a todos los jipis y las tolerantes izquierdas barcelonesas les parecía bien que se castigara con una sanción económica el ir en pelotas? De pronto, estábamos en la misma espiral coercitiva que los USA: la desnudez ya no sólo representa la tradicional incitación al pecado para los católicos estrictos sino que ha empezado a ser estigmatizada como tabú por los liberales laicos.

Foto: Homenaje perruno a la memoria de las mascotas de la familia (Candela Escobar, 9 años)
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Así pues, estamos ante una batalla perdida en todos los frentes.

Y claro, lo mismo pasa con echar una meada al raso: hace menos de un año, la revista TimeOut informaba de que "actos como orinar en la calle (en Barcelona) pasará de ser 200 euros de multa a 300; hacer pintadas en edificios públicos pasará de 300 a 500 euros, una sanción que puede llegar a 600 si se trata de edificios patrimoniales". No dice nada de si mear contra un edificio patrimonial recrudece también la correspondiente pena de 300 eurazos, pero no me extrañaría un perro. Perdón: un pelo.

Ahora que afirman que la gente de derechas es más natural para muchas de estas cuestiones y no se anda con tantas complicaciones morales, me uní a una comuna de vividores libertarios (ellos se definen antiwoke) y les expuse el tema: ¿por qué no se consideraba ya normal pasear desnudo o estarlo en cualquier ambiente, como en los años 70? Para mi sorpresa, se significaron radicalmente en contra del nudismo: les parecía asqueroso que alguien remolcara sus genitales al aire. Como mucho, se mostraban razonablemente partidarios de una exhibición parcial, acudiendo al viejo argumento ñoño del "sugerir antes que mostrar". Uno hasta defendió que le excitaba tropecientas mil veces más mirar a alguien forrado de felpa que desnudo, lo cual, caramba, me desconcertó un cuanto, porque nadie estaba hablando de erotismo ni de sexo ni mucho menos de lo que excitara o no un viandante en cueros. Y bueno, ya cuando entró lo de la felpa en el debate, lo dejé correr, porque los vi muy entusiasmados con ese fetiche.

¿Qué diferencia hay de partida entre un occidental que ataca con tanto fervor la exposición rutinaria del cuerpo humano de cualquier fanático islámico que defiende la necesidad de un velo? Para mí es casi lo mismo, al final. Son usos comunitarios que se interiorizan y que cada comunidad cree IMPRESCINDIBLE para el respeto de sus maneras de vivir. ¡Pero hecha la ley, hecha la trampa! De la represión textil nacen los tabús: si cuando mi padre era niño los mozos del pueblo se hacían pajas en el cine mirando a Gilda quitarse un guante, ya me imagino las que se deben de hacer los islámicos imaginando a una moza que baja el velo del rostro para exhibir su incitante nariz…

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Pero entonces, si ningún grupo humano ni partido ni colectividad defiende el mostrarnos como realmente somos en lo físico y en lo psicológico, sin traumas ni vetos unilaterales, ¿dónde quedaron los defensores de la naturalidad?

¿La naturalidad ha quedado criminalizada para siempre en el pensamiento occidental?

Discriminación contra los humanos

Así pues, estamos ante un panorama de discriminación absoluta contra los seres humanos. Yo no puedo caminar desnudo por la calle ni ver a otras personas desnudas en un entorno colectivo ajeno a una playa acotada, porque teóricamente esa exhibición epidérmica supone un atentado, ¡una agresión visual!, contra nuestra sensibilidad ciudadana. (¿Será simplemente un factor perjudicial para atraer al turismo?). Sin embargo, tengo que tragarme (es un decir: "tragarme" por los ojos) la caca que cientos de canes expelen delante de mis narices, diariamente, en todos los parques públicos, y luego contemplar a seres humanos hechos y derechos doblándose sumisos a acoger en sus manos esas pastas cálidas y hediondas procedentes de los intestinos de las bestezuelas.

¿Necesito ver eso? ¿No puedo decidir ni expresar que me parece repugnante esa visión constante de semejantes actos mamíferos íntimos, de tamaño despliegue escatológico? Ver evacuar cotidianamente a docenas de animales y a sus dueños manipulando esas boñigas no es mi ideal de un paseo idílico por la ciudad.

Y eso cuando no acaba uno metiendo la pezuña entera en un mierdón en plena acera que a nadie le ha dado la gana de recoger. Aunque tales incidentes me han dejado de pasar desde que no vivo en España.

Reconozco que yo antes meaba a menudo en la calle. Soy de pueblo y los de pueblo somos así. En realidad, ¡a veces uno no puede hacer otra cosa! Y menos en ciudades donde los establecimientos no te permiten utilizar el excusado si no consumes antes. ¿Qué esperan entonces? No todo el mundo lleva dinero extra para comprar su pase a un mingitorio ni se lo puede permitir. Yo además arrastro un problema adicional: como sufro de timidez enfermiza, me aguanto todo lo que bebo en los bares sin acudir a los servicios porque me parece una desconsideración para con las personas que me acompañan a la mesa. Suena a tontería, pero es la verdad: me avergüenza tener que decir "voy al servicio", así que la mayoría de las veces me retiro del bar o restaurante o café con todos los líquidos ingeridos en las últimas horas aún dentro del cuerpo. Y como no conduzco, me voy caminando a todos lados, porque soy una persona sana y no creo en los gimnasios, y en consecuencia muchas veces me acucia la necesidad de hacer aguas menores en plena vía pública.

