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Mi salida del armario: presumo de ser bisexual sin serlo
  1. Cultura
Hernán Migoya

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Mi salida del armario: presumo de ser bisexual sin serlo

"Ser bisexual" de cara al público es el nuevo "ser heterosexual". Todo son ventajas: resultas mucho más moderno, las mujeres te encuentran más atractivo y la sociedad (la occidental, claro) te quiere más

Foto: El actor Vincent Price en 1970. (Getty Images/Evening Standard)
El actor Vincent Price en 1970. (Getty Images/Evening Standard)
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Ya hace muchos años que me jacto públicamente de mi bisexualidad y siempre me ha ido bien de esta manera, aunque por desgracia sea más hetero que el chucho de Julio Iglesias. Jugar con la ambigüedad sexual es hoy considerado (y me parece genial que así sea) una muestra de inteligencia, progresismo genuino y madurez emocional. Yo recomiendo a lectores de cualquier sexo que ostenten un aura de personas expertas en todos los genitales: como solían afirmar las arengas publicitarias de los tebeos, seguro que sus amistades los encuentran más interesantes y les va mejor en la vida.

Obviamente, una de las utilidades colaterales del embuste consiste en convertirse en sujeto de mayor brillo para la población femenina, como ya demostró hace medio siglo Alfredo Landa en la comedia vanguardista No desearás al vecino del quinto. Pero ahora que estoy inmerso en una "relación liberal estable" (la forma bonita y respetable de decir que soy un monógamo cornudo), no me sirve de mucho ninguna cualidad, ni legítima ni fingida. Para más inri, mi novia es una feminazi bisexual (ella sí genuinamente), así que al menos puedo presumir de que me la pega con hombres y mujeres por igual. Y eso, no me lo negarán, proporciona su pedigrí.

placeholder Vincent Price, uno de los bisexuales más notorios del cine mundial, en el rodaje de 'Matar o no matar, este es el problema'. (Theater of Blood, 1973)
Vincent Price, uno de los bisexuales más notorios del cine mundial, en el rodaje de 'Matar o no matar, este es el problema'. (Theater of Blood, 1973)

Mis razones para reputarme ambidiestro en cuestiones amatorias cuentan con su lado práctico, pero nacen arraigadas en traumas de la niñez (vamos a victimizarnos un poco para apelar a la indulgencia del jurado). Si tuviera que exponer las causas de mi impostura, las resumiría en estas tres:

1- Trauma floïdiano

Exacto, la razón profunda subyace en un complejo de tipo no freudiano, sino floïdiano: de Floïd, la loción para después del afeitado que usaba mi padre. Y es que su lema publicitario (Aún quedan hombres con hombría) sintetiza a la perfección la virilidad sin fisuras que se exigía a los varones hasta hace bien poco… aunque seguro que en algunos hogares dicho criterio antediluviano sigue vigente.

Y es que papá, carpintero berciano que solo creía en la dictadura del proletariado (fue un comunista que nunca pretendió pasar por demócrata, lo cual le honra, para qué disimular), era el único modelo masculino que tuve toda mi infancia. Y él ponía el listón bien alto en cuanto a cómo debía ser un hombre de verdad: según afirmaba, había que peinarse para atrás, caminar con los hombros echados hacia atrás y tener (como cantaban los Hermanos Calatrava) "cuidado con los amigos que van detrás".

Todo era atrasado en su criterio.

Y aplaudo en especial a estos tres últimos grupos porque son gente valiente, porque la sociedad ha estado siempre en su contra

Estas reglas inamovibles generaron en mí una angustia considerable en la pubertad, empezando por una cabellera rebelde que se inflaba como algodón de azúcar en cuanto le pasaba el cepillo a contrapelo. Además, mi paranoia diagnosticada siempre ha agigantado los miedos íntimos hasta convertirlos en certezas irrefutables. Mi temor a querer suicidarme me hacía evitar el cruzar por delante de las ventanas o acercarme a un andén. Con la búsqueda de mi identidad sexual pasó otro tanto: mi pavor a ser homosexual y decepcionar a mi padre me hizo homosexual perdido durante años ante mis propios ojos.

Con la madurez, me di cuenta de la estupidez de tales miedos y fui lo que quise ser. Pero de esa tortura mental me quedó la admiración incondicional hacia cualquier persona que tomase la decisión de vivir su sexualidad sin tapujos ni temores. Las admiro y jamás podré censurar una conducta sexual consentida entre mayores de edad, sean heteros, gays, lesbianas o bi. Y aplaudo en especial a estos tres últimos grupos porque son gente valiente, porque la sociedad ha estado siempre en su contra.

