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El hombre que robó 300 obras de arte (y no por dinero sino por amor a la belleza)
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El hombre que robó 300 obras de arte (y no por dinero sino por amor a la belleza)

En ocho años Stéphane Breitwieser sustrajo objetos por valor de más de 1.400 millones de dólares. Michael Finkel traza su biografía en 'El ladrón de arte', publicamos un extracto

Foto: Ilustración: CSA-Prinstock.
Ilustración: CSA-Prinstock.

Ha habido muchos ladrones de arte a lo largo de la historia, pero ninguno como el francé Stéphane Breitwieser (1971). Nunca robó por dinero, solo sustraía aquellas piezas cuya belleza lo embelesaba, y exponía esos tesoros en un par de habitaciones secretas de su casa, donde podía admirarlos a su antojo. A lo largo de casi ocho años, Breitwieser recorrió museos y catedrales de toda Europa, donde robó más de trescientos objetos —entre ellos cuadros de Pieter Brueghel el Joven, Antoine Watteau o François Boucher— y llegó a acumular más de 1.400 millones de dólares en obra de arte. El escritor Michael Finkel relata su historia en ' El ladrón de arte' (Taurus). Publicamos un extracto.

Los lunes después de un fin de semana de robos, Anne-Catherine se va a trabajar y Breitwieser se dirige a la biblioteca. Se desplaza en coche hasta la sucursal local de Mulhouse o la Biblioteca de los Museos de Estrasburgo, o bien visita la colección de historia del arte de la Universidad de Basilea, en Suiza. Suele ir a los tres centros a lo largo de la semana.

En la biblioteca, empieza por lo básico —artista, era, estilo y región— y se lee los miles de entradas que aparecen en el Diccionario Bénézit, el preciado regalo que Francia les ofrece a los aficionados al arte más curiosos, compuesto por veinte mil páginas repartidas en catorce tomos gruesos. Del artista en cuestión, inspecciona su catálogo razonado, una lista anotada de todas las obras que se conocen. Rastrea la procedencia de un cuadro y se informa sobre los anteriores dueños. Lee en alemán, inglés y francés. Así se pasa los días cuando no tiene un trabajo fijo o no está por ahí robando.

A cada pieza robada le asigna su propia carpeta, que almacena en cajas de archivo en la buhardilla. Las carpetas contienen fotocopias de las entradas del libro de consulta, fichas garabateadas con anotaciones en letra cursiva de colegial y unos bocetos rápidos que ha etiquetado con los detalles y las dimensiones. Su biblioteca personal de arte, que han financiado sus abuelos y que también se halla en la planta superior de la casa, ha acabado superando los quinientos libros. Lee trabajos académicos sobre plateros, talladores de marfil, esmaltadores y espaderos. Investiga sobre iconografía, alegoría y simbolismo. Está decidido a aprender todo lo posible sobre ballestas. Devora libros de historia. Y dice que, tan solo sobre Alsacia, ya se ha leído más de cinco mil páginas.

placeholder  Stéphane Breitwieser en el salón del libro de Colmar, Francia, el 26 de noviembre de 2006. (Wikipedia)
Stéphane Breitwieser en el salón del libro de Colmar, Francia, el 26 de noviembre de 2006. (Wikipedia)

Después de robar la talla de marfil de Adán y Eva, estudia durante días para familiarizarse con su creador. Georg Petel era huérfano y se crio en Baviera con un don precoz para crear obras sólidas que parecen sedosas y maleables. Su talento impresionó tanto a la familia real alemana que lo invitaron a trabajar como artista de la corte, lo cual le aseguraba alcanzar el éxito profesional. A pesar de ello, Petel rechazó la oferta, ya que prefirió superar los límites creativos de aquella época y viajar como un espíritu libre. En Amberes conoció a Peter Paul Rubens, que era una generación mayor que él y se ofreció a ser su mentor y consejero, y Petel, a modo de agradecimiento, le regaló Adán y Eva. Por desgracia, no tuvo la oportunidad de descubrir el alcance de su maestría, ya que en 1635 murió de peste, a los treinta y cuatro años de edad.

