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Peor que robar un cuadro es… quemarlo
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Peor que robar un cuadro es… quemarlo

Michael Finkel retrata la peripecia (casi) impune de un bandido de obras de arte que puso en evidencia la seguridad de los museos y que llegó a aglutinar en su buhardilla tesoros por 1.400 millones de dólares

Foto: Portada de la novela de Finkel.
Portada de la novela de Finkel.

Los actos de vandalismo reivindicativo que amenazan los grandes museos han puesto en evidencia pública su vulnerabilidad. No hay manera de proteger las obras de arte, ni tendría sentido blindarlas o acordonarlas todas. Los riesgos son el precio que los museos asumen para que los visitantes puedan sentirse involucrados en una experiencia cultural sin necesidad de sentirse vigilados ni de encontrarse en una caja fuerte.

Bien lo sabe el ladrón Stéphane Breitwieser. O bien lo demostró en el periodo de 1994 a 2001. Su modesta buhardilla de Estrasburgo alcanzó a reunir obras de arte por valor de 1.400 millones de dólares. Las sustraía de museos pequeños o de grandes subastas. Incluida la celebrada en el castillo de Baden-Baden en 1995 por iniciativa de Sotheby’s. Se vendieron 25.000 objetos. Acudieron 58.000 personas, pero el mejor negocio lo hizo Breitwieser. Se llevó un cuadro de Lucas Cranach sin necesidad de pagarlo. Ni siquiera llamó la atención que se cayera al suelo el atril que sujetaba La sibila de Cléveris. La novia del ladrón entretuvo al vigilante mientras Brietwieser ocultaba el cuadro entre las páginas de un catálogo.

Es una de las historias más extravagantes que pueden leerse entre las páginas de El ladrón de arte. Una historia real de obsesiones y crímenes. La ha escrito el periodista estadounidense Michael Finkel. La publica Taurus. Y alude a la ejecutoria de un fetichista (casi) impune cuya audacia para sustraer grandes obras —Patel, Brueghel, Boucher…— no se explica por la estrategia, los medios ni la sofisticación, sino más bien por la precariedad que identifica la seguridad de los museos públicos y privados.

No contento con robar una corneta del siglo XVI en el Museo Wagner de Lucerna, regresó al lugar de la fechoría 48 horas después

Brietwieser los frecuentaba para satisfacer sus instintos de coleccionista y para convertir su buhardilla en una suerte de almoneda desordenada, caótica. Fue la impresión que se llevó la madre cuando visitó el hogar del muchacho en algunas ocasiones, pero nunca imaginó que las obras allí reunidas —un violín del siglo XVII, una lámina de Ingres, un pequeño lienzo de Watteau— provinieran de pinacotecas ilustres de Francia, Suiza, Italia o Alemania. El veinteañero Breitwieser las expoliaba con extrema naturalidad. Su novia —Anne-Catherine Kleinklaus—, su navaja multiusos y el maletero de coche bastaban para organizar y sistematizar el saqueo de Europa.

placeholder Stéphane Breitwieser, en el salón del libro de Colmar, Francia, el 26 de noviembre de 2006. (Wikipedia)
Stéphane Breitwieser, en el salón del libro de Colmar, Francia, el 26 de noviembre de 2006. (Wikipedia)

Le terminaron pillando en circunstancias estrafalarias. No contento con robar una corneta del siglo XVI en el Museo Wagner de Lucerna, regresó al lugar de la fechoría 48 horas después y fue reconocido por el vigilante.

Foto: Ilustración: CSA-Prinstock.

La detención dio lugar al juicio y el juicio dio lugar a una condena de 26 meses. Pudo documentar que Breitwieser había llegado a sustraer 239 obras de arte, aunque el mayor escarmiento —y el más atroz— lo cometió su madre. No ya repudiando al malogrado Stéphane, sino prendiendo fuego a la mayor parte del tesoro. Ardieron en la pira las obras maestras, bien para ocultar las pruebas o bien para vengarse de las fechorías filiales.

Michael Finkel cuenta el episodio con la misma amenidad y elocuencia que el relato entero. Se percibe un trepidante lenguaje audiovisual, más o menos como si “El ladrón de arte” fuera también el embrión de una serie de Netflix que promete éxito de suscriptores y que puede estimular a imitadores.

Atacar un cuadro con pintura en el museo del Louvre es tan sencillo como robar un lienzo en un museo de provincias

No se le puede culpar a Finkel de los copycat, ni siquiera a Breitwieser. Tampoco son responsables los museos de sus debilidades. Atacar un cuadro con pintura en el Louvre es tan sencillo como robar un lienzo en un museo de provincias, aunque el ladrón alsaciano que protagoniza el libro de Finkel despierta cierta condescendencia y cierta simpatía: los psicólogos que lo auscultaron y escrutaron llegaron a la conclusión de que Breitwieser robaba “por amor al arte”.

Nunca hizo negocio con los cuadros sustraídos. Ni fue catalogado con la etiqueta de cleptómano. ¿Era un esteta? ¿Un coleccionista compulsivo? “La investigación sobre la patología de los coleccionistas obsesionados sugiere que existe la sensación de que nunca se termina”, explica Finkel. “Nunca hay un momento en el que un coleccionista obsesionado piense: ‘Tengo el último cuadro. Ahora tengo el juego completo, así que voy a parar’. Dudo en compararlo con la adicción a las drogas, pero el coleccionismo comparte esa cualidad en la que la búsqueda de algo casi te da más adrenalina que su posesión. Creo que Breitwieser siempre pensó: ‘Esta próxima pieza será la que finalmente me haga sentir como una persona completa’. Pero nunca lo conseguía”.

Los actos de vandalismo reivindicativo que amenazan los grandes museos han puesto en evidencia pública su vulnerabilidad. No hay manera de proteger las obras de arte, ni tendría sentido blindarlas o acordonarlas todas. Los riesgos son el precio que los museos asumen para que los visitantes puedan sentirse involucrados en una experiencia cultural sin necesidad de sentirse vigilados ni de encontrarse en una caja fuerte.

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