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Nos gusta la basura cultural
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Galo Abrain

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Nos gusta la basura cultural

La cultura se está convirtiendo en puro entretenimiento, haciéndose previsible y estéril, más allá de toda subjetividad

Foto: El director Woody Allen, en la premiere de 'Coup de Chance' en Roma en septiembre de 2023. (EFE/Fabio Frustaci)
El director Woody Allen, en la premiere de 'Coup de Chance' en Roma en septiembre de 2023. (EFE/Fabio Frustaci)
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Diría que una de las movidas en las que me he visto más veces involucrado es el eterno debate entre arte bueno y arte malo. Esa infumable, y estéril, discusión sobre si un libro, una película, un cuadro o una canción es un producto de mierda, o un piscolabis flojillo, pero sabroso. A mi poca humilde opinión —porque, en fin, aunque sea un churro, aquí la comparto—, hay tortillas de la abuela, y del súper. Y por mucho que se parezcan, por más que me vendan las precocinadas como receta artesana, unas me saben a cigarro postcoital, y otras a plasticucho aromatizado.

¿Puedo apretarme el precintado industrial, por ejemplo, una tarde de resaca o de abulia existencial? Obvio, que dice ahora Georgina. Hoy mismo, una de ellas ha sucumbido a mis fauces. Ahora, de ahí a decir que merecen la pena, hay un paso. Faltaría, siempre salen iluminados que saltan con el comodín de la subjetividad. "¡Que para ti sean malas, no significa que para mí lo sean!". Y, claro, jugando la baza de lo relativo, cualquier cosa es susceptible de aparcarse en el Olimpo de la genialidad, o en la alcantarilla de los desechos. Pero eso no quiere decir que no haya principios, rasgos, yo qué sé, capaces de dar un diagnóstico objetivo sobre la calidad de una obra. O de una tortilla, ya que nos ponemos.

Personalmente, —hablando ahora de "arte"—, disfruto con las obras que me sorprenden. Las que me incomodan. Bien sea por el espíritu que invocan, o por la genialidad que despachan y que me infecta de envidia. Me gusta que el mundo al que me asomo no me avise. El que avisa no es traidor. Pero es algo todavía peor; es imbécil. Lo pasmosamente previsible es como echar casquetes siempre a lo misionero. Por muy genial que sea, al final, cansa.

Y veo mucho misionero en el producto cultural de hoy. Al menos, en el que se consume por encima de las compensaciones de su producción. Los datos, recién paridos, de las películas más vistas en España durante 2023 confiesan que al cine se acude, sobre todo, para ver blockbuster chorras, películas infantiles y alguna que otra rara avis caprichosa. De hecho, pensando ahora a lo grande, y yéndonos a viejos territorios de ultramar, ayer mismo me enteré de que la última película de Woody Allen, Coup de chance, se ha convertido en un antojo clandestino en los cines estadounidenses. Vamos, que son pocas las salas donde se atreven a proyectarla.

Foto: Niels Schneider y Lou de Laâge son los protagonistas de la última comedia romántica de Woody Allen. (Wanda)

Si bien no debería sorprenderme, visto el clima de mala baba juzgona que se abre paso en la industria cultural occidental, sí me entristece. Me pone tontorrón saber que la cosa está tan susceptible, como para que el que quizás sea el último despache de uno de los directores más imprescindibles de la cinematografía moderna, se haya convertido en un producto tipo crack. De los que hay que chutarse en silencio, y sin fardar mucho de ello. Casi como una ilegalidad.

Lejos del morbo ligado a lo prohibido, que Woody Allen sea un bala perdida sometido a la ocultación, me parece sintomático de una temperatura social extremadamente sensible. Y diría que esa vulnerabilidad viene, precisamente, de habernos acostumbrado a consumir demasiada tortilla del súper. Básicamente, porque nos da pereza, o reparo, ir a casa de la abuela, con sus cerámicas de guardia civiles y sus comentarios desafortunadamente xenófobos. O con sucedáneos de ese racismo que largaba (sin maldad) la mía, cuando, al poner El príncipe de Bel-Air en la tele, me decía: "Hijo, no me pongas esas películas de morenos. Que no me gustan". Dando, en conclusión, igual que su tortilla fuese divina.