Cuanto más lee Breitwieser, más codicioso se vuelve. Él y Anne-Catherine mantienen el ritmo intenso de los robos y en ocasiones se superan. Un fin de semana de agosto de 1995 van al castillo de Spiez, situado a orillas de un lago suizo, y roban dos piezas a la vez: un casco de caballero del siglo xvi, que se ajusta perfectamente al tamaño de la mochila, y, dentro de este, un reloj de arena de vidrio soplado. Más tarde, ese mismo día, roban en otros dos museos; a uno van antes de comer y al otro, después.

Tienen un talento innato para ser ladrones, una calma poco común, y están en sintonía con el riesgo. Sin embargo, parte de sus logros se debe a una triste realidad: el sistema de seguridad de muchos museos regionales se basa, en gran medida, en confiar en la gente. Proteger un museo puede resultar paradójico, porque su objetivo no es ocultar objetos de valor, sino compartirlos,y de la forma más cercana posible, sin ningún dispositivo de seguridad de por medio. Acabar para siempre con la mayoría de los robos en museos sería sencillo: se depositan las obras en cámaras acorazadas y se contrata a guardias armados. Por supuesto, esto significaría el fin de los museos, que entonces pasarían a llamarse «bancos».

placeholder Portada de 'El ladrón de arte', de Michael Finkel.
Portada de 'El ladrón de arte', de Michael Finkel.

Tal y como a Breitwieser le gusta recordar cada vez que visita uno, los museos se esfuerzan por ofrecer un ambiente de intimidad con el arte; añadir más guardias, más cordones de seguridad, más vitrinas reforzadas, más cristaleras delante de los cuadros y más sensores no mejoraría la experiencia. Si da la sensación de que los museos que él saquea carecen de la protección necesaria, es porque así es.

A los responsables de los museos con poco presupuesto no les gusta hablar de seguridad. Estas instituciones, en vez de destinar los fondos a obtener el sistema de seguridad más puntero, a rastreadores tan finos como hilos que puedan coserse allienzo, casi siempre prefieren comprar más arte. Las obras nuevas atraen a las masas; una mayor seguridad, no.

placeholder 'Adán y Eva', una obra en marfil de Georg Petel que fue robada por Stéphane Breitwieser. (Wikimedia)
'Adán y Eva', una obra en marfil de Georg Petel que fue robada por Stéphane Breitwieser. (Wikimedia)

En los museos regionales, a veces hay en vigor un pacto socialimplícito. El museo permite una mayor proximidad con objetos de valor incalculable que estén mínimamente seguros y, a cambio, el público no los toca y respeta la idea de que las obras del patrimonio común, que a menudo están cargadas de un significado espiritual y un sentido de pertenencia, deben ser accesibles para todos. Breitwieser, con el apoyo de Anne- Catherine, es un cáncer para esta causa común. Se premia a sí mismo, pero priva al resto. Incluso si un museo lo hace todo bien e invierte fondos y se esfuerza por garantizar una seguridad en condiciones, puede que eso tampoco frene a Breitwieser. En septiembre de 1995, él y Anne-Catherine visitan el museo del campus de la Universidad de Basilea, ubicado cerca de su biblioteca de arte favorita de Suiza. La obra que busca, que aparece en un folleto, es una de las joyas del museo: un extravagante óleo del maestro holandés del Siglo de Oro Willem van Mieris, que retrata a un boticario y a sus ayudantes preparando un brebaje. La obra posee un estilo efusivo, es realista y absurda a la vez, tal y como se muestra en la representación de los ayudantes del boticario: un niño, dos ángeles, un loro y un mono. En cuanto Breitwieser ve el cuadro, se queda prendado de él. No puede evitar sonreír.

