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La meritocracia no existe y la prueba es que yo estoy aquí
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Juan Soto Ivars

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La meritocracia no existe y la prueba es que yo estoy aquí

Si crees que el mérito lo es todo, eso te conduce a la frustración cuando descubres que hacían falta otros elementos. Sin embargo, si crees que el mérito no importa, ¿para qué esforzarse?

Foto: Samantha Hudson en el Sónar. (EFE/Alejandro García)
Samantha Hudson en el Sónar. (EFE/Alejandro García)
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El otro día esa figura del famoseo progresista que ha hecho fortuna con la espantajería y la extravagancia, Samantha Hudson, fue a Operación Triunfo. Allí pronunció un discurso motivacional. El discurso motivacional era fatalista: consistía en decir que esforzarse no sirve de nada y que el fracaso nos espera y hay que abrazarlo. Algo, por otra parte, idóneo para un concursete televisivo donde la mayoría de aspirantes terminan sistemáticamente como juguetes rotos.

Pero quiero ir al fondo. Hagamos filosofía. Porque Samantha Hudson hace unos shows muy divertidos y despampanantes, alguno he visto y son como de las varietés de Álvaro Retana, pero como gurú de la filosofía acierta de rebote, como vamos a ver. Transcribo su sermón palabra por palabra porque fondo y forma se engarzan:

"La meritocracia no existe; no al que más se esfuerza le salen mejor las cosas. Paradójicamente, abrazar el fracaso te convierte en una triunfadora, aunque sea una triunfadora en fracasar. Pero preferir aceptar que podía ser lo peor (sic), todo lo que jamás hubiera querido ser, todo lo que me evitaba darme cuenta de lo que yo podía ser (sic), preferí ser todo eso y aceptarlo a seguir persiguiendo fantasmas a sabiendas de que eso me estaba haciendo daño y me estaba afectando a nivel personal, o sea que yo creo que esos son mis consejos".

Olvidad la sintaxis inconexa y vayamos al fondo. Partimos de que el discurso de la meritocracia liberalón hace aguas. En eso estamos de acuerdo. Estamos ante un parlamento magistral por otras razones. Primero, porque fabrica una verdad al tiempo que la señala, como cuando hablan los legisladores. Hudson comunica un hecho que se hace lapidario mientras lo pronuncia. ¡Esa verdad! ¡El mérito no existe! Y queda probado porque Samantha Hudson está allí, en la posición de un gurú, y lo está diciendo.

Si el mérito fuera un elemento central para el acceso a cualquier élite, como por ejemplo la que ofrece discursos motivacionales en programas de gran audiencia, ella misma no hubiera podido acceder, y es dudoso también que existiera Operación Triunfo, o que yo pudiera estar aquí, escribiendo. El mérito, digamos, es solo un factor, pero hay otros, como demuestra nuestra presencia.

Por otra parte, ¿qué es el mérito? Una figura incierta. Pongamos por caso que viviéramos en una sociedad islamista: ¿no sería el mérito hacerse chichones en la frente de tanto rezar y tratar como ganado a tu mujer? Sin duda. Pongamos que viviéramos en el fascismo italiano, en la Alemania nazi, en el comunismo soviético: ¿no define cada sociedad el mérito en función del lugar donde la moral pública y el poder (que son lo mismo) han colocado los culos para lamer?

Foto: Imagen: L. M.
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En nuestra sociedad, se entiende como mérito decir, por ejemplo, que has sufrido mucho. O tener mucho dinero habiéndolo conseguido por los medios que sea. También adoptar una pose radical desde la más confortable corrección política, como hace Hudson, que se dirigía a unos chavales y a través de ellos a toda la juventud con el mismo mensaje que esa izquierda nihilista y posmoderna, sabor Sumar, impotente ante cualquier desafío material.