Foto: El director neoyorquino Woody Allen. (Getty/Andreas Rentz)

De esa forma, atemperados a que el arte (sea cual sea su naturaleza) nos resulte evidente y previsible, lo hemos convertido en puro entretenimiento. Y mola el entretenimiento, oye. Está de puta madre llegar a casa, tras una jornada agotadora, llena de mamelucos ensimismados e incombustiblemente dispuestos a hacerte la puñeta, y tragarse un pastelón barato que te deje el cerebro como una medusa levitante. Pero no puede, o no debería, convertirse en la vara de medir de cuanto consumamos.

Porque así es, el arte, vaya, se consume. Como las drogas. Pues la idea, digo yo, es que te altere descubriéndote, maravillándote y llevándote la contraria, con nuevos y prometedores horizontes. El hombre necesita de algo, aparte del dolor, para vivir. Necesita gozo. Y el error, seguramente, sea presuponer que se encuentra en el stand-by del cerebro, y no en su enriquecimiento.

Creo que el reportero, Rodrigo Terrasa, dejó el asunto cojonudamente revelado e inamovible en 2019, cuando definió el aire que nos azota como "la sociedad sándwich mixto". Puñetas… Ven, aquel artículo me dejó preñado de envidia. Según el clarividente —y no lo digo por su calva—, Rodrigo, lo que mola en esta pos, pos… posmodernidad, son quienes dan el callo, sin dar mal. Los que sacan la faena, sin ofrecer alternativas. Quienes manejan la fotocopiadora, pero no ponen en duda si hay que usarla, o no. Como el sándwich mixto, al que te rendirías a gusto en un chiringuito de playa, pero que nunca pedirías como plato en tu boda.

Foto: La vida buena. (Pantomima Full)

Y con los artefactos culturales pasa hoy, tira que te va, lo mismo. Suena un poco cutre pensar que lo único guay son las cosas digeribles, como el pescado blanco, porque, cuidado, no me vaya usted a poner un chuletón de buey semicrudo, que por muy jugoso que se presente a mi estómago le puede dar mal… Me parece un argumento bastante cenizo, como mínimo…

Entre otras cosas, porque así, en un visto y no visto, el arte se torna en simple entretenimiento. En adormidera pura, pensada para espachurrarte sin remedio porque lo idílico, lo imprescindible, es no pensar. O pensar poco, que, para el caso, lo mismo es.

Soy, para quienes no me conozcan, espontáneo simpatizante de las filosofías orientales. No me complace ese rollo de dejar al desgraciado apesadumbrado y muerto de hambre en mitad de la calle porque, ¡ah!, el karma lo dicta y el universo se lo hace pagar. Pero si hay conceptos que me atraen. En el Tao Te King, el jefazo de Lao Tze, reza algo así como que gobernar es asumir el desgobierno, y el poder es lidiar con la impotencia.

En un visto y no visto, el arte se torna en simple entretenimiento. En adormidera pura, pensada para espachurrarte sin remedio y para no pensar

Sin yo gobernar, o tener poder, sobre nada que no sea yo mismo (y eso que mi esfínter tendría argumentos para rebatir semejante afirmación), asumo que habitamos este clima basuril. Quizás… ¡qué coño!, seguro, se lleva hablando del asunto décadas. Pero que algo se haya dicho muchas veces, no significa que no merezca ser dicho muchas más. Así que, ahí va, otra de tantas críticas a la mediocratización del arte. Porque, como dijo Marguerite Duras cuando le preguntaron, ¿a qué venía escribir habiendo tanto bueno escrito antes?, yo respondo lo mismo que ella: "porque no lo he escrito yo".

Dicho lo cual, me piro a ver una película de Marvel. De las últimas. De las malas. De las que te dejan los sesos como un pulpo precazuela. Porque, honestamente, esta columna me ha dejado agotado. En veces como esta, pienso en mi abuelo cuando me decía que le gustaban las películas de vaqueros de la siesta por lo mismo. Porque no tenía que pensar. En realidad, qué razón tenías, yayo…

Diría que una de las movidas en las que me he visto más veces involucrado es el eterno debate entre arte bueno y arte malo. Esa infumable, y estéril, discusión sobre si un libro, una película, un cuadro o una canción es un producto de mierda, o un piscolabis flojillo, pero sabroso. A mi poca humilde opinión —porque, en fin, aunque sea un churro, aquí la comparto—, hay tortillas de la abuela, y del súper. Y por mucho que se parezcan, por más que me vendan las precocinadas como receta artesana, unas me saben a cigarro postcoital, y otras a plasticucho aromatizado.

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