Una cámara de seguridad está apuntando justo hacia la valiosa obra. Breitwieser y Anne-Catherine pueden ver el cuadro desde el ángulo muerto del objetivo, pero la mera presencia de una cámara acostumbra a ser suficiente para cancelar el robo. Sin embargo, Breitwieser se ha percatado de que hay una silla vacía que podría cambiar el panorama. Le cuenta a Anne-Catherine lo de la silla y se pregunta si eso bastará para persuadirla de que ceda un poco. Además, se ha dado cuenta de que a ella también le ha llamado la atención el cuadro del boticario y parece que se le ha suavizado el semblante estoico que suele adoptar durante los robos. El cuadro les ha causado a ambos un efecto burbujeante, como un champán sumamente estético. Es posible que ella disfrute tanto como él de contemplar esa pieza desde la calidez de su cama. Anne-Catherine le permite continuar con el plan.

placeholder 'El farmacéutico', óleo sobre madera pintado por Willem van Mieris alrededor de 1720 y robado por Breitwieser. (Pharmaziemuseum der Universität Basel)
'El farmacéutico', óleo sobre madera pintado por Willem van Mieris alrededor de 1720 y robado por Breitwieser. (Pharmaziemuseum der Universität Basel)

Se posiciona de espaldas al objetivo de la cámara y, con la mirada al frente y sin mover ni un solo milímetro el cuello, Breitwieser se aproxima con cautela al cuadro. Entra en el campo de visión de la cámara y se deja filmar a propósito. Con cuidado, mete una mano por detrás del cuadro del boticario para descolgarlo del gancho y con la otra lo sostiene contra la pared.

Todavía en la misma posición de espaldas a la cámara, se desplaza arrastrado los pies un par de pasos a la izquierda y desliza en horizontal la obra por la pared hasta quedar fuera del alcance del objetivo. Luego separa el marco. Las tres tablas de madera unidas sobre las que la obra se ha pintado son algo más grandes de lo que esperaba y no caben del todo debajo del abrigo o en el bolso. Anne-Catherine lleva una bolsa grande de papel de una compra reciente y, como a Breitwieser no le queda más remedio, introduce en ella el cuadro, aunque queda muy mal disimulado. Coge la bolsa y se dirigen a la salida, apenas quince minutos después de haber llegado.

En muchos museos, la cabina de videovigilancia está en una zona privada detrás del mostrador. Cuando estás comprando las entradas, te da tiempo a echar un vistazo al interior. Al entrar en el museo de la Universidad de Basilea, Breitwieser vio un conjunto de pantallitas que mostraban imágenes en directo, entre ellas las de la sala del cuadro del boticario. Gracias a su experiencia como guardia de museo, sabe que lo más probable es que solo unos pocos trabajadores estén capacitados para usar el sistema de cámaras. A veces solo hay uno de servicio e, incluso aunque no tenga refuerzos, a ese guardia se le permite comer y descansar fuera de la cabina de videovigilancia.

Esto ya lo había presenciado Breitwieser, pero aún no sabía cómo sacarle provecho a la situación. Cuando él y Anne-Catherine llegaron al museo de la Universidad de Basilea, pasadas las doce del mediodía, las pantallas de la cabina mostraban una silla vacía. Esta vez ya sabía cómo.

Estaba dispuesto a quedar retratado, siempre y cuando nadie lo viera en el momento. Además, debía estar seguro de que ninguna de las otras cámaras captase su cara o la de Anne-Catherine. También necesitaban abandonar el museo antes de que terminara la pausa para comer y de que el vigilante de la cabina se diera cuenta de la ausencia del cuadro del boticario en la pared e hiciera sonar la alarma. El plan de Breitwieser funciona. El robo se descubre una vez que la pareja ya se ha marchado. Anne-Catherine y Breitwieser han logrado sortear todas las cámaras, excepto una. Y cuando reproducen el vídeo lo único que ve el personal es a un hombre de espaldas de una altura inferior a la media, de pelo castaño y corto y con un sencillo abrigo gris de verano. El señor Corriente, imposible de identificar.

Ha habido muchos ladrones de arte a lo largo de la historia, pero ninguno como el francé Stéphane Breitwieser (1971). Nunca robó por dinero, solo sustraía aquellas piezas cuya belleza lo embelesaba, y exponía esos tesoros en un par de habitaciones secretas de su casa, donde podía admirarlos a su antojo. A lo largo de casi ocho años, Breitwieser recorrió museos y catedrales de toda Europa, donde robó más de trescientos objetos —entre ellos cuadros de Pieter Brueghel el Joven, Antoine Watteau o François Boucher— y llegó a acumular más de 1.400 millones de dólares en obra de arte. El escritor Michael Finkel relata su historia en ' El ladrón de arte' (Taurus). Publicamos un extracto.

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