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Teatrocracia y cinismo
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María Gelpí

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Teatrocracia y cinismo

El cinismo que predomina en el Congreso recuerda la afirmación de Platón sobre la moral, que invito a hacer en clave irónica: nadie hace el mal a sabiendas, porque todo el mundo tiene una razón, aunque sea ignorante y egoísta

Foto: Feijóo felicita a Sánchez tras ser investido. (EFE/Javier Lizón)
Feijóo felicita a Sánchez tras ser investido. (EFE/Javier Lizón)
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Me pregunto con frecuencia cómo es posible la vida humana para algunos políticos. Me estoy refiriendo en el sentido más literal, más biológico. ¿Cómo es posible que puedan comer y dormir, enmascarados en su cinismo?

Huelga decir que los actuales pactos políticos a los que Sánchez ha llegado para alargar su mandato hasta que el cuerpo aguante (el cuerpo de los españoles, está claro), responde a una finalidad que no es la misma que verbaliza. Si la justificación del pacto con Junts por la amnistía es que se busca la convivencia, a la vista está que, si atendemos a las imágenes que nos regalan cada noche los noticiarios, por cortesía de un grupo de cabreados y energúmenos ante Ferraz, no se está precisamente consiguiendo. Sin embargo, no podemos decir que sea una práctica hasta ahora nunca vista. Se trata más bien de un modus operandi establecido de forma general en política, por la vía de la práctica, que ya Maquiavelo explicara en El príncipe, cuando desvela a Lorenzo de Médici, duque de Urbino, que la moral del príncipe no tiene por qué coincidir con la del pueblo, al que se le pueden esconder algunas cosillas por su bien.

Es habitual que los analistas políticos reduzcan las dinámicas de los pactos de doble moral a la teoría de juegos, ideada por John von Neumann. Se trata de un área de la matemática aplicada a la teoría económica y política, para llegar a la estrategia óptima. Para entendernos, consiste en llegar a un punto de equilibrio en el que todos los interlocutores, con las cartas sobre la mesa, toman una decisión sabiendo que cualquier paso que den empeora su posición.

Sin embargo, esta teoría aplicada tan solo explica la decisión de manera utilitaria, sin entrar en el fondo de la pertinencia política y moral de los actos. Si nos fijamos en la clasificación sistemática que hace Aristóteles de los modos de gobernar, además de tener en cuenta el número de gobernantes, atiende y observa que la forma puede ser recta o degenerada, dependiendo de si se busca el bien común o si se busca el bien propio del gobernante. Parece fácil la distinción y, sin embargo, si escuchamos los discursos de los políticos, todos tienen una pátina de justificación que traslucen en su intento de estar en el lado de la luz.

Ese cinismo político recuerda la afirmación de Platón acerca de la moral, que yo invito a hacer en clave irónica. Platón afirma que nadie hace el mal a sabiendas, porque todo el mundo tiene una razón, aunque sea ignorante y egoísta, para la realización de la acción. Y es que ahí está la clave del uso del discurso, de la retórica y de las falacias para la articulación de una justificación que se viste de verdad, tan solo verbal. Se trata, por tanto, de un cinismo en sentido moderno, que Richard Rorty desarrolla en su obra Contingencia, ironía y solidaridad (1991, Paidós) y que Sloterdijk distingue y opone en su libro Crítica de la razón cínica (2003, Siruela), del clásico quinismo de Diógenes de Sinope, más parecido a la parresia (decirlo todo o hablar con franqueza) de Foucault.

El cinismo político es un troleo, un decir lo contrario de lo que se piensa, a sabiendas de que a nadie, salvo a los muy cegados por la propia ideología, se le esconde la verdad. Es lo que podemos llamar ironía, en la que todos saben la verdad, como que los reyes son los padres, pero al mismo tiempo actúan como si no lo supieran, conscientes de la contingencia de los compromisos prácticos y teóricos, jugando con la mentira que proporciona el discurso retórico en público, que todos siguen, para adherirse o refutar en Twitter.

Esta hipocresía del juego político solo es posible mediante el enmascaramiento del cinismo, es decir, la teatralización de la vida política, tras la caída de la cuarta pared (dirían Meyerhold o Beltor Brecht), que supone una situación en la que todos los espectadores saben perfectamente que se encuentran en un teatro.

Los discursos políticos que seguimos estos días, cuyas miserias en pos del poder se esconden, muy mal, por cierto, tras la máscara de la retórica, han quedado automáticamente legitimados tras los actos de teatralización parlamentaria en el momento de la votación de investidura, la notificación ante el rey del acuerdo, la firma del real decreto de investidura y la promesa y firma de los cargos en la toma de posesión en el palacio de la Zarzuela. Parece más acertado que nunca señalar que la máscara de los actores, cuya etimología podría provenir del latín per sonare, es decir, persona, alude al rol asumido socialmente, mientras que los actores eran llamados en la antigua Grecia hypocrités, por el hecho de decir algo que no sentían.

Un político cínico, cuando llega a su casa, se quita la máscara y cena y duerme tranquilo

Ya Platón, en Las Leyes, advertía de los peligros de la teatrocracia, es decir, de que el espectáculo teatral (de las redes sociales y la prensa, diríamos hoy en día) encubriera la verdad, por su poder para la normalización de ideas y conductas, como hemos visto. Sin embargo, el término teatrocracia en sentido moderno, desarrollado por Georges Balandier en su libro El poder en escenas. De la representación del poder al poder de la representación (1994, Paidós Estudio) —aunque acuñado por el escenógrafo teatral Nikolai Evreinov—, da cuenta de la teatralización del poder para que ciertas actuaciones sirvan de validación simbólica de pactos establecidos. Este aparato social, teatral y simbólico puede tener intención coercitiva, para disuadir a los ciudadanos de ciertos comportamientos, como lo fueron en siglos pasados las penitencias públicas, las ejecuciones convertidas en espectáculos, la uniformización de los soldados o la ostentación de la fuerza y la riqueza; pero puede tener también tendencias constructivas para la aceptación de ideas o el fomento de ciertas actuaciones, en función de un sistema moral asociado a los símbolos, como es el caso de los desfiles, himnos, mecenazgos o subvenciones, acuñación de moneda, monumentos, museos o juramentos públicos de un cargo, con la mano sobre algún libro sagrado.

Un político cínico, cuando llega a su casa, se quita la máscara, cena y duerme tranquilo, acunado por un diazepam y por el discurso que le servirá mañana para validar los vicios del pasado y bajar el telón del enésimo acto, esperando la siguiente escena, como viene pasando en política durante años.

Me pregunto con frecuencia cómo es posible la vida humana para algunos políticos. Me estoy refiriendo en el sentido más literal, más biológico. ¿Cómo es posible que puedan comer y dormir, enmascarados en su cinismo?

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