Y de un modo inconsciente, asumir en mi trato social que soy bisexual es también una manera de rendirles homenaje. Mi propio padre tenía sus dudas (demasiadas veces se apresuraba a aclarar que su aprecio de la belleza masculina en los actores que veneraba —su Robert Taylor del alma— no significaba que fuera "marica"… ¡y bien que amaba a Stalin!), pero ahora sé que de haberle salido un hijo homosexual, lo hubiera aceptado sin tanto problema. Su homofobia era tan de postal como mi bisexualidad.

Porque mi padre era, ante todo, un buen hombre.

Foto: Fuente: Wikipedia

2. Fe en el supremacismo bisexual

La experiencia me ha hecho comprobar que, además, en el mundo cultural el colectivo LGTBI suele ser mucho más inteligente que el heterosexual. Tal vez porque una persona gay ha descubierto la tramoya detrás del telón mucho antes que una hetero. En cualquier caso, el nivel de madurez y de frivolidad consciente (signo de inteligencia poco extendido en nuestro país) tiende a ser mucho mayor fuera de lo heteronormativo.

Pongamos el caso español: por lo habitual, el intelectual hetero abriga un miedo cerval al ridículo. Cierto que, para empezar, la gente en España que se dedica a la cultura es fea de narices y que, seguramente, lo de hacerse artista o erudito supone una estrategia encubierta para ligar, porque hallan mayor garantía de éxito en construirse un pedestal desde el que convencer de su carisma a su objeto de deseo, volcándose ellos y ellas en el pastoreo de postureo, que en entablar con honestidad un juego de seducción de tú a tú, mediante un tute más horizontal. Por eso hay tantos escritores mezquinos que se pasan el anonimato apoyados en una mujer incondicionalmente enamorada y, en cuanto se han hecho famosos (o alcanzado la gloria, como se dice vulgarmente) le pegan la patada y se van con alguna veinteañera que confunde la belleza de la obra con la fealdad del autor.

Foto: Fuente: Julien Aliquot (HiSoMA), 2018.

Sea como fuere y por lo general, con los intelectuales heteros resulta mucho más difícil bromear y relativizar sobre el valor de las cosas: son mucho más solemnes y simplones. En la historia del cómic español del siglo XX, por ejemplo, podrías encontrar mil críticos fanáticos de los tebeos de aventuras y del Oeste (hazañas "de machos"), pero casi ninguno le prestaba la mínima atención —ni siquiera como estudiosos— a la historieta rosa o romántica. Ahí sí había una discriminación real hacia los géneros considerados tradicionalmente femeninos. Y si mostrabas interés en ellos —me ha pasado— se mofaban de ti. Algunos se siguen mofando, a poco que demuestres que sabes reírte de ti mismo. Su sentido del ridículo tiene la piel muy fina: independientemente de su ideología, a muchos les sigue aterrando que se juzgue su sexualidad (y en especial su índice de actividad sexual) y publicitan sus gustos artísticos como pantalla deflectora.

Lo mismo sucede con la defensa de manifestaciones culturales españolas: en la Transición la progresía puso de moda (con sanas excepciones, como Serrat o Vázquez Montalbán) menospreciar toda la cultura nacional, particularmente si era popular. Parecía que amaban al pueblo, pero sin el pueblo, porque todo lo que tuviera éxito les parecía una mierda. De ahí fue evolucionando ese desdén por lo español y en mi generación surgieron calificativos especializados en ningunear lo nuestro: para el común de los urbanitas listillos, ese autor era un hortera, esa película era casposa, que si la "ranciedad mesetaria", etc. Los especialistas en cine adoraban a Ford, los musicales a los Beatles, los literarios a Lovecraft y los comiqueros a Eisner. Si confesabas que te tronchabas viendo a Cassen en 07 con el 2 delante, te emocionaba escuchar La campanita de Manolo Escobar, vibrabas leyendo El Coyote de José Mallorquí o las aventuras fantásticas de El Mercenario de Segrelles eras un hortera, un casposo, un cutre.