Una vez protagonicé en el barrio barcelonés de Gràcia un hecho harto vergonzoso: a la una de la madrugada una pareja treintañera me pilló meando junto al portal del edificio donde residían. Ellos no se dieron cuenta porque la calle era muy oscura, pero me sonrojé de puro embarazo. Al descubrirme, la chica me empezó a insultar con saña, pero su novio la retuvo por miedo a que yo fuera un yonqui rabioso salido de alguna trama de José Antonio (me refiero a De la Loma, ojo). Seguro que si les hubiera ladrado con un dejo gimiente y meneado la colita se me hubieran acercado confiados y me hubieran palmeado cariñosos el lomo. Pero sus únicas reacciones fueron insultarme y temerme. Yo, fiel también a mi condición humana, terminé de mear con parsimonia y sin hacerles caso, porque vi que el tipo era un cagado.

Asimismo, la escena más deslumbrante y romántica que he vivido en la Ciudad Condal sobrevino por sorpresa una noche en la Plaça del Sol hace un porrón de años: saliendo de un bar, me topé con una veinteañera guapísima, acuclillada frente a mí sobre el alcorque de un árbol y extasiada en el acto de orinar. Lo hacía con las piernas separadas para que el abundante personal de la plaza se fijara en la armonía del chorrito, mirándonos a quienes salíamos del local con expresión de placer ante su propio descaro exhibicionista. Sabía que todo el mundo la estaba admirando y lo disfrutaba. Una escritora amiga que me acompañaba me puso al corriente enseguida:
—No le hagas caso, es actriz de teatro, ya sabes cómo son esos notas.

Yo hasta le hubiera pagado a la chica por su valiente iniciativa, ¡mucho mejor contemplarla en ese acto que aguantarla representando los de alguna obra de Buero Vallejo!, pero imagino que hoy la hubieran denunciado. Ya nadie se atreve a practicar sin camuflajes ese tipo de hazañas fisiológicas.

¡Todos los bandos ideológicos hemos marchado juntos de la mano a la misma sociedad del miedo a la que los demócratas juramos no volver jamás!

Porque en el fondo nuestra auténtica agenda ideológica y moral no la decide ningún bando español, sino Netflix y Hollywood.

Quiero ser tu perro

Así que lo dicho: exijo que los humanos gocemos como mínimo de las mismas libertades que los animales que nos acompañan (o más bien, a los que acompañamos). La única manera de poder mear, cagar y solazarse en libertad es siendo un bicho peludo. ¡Ah, quién fuera mascota adoptada! Por ese motivo les tengo tanta tirria que mi única revancha se da cuando ponen al amo en alguna situación de apuro. Por ejemplo, hace poco fui testigo de un suceso bochornoso: comenzó con un adolescente de mi barrio sacando a pasear a su bulldog a la hora en que yo regreso del súper comiéndome un currusco.

En cuanto vi que el chucho se disponía a hacer aguas mayores, me apresté a cruzar la calzada. Su dueño también se preparó a disponer de la inminente evacuación, plantado al lado de la fea criatura con una bolsa de plástico cubriendo su mano, como un receptor de béisbol espera enguantado a que el lanzador arroje una nueva pelota. Sólo que en vez de pelotas, a éste le iban a arrojar cagarrutas. Bueno, pues el perrito empezó a soltar un aluvión de mierda líquida que se extendió como un reguero marrón por toda la acera, a tal punto enojoso que hasta mí llegó su insoportable hedor.

"Hasta se pueden oler el culo y montar en dicharachera coyunda sin que ningún bípedo racional ponga el grito en el cielo"

Pero mereció la pena aspirar esos aromas diarreicos a cambio de ver la cara de desolación que ponía el desdichado chaval, preguntándose cómo iba a recoger aquella oleada de caca sin olat. Casi me carcajeo delante de él. Sin embargo, hasta yo sentí lástima de la tarea ímproba que le aguardaba por delante. Y tras pensar esto, aceleré el paso en modo pecador de la pradera para que no me alcanzara los zapatos la marea defecada.

Hoy día los animales domésticos viven como Dios. Si hasta se pueden oler el culo y montar en dicharachera coyunda sin que ningún bípedo presuntamente racional ponga el grito en el cielo. Y que a nadie se le ocurra quejarse de tales inesperados engastes, porque será increpado por censurar a las "pobres" bestias. ¿Pobres? ¡Si son los seres más privilegiados del planeta! En resumen: para poder llevar a cabo una vida plena como ser humano, es prioritario que alguna familia me adopte como perro. Una familia lo más funcional posible, ¡tal vez una de las que está leyendo este artículo desee acogerme!

Hasta les permito que me castren. Todo con tal de que me dejen corretear despelotado por el parque, lamerme las bolas, mear contra un neumático, restregarme contra un árbol y cagarme delante de todos ustedes.

Les confieso que me gustaría que me trataran como a un perro. Sobre todo desde que a los perros los tratamos mejor que a los seres humanos. Me encantaría vivir en una casa donde me pongan siempre la comida, me abrumen a caricias a cambio de lametones, me saquen a pasear desnudo y feliz por los parques y me permitan mear y cagar a mis anchas.

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