"El mérito no importa", "la meritocracia no existe": discursos para una izquierda castrada, incapaz de ofrecer otra idea que la del fracaso con terapia porque el mundo es injusto y la salud mental se resiente. La "sosiedá" —vienen a decir— es pura discriminación, y en consecuencia nadie que haya logrado mucho lo merece realmente, mientras que los que nada tienen y viven abajo lo merecen todo. Es decir: merece todo quien no tiene nada, y no merece nada quien lo tiene todo. Los pobres heredarán el reino de los cielos, versión Samantha. Solo que en el terapeuta.

Pero, ¡ojo!, porque las palabras de la gurú motivacional encierran también una paradoja: Hudson penetra en ella cuando dice que el fracaso es un triunfo. Es más bien al contrario y, de nuevo, la prueba es el lugar desde donde habla, dónde pronuncia esas palabras. Hace falta haber triunfado para estilizar el fracaso, puesto que a una persona realmente fracasada —una cajera de supermercado triste y explotada, un divorciado alcohólico que duerme en el coche— jamás la invitan a la tele.

Si crees que el mérito no importa, ¿para qué esforzarse? Te queda la postura fatalista y el conformismo de la víctima

El fracaso real, sencillamente, no es algo que la gente encuentre motivacional. Lo motivacional es decir que el fracaso es un triunfo mientras triunfas. Tenemos ahí el núcleo del discurso victimista de moda en nuestro tiempo: ese que anima a los talentosos a dejar caer los brazos diciéndoles que la injusticia sistémica les impedirá triunfar, mientras convence a los mediocres de que lo merecen todo.

Por tanto, lo que comunican Hudson y esa izquierda antimeritocrática y bizarra, representada en ella misma, cuando señalan que el mérito no cuenta, es que nadie tiene responsabilidad sobre ninguna cosa. Que somos levantados o aplastados por otros, que estamos siempre en manos de otros, y otros ocupan los espacios que merecemos. Hablan, entonces, como si nadie fuera producto de sus decisiones, sus esfuerzos y su suerte; como si todos fuéramos marionetas sin autonomía.

Lo que encierra este pose contra la meritocracia no es, por tanto, una crítica a la cursilería capitalista de que "nada es imposible" y "si quieres puedes". En esto estaría yo de acuerdo, porque hace falta ser ingenuo para creer que no existen ventajas de partida, padres con lecturas y contactos o carambolas trascendentales. No: este tipo de crítica a la meritocracia, absolutamente popularizada hoy día, es la lanzadera y la justificación moral para un conformismo irresponsable y blandito.

Samantha Hudson encarna, por tanto, el triunfo de lo cutre, y lo hace con honestidad, puesto que ella misma se vende como una caricatura

Si el mérito no cuenta, ¿para qué esforzarse? Y si esforzarse no sirve de nada, ¿qué hacen ahí todos esos, por encima de mí? Lo hemos oído, con diferente sujeto y dispar reivindicación, millones de veces. Es el conformismo de la víctima permanente. El humano impotente que se cree un muñeco accionado por hilos del capitalismo y protesta en Twitter, incapaz de encarar su frustración. Un ser que se lamenta como si el único motivo por el que está en el mundo fuera que otros lo han arrojado.

En fin. Podríamos decir que no es lo mismo tener mérito que hacer méritos, y en este caso aseguro que Samantha Hudson se dedica a lo segundo. Pese a la pose radical, ninguna de sus palabras incomoda a quienes sostienen su truco de marketing, que es convertir la frustración de los verdaderamente fracasados en un producto para venderse a uno mismo.

El otro día esa figura del famoseo progresista que ha hecho fortuna con la espantajería y la extravagancia, Samantha Hudson, fue a Operación Triunfo. Allí pronunció un discurso motivacional. El discurso motivacional era fatalista: consistía en decir que esforzarse no sirve de nada y que el fracaso nos espera y hay que abrazarlo. Algo, por otra parte, idóneo para un concursete televisivo donde la mayoría de aspirantes terminan sistemáticamente como juguetes rotos.

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