La diferencia, probablemente, estriba en que la gente marica folla mucho más y que, por tanto, de sus preferencias artísticas

El lobby cultural gay trajo consigo la reivindicación de lo español y, de hecho, es la única esperanza de trascendencia universal que le queda a la cultura española. Mientras señoros heteros de mi generación refunfuñan de todo (todo les parece mal: Zorra, Rosalía, La que se avecina, Mario Casas, el reggaetón), hace lustros que el colectivo LGTBI se ha apropiado con sentido del humor de nuestras señas de identidad culturales y, sin prejuicios ni complejos, se dedica a divulgarlas, a veces reinterpretadas: desde las tonadilleras imitadas por los transformistas de toda la vida, pasando por las maravillosas ilustraciones pornofolclóricas de Nazario, el cine hipercañí de Almodóvar, el sincero abrazo de Alaska y Valeria Vegas a nuestro Cine de Barrio, la música con raíces de Rodrigo Cuevas o la última reivindicación de Lola Flores como ser único de la galaxia, la comunidad gay se atreve a defender nuestra cultura del entretenimiento por pura pasión, sin esperar nada (léase concesión de autoridad) a cambio; mientras la hetero prosigue obcecada en abanderar únicamente la que considera "trascendente" y, sobre todo, la que relumbra mejor en su pechera.

La diferencia, probablemente, estriba en que la gente marica folla mucho más y que, por tanto, de sus preferencias artísticas (ergo de su prestigio) no depende su vida sexual.

Lo de Lola Flores tiene su mérito adicional: si no se la hubieran apropiado las feministas y especialmente las feministas lesbianas, los demás españoles con acceso a los medios nos hubiéramos quedado calladitos, porque nadie más hubiera osado elevar a los altares a una celebridad notoriamente franquista. La operación de santificación de la Faraona como modelo de mujer empoderada pese a sus simpatías indisimuladas por Paquita la Culona aporta un saneamiento de nuestra historia que nos permite reconciliarnos con la (mucha) cultura rescatable del ominoso período franquista: tal vez en breve el Ministerio de Cultura se anime a financiar mi versión en clave (más) gay de A mí la Legión (1942), el clásico homosexual de Juan de Orduña.

En España jamás pude publicar en una editorial de prestigio porque a casi todos los editores, casi siempre heterosexuales, les caigo mal

3- Por la recomendación, te quiero guapetón

Pero os engañaría si no reconociera que dármelas de bi resulta una estrategia muy práctica en el mundo cultural: en dicho sector abundan los gays con poder y siempre he ejercido cierta atracción en ellos. No es mi belleza, porque lamentablemente soy tan feo como el escritor progre promedio: creo que es cierta masculinidad de clase obrera lo que les pone. Soy como el amante gitanillo de Gil de Biedma, vamos.

Un caso concreto: en España jamás pude publicar en una editorial de prestigio, entre otras razones porque a casi todos los editores, casi siempre heterosexuales y pijos de per se, les caigo mal. Tuvo que morirse de un infarto uno de ellos —que en veinte años de toparse conmigo por saraos literarios jamás se había dignado dirigirme la palabra— para que su sustituto, mucho más humilde en lo social y fluido en lo sexual, aceptara editarme.

Lo mismo se puede decir del resto de ámbitos culturales: en televisión, por ejemplo, hay casi tantos gays como cocainómanos, así que es inteligente jugar un poco a hacerse "el deseado" y a "regalarse", como diría mi querida amiga Chiqui Martí (pero ella promulgaría lo contrario: ¡no hay que regalarse!).

Todos mis jefes y mecenas gays se han comportado conmigo con caballerosidad

Y esa regla es extensiva a la gestión cultural, profesión que nos permite subsistir a muchos: un escritor pero amigo me comentaba hace poco que, años atrás, un importante exdiplomático español al frente de una relevante institución nacional en Latinoamérica se pasaba la vida mirando al paquete de todos los artistas que acudían a proponerle alguna actividad necesitada de financiación y apoyo logístico. Mi amigo no fue excepción y antes de ver aceptado su proyecto, tuvo que pasar por casa del gañán y hacerle una mamada. Fue una maniobra consensuada, obviamente. De manera automática, mi colega recibió sin demora el favor (luego de otras sustancias) de su mecenas ibero.

Por mi parte, jamás me he visto en un brete de ese tipo ni me he encontrado de sopetón con ninguna encerrona. Todos mis jefes y mecenas gays se han comportado conmigo con caballerosidad irreprochable y se han conformado con mi compañía "amigable", sin intercambio (o recepción unilateral) de fluidos. También es muy probable que a sus ojos sea menos creíble como gay que Santiago Segura como director aliado del feminismo.

