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Marguerite Duras, tras la muerte de su hijo recién nacido: "Ahora los creyentes me son ajenos"
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Marguerite Duras, tras la muerte de su hijo recién nacido: "Ahora los creyentes me son ajenos"

Entre 1943 y 1949, la escritora escribió cuatro cuadernos con textos autobiográficos. Tusquets los recupera bajo el título 'Cuadernos de guerra' y este es un extracto sobre la muerte de su primer hijo en el parto

Foto: La escritora Marguerite Duras
La escritora Marguerite Duras

Me dijeron: "Su hijo ha muerto". Fue una hora después del parto; yo había visto al niño. Al día siguiente pregunté: "¿Cómo era?". Me dijeron: "Es rubio, un poco pelirrojo, tiene las cejas altas como usted, se le parece". "¿Está ahí todavía?" "Sí, está ahí hasta mañana." "«¿Está frío?" R. contestó: "No lo he tocado pero debe de estarlo, está muy pálido". Después titubeó: "Está guapo, es también debido a la muerte". He pedido verlo. R. me dijo que no. Pregunté a la superiora. Me dijo: "No merece la pena". No insistí. Me habían explicado dónde estaba, en un cuartito al lado de la sala de trabajo, a la izquierda, según se va hacia allí. Al día siguiente estaba sola con R. Hacía mucho calor. Yo estaba echada boca arriba, tenía el corazón muy fatigado, no debía moverme. No me movía. "¿Cómo tiene la boca?" "Tiene tu boca", decía R. Y a todas horas: "¿Está ahí todavía?". "No lo sé". No podía leer. Miraba por la ventana abierta, el follaje de las acacias que crecían en los terraplenes del ferrocarril de circunvalación.

Por la tarde vino a verme la hermana Marguerite. "Ahora es un ángel, debería estar contenta". "¿Qué van a hacer con él" "No lo sé", dijo la hermana Marguerite. "Quiero saberlo". "Cuando son tan pequeños los queman". "¿Aún está ahí?" ."Sí, está ahí". "¿Entonces los queman?". "Sí". "¿Se hace deprisa?" "No lo sé". "No querría que lo quemaran". "No hay nada que hacer". Al día siguiente vino la superiora: "¿Quiere usted dar sus flores a la santa Virgen?". Yo dije: "No". La monja me miró: tenía setenta años, estaba reseca por el ejercicio cotidiano como organizadora de la clínica, era terrible, tenía un vientre que yo me imaginaba negro y seco, lleno de raíces resecas. Volvió al otro día: "¿Quiere usted comulgar?". Yo dije: "No". Entonces me miró. Su rostro era horrible, era el rostro de la maldad, del diablo: "Ésta no quiere comulgar y se queja porque su hijo ha muerto". Salió dando un portazo. La llamaban "madre". (Es uno de los tres o cuatro seres que he conocido a los que hubiera querido destripar. Destripar. La palabra da vértigo. Destripar. La palabra se ha hecho para ella, para su vientre lleno de tinta negra.)

placeholder Hoja manuscrita de los cuadernos de guerra de Duras (Cedida por la editorial)
Hoja manuscrita de los cuadernos de guerra de Duras (Cedida por la editorial)

Hacía mucho calor. Fue entre el 15 y el 31 de mayo. Verano. Dije a R.: "No quiero más visitas. Sólo tú". Siempre tendida frente a las acacias. La piel del vientre se me pegaba a la espalda, de tan vacía que estaba. El niño había salido. Ya no estábamos juntos. Había muerto de una muerte separada. Hacía una hora, un día, ocho días, muerto aparte, muerto a una vida que habíamos vivido nueve meses juntos y que él acababa de morir separadamente. Mi vientre había caído pesadamente, plaf, sobre sí mismo, como un trapo usado, un pingajo, un paño mortuorio, una losa, una puerta, una nada, ese vientre. Había llevado gloriosamente, en un abombamiento adorable, este grano próspero, esta fruta (un hijo es una fruta verde que hace que se nos suba la saliva a la boca como una fruta verde) submarina que no había vivido más que en el calor viscoso, aterciopelado y oscuro de mi carne y que el día había matado, que había sido herido de muerte por su soledad en el espacio. Tan pequeño, y ya tanto desde que había muerto aparte. "¿Dónde está?", decía yo a R. "¿Lo han quemado?" "No lo sé". La gente decía: "No es tan terrible cuando sucede al nacer. Es mejor así que perderlos a los seis meses".

Yo no contestaba nada a la gente. ¿Era terrible? Yo creo que lo era. Precisamente esta coincidencia entre su "venida al mundo" y su muerte. Nada. No me quedaba nada. Ese vacío era terrible. Yo no había tenido hijo, ni siquiera durante una hora, obligada a imaginarlo todo. Inmóvil, imaginaba. Éste que está ahora ahí durmiendo, éste se ha reído hace un rato, se ha reído de una jirafa que le acababan de dar. Se ha reído y su risa ha hecho un ruido. Hacía viento y sólo una pequeña parte del ruido de esta pequeña risa me ha llegado. Entonces he levantado un poco la capota de su cochecito y le he vuelto a dar su jirafa para que se ría. Se ha reído de nuevo y he hundido la cabeza en la capota para oír el ruido del mar. De la risa de mi hijo. He aplicado el oído a esta concha para oír el ruido del mar.

placeholder Duras solía incluir dibujos en sus manuscritos (Cedida por la editorial)
Duras solía incluir dibujos en sus manuscritos (Cedida por la editorial)

La idea de que esta risa se iba al viento era insoportable. La he cogido. Soy yo quien la tiene. A veces, cuando bosteza, respiro su boca, el aliento de su bostezo. No soy una madre chiflada. No vivo más que de esta risa, de este aliento. Me faltan muchas otras cosas, soledad, un hombre. No. Yo sé cuál es el precio de un hijo. "Si muere", pensé, "habré tenido esta risa". Es porque he perdido uno, es porque sé que éste puede morir, por lo que soy así. Mido todo el horror de la posibilidad de semejante amor. La maternidad la hace a una buena, se dice. Fruslerías. Desde que lo tengo me he vuelto mala. Por fin estoy segura de este horror, por fin lo tengo, por fin los creyentes han llegado a serme absolutamente ajenos.

Me dijeron: "Su hijo ha muerto". Fue una hora después del parto; yo había visto al niño. Al día siguiente pregunté: "¿Cómo era?". Me dijeron: "Es rubio, un poco pelirrojo, tiene las cejas altas como usted, se le parece". "¿Está ahí todavía?" "Sí, está ahí hasta mañana." "«¿Está frío?" R. contestó: "No lo he tocado pero debe de estarlo, está muy pálido". Después titubeó: "Está guapo, es también debido a la muerte". He pedido verlo. R. me dijo que no. Pregunté a la superiora. Me dijo: "No merece la pena". No insistí. Me habían explicado dónde estaba, en un cuartito al lado de la sala de trabajo, a la izquierda, según se va hacia allí. Al día siguiente estaba sola con R. Hacía mucho calor. Yo estaba echada boca arriba, tenía el corazón muy fatigado, no debía moverme. No me movía. "¿Cómo tiene la boca?" "Tiene tu boca", decía R. Y a todas horas: "¿Está ahí todavía?". "No lo sé". No podía leer. Miraba por la ventana abierta, el follaje de las acacias que crecían en los terraplenes del ferrocarril de circunvalación.

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