Situaciones comprometidas

Lo más cerca que estuve de caer en brazos de un hombre fue durante una incursión a una discoteca de ambiente (disculpen lo viejuno del término, es la edad) junto a Julián, mi mejor amigo madrileño, para conocer qué se cocía por esos lares: tras bailar un par de horas y urgido por la necesidad de hacer aguas menores, me metí en una sala a oscuras pensando que era un excusado. Me adentré hasta el fondo del cuarto y, resignado a no hallar el interruptor de luz, me disponía ya a desenfundar el pajarito y a tantear dónde quedaba el mingitorio de loza, cuando toqué algo viscoso con la mano y un súbito gemido, repetido por varias voces más, me hizo comprender que aquello no eran los servicios y mucho menos higiénicos… Salí escopeteado, no tuve valor de tomar al toro por su cuerno.

En otra ocasión sí estuve a punto de hacerlo, pero por venganza: Julián me presentó en un pub de Chueca a un periodista cultural que enseguida se mostró interesado por mí. Él pensaba que yo no lo había reconocido, pero recordé perfectamente cómo tiempo atrás me había llenado de insultos en un artículo. Así que jugué a hacerme el bobo y a coquetearle ¡y funcionó! Tenía al tipo en la palma de mi mano y, por unos segundos, fantaseé con un desenlace tipo Instinto básico: ligármelo, llevármelo a casa y sacarle las entrañas con un banderín del Barça. Fue bonito imaginarme un Vincent Price (célebre bisexual, por cierto) en Matar o no matar, este es el problema, pero no me sentí capaz de pasar a la acción, así que solté al pececito.

El siguiente chasco me lo llevé en otra fiesta gay en el chalet de una urbanización madrileña

Otro momento embarazoso tuvo lugar en una de las reuniones de amigos gays, casi todos periodistas, hace una década: tras los típicos comentarios sobre el último de Fangoria o lo buenorro que estaba Jaime Cantizano (punto éste que ni yo —¡ni mi padre!— podría negar, qué hombre más guapo, por Dios), se lanzaron en modo marica mala a soltar una retahíla de comentarios misóginos, ridiculizando a esta chica o a esta otra, con tal virulencia despiadada… que confieso que me ruboricé y enmudecí. Ay, mis odiadores biempensantes, si me hubieran visto entonces: ¡el autor de Todas putas, escandalizado con los vituperios contra las mujeres que lanzaba toda una horda de hombres desalmados! Jamás me recuperé de esa experiencia tan cruda, ahí mi camuflaje se resquebrajó y, sí, me vine completamente abajo.

El siguiente chasco me lo llevé en otra fiesta gay en el chalet de una urbanización madrileña. Me presenté todo descamisado, atufando a L'Homme de Yves Saint Laurel, dispuesto a dejarme acariciar (el oído) por decenas de simpáticos homosexuales que sin duda me desearían aun sabiendo que yo era fruta prohibida… Pues bien, fue llegar y, durante las horas que siguieron, absolutamente NADIE me hizo el menor caso. Como si no existiera, tú.

¿La causa? ¡Otro heterosexual!

Pero claro, era un hetero veinte años más joven que yo, y encima guaperas, musculosísimo, encantador. Él atrajo con sus risas varoniles y sus anécdotas picantes toda la atención de aquellos alegres muchachos mientras a mí me dejaban relegado al rincón de los juguetes rotos. Me sentí tan ignorado que, por no lanzarme sobre ese machito cachas a tirarle de los pelos y arañarle su perfecto cutis, me metí a solas en una salita y me leí entero un libro de Alice Munro. Fue el fin de una época entrañable.

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Más allá de autolimitarnos con las etiquetas, creo que la única causa en la que creo es en el respeto a la diversidad sexual. Y que el estado ideal y más evolucionado del ser humano es la bisexualidad. Por ello, tender a dicha condición me parece lo más natural y deseable. Tal vez he escenificado todo este tiempo lo que, en el fondo, me gustaría ser.

Cómo me gustaría poder tener a mi padre lúcido para poder decirle algún día: ¡Papá, papá, que al final sí soy bi!

Ya hace muchos años que me jacto públicamente de mi bisexualidad y siempre me ha ido bien de esta manera, aunque por desgracia sea más hetero que el chucho de Julio Iglesias. Jugar con la ambigüedad sexual es hoy considerado (y me parece genial que así sea) una muestra de inteligencia, progresismo genuino y madurez emocional. Yo recomiendo a lectores de cualquier sexo que ostenten un aura de personas expertas en todos los genitales: como solían afirmar las arengas publicitarias de los tebeos, seguro que sus amistades los encuentran más interesantes y les va mejor en la vida.

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