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María Gelpí

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Docentes decentes

La escuela es tan solo una institución histórica en la que se administra esa educación, cuyo significado (escolé en griego o ludus en latín), no es otra cosa que ocio, porque no es negocio

Foto: Inicio del curso escolar. (EFE/Antonio García)
Inicio del curso escolar. (EFE/Antonio García)
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Cuando la semana pasada saltó el escándalo del bochornoso chat privado de estudiantes de magisterio, una de las cuestiones que salió a la palestra es hasta dónde debe llegar la dedicación de los profesores, si podemos ser unos disolutos en nuestra vida privada y al mismo tiempo buenos educadores, si tenemos que ser santitos o solo parecerlo.

Educar sigue manteniendo su significado original de llevar a otro a fuera de un determinado estado, como es el de la ignorancia, facilitando el refinamiento de habilidades y capacidades, propias del individuo, mediante el aprendizaje de conocimientos y las virtudes necesarias para ello. Pero la escuela es tan solo una institución histórica en la que se administra esa educación (no olvidemos la familia y la tribu), cuyo significado (escolé en griego o ludus en latín), no es otra cosa que ocio, porque no es negocio. Nuestros chavales pueden dedicar unos años a formarse en vez de ser sometidos a la explotación del trabajo infantil, aunque ellos crean que el ocio tiene más que ver con el botellón del viernes y los juegos de la Play. Por eso, decimos que alguien es educado, no solo cuando tiene cultura, sino cuando, además, sabe comportarse.

El saber estar, que exige autocontrol, no es otra cosa que la templanza

Platón en La República, remarca la importancia de la educación en la polis, en el momento en el que explica la alegoría de la caverna. Propone entonces las virtudes que hoy reconocemos como cardinales, recogidas por Cicerón para la escolástica, que podemos seguir defendiendo en las aulas, porque son necesarias para su buen funcionamiento: El saber estar, que exige autocontrol, no es otra cosa que la templanza; el saber hablar está regulado por la prudencia; saber aprender, por la valentía o fortaleza, y saber valorar la calificación de lo aprendido, por la justicia.

Enseñar estas virtudes (si te dedicas a la docencia, ya sabes, di "valores"), no significa transmitir ideología en el sentido de promover creencias políticas, sociales o filosóficas específicas, aunque sabemos que eso ocurre (¡quéjate!), en paralelo a la propia y consabida cuota de manipulación que ejerce el Estado, fruto del monopolio para la concesión de títulos habilitantes para el acceso a la universidad y al mercado laboral. Pero enseñar virtudes requiere también una actitud de coherencia, por dos motivos. En primer lugar, porque si no crees en su necesidad, caerás en el cinismo o en una baja por depresión. En segundo lugar, porque si no das muestra de ello ante el que te escucha, tu discurso carecerá de capacidad de persuasión.

Pero, ¿por qué tenemos que enseñar virtudes además de nuestras materias? Hay tareas del docente que se mantienen desde tiempos pretéritos. A nuestra principal dedicación de enseñar, hay adheridas, cual rémora inalienable, una serie de penosas tareas secundarias que son necesarias para que la primera sea posible. Bregar con peleas y conflictos, mantener al alumnado en el aula de forma pacífica, practicar la "doma" del adolescente a tope de hormonas desbocadas, aplicar los primeros auxilios, acompañar a los alumnos en sus problemas personales, atender a sus inquietudes existenciales, evitar el acoso, adaptar nuestra forma de enseñar a alumnos que se aburren o a los que les cuesta más, ejercer la labor policial de vigilancia para el mantenimiento de la higiene y el orden público en el recreo, y hacer funcionar el proyector (lo reconozco, esto último nunca se me ha dado bien). El centro escolar es un lugar de conflicto, como lo es la vida misma, a otro nivel, y nos corresponde gestionarlo de la mejor manera posible y con los mejores recursos posibles de los que en ocasiones carecemos (¡quéjate!). Si, para Clausewitz, la guerra era la continuación de la política por otros medios, twitter es la continuación de la “discusión de patio de colegio” por medios digitales.

Foto: Inicio del curso escolar en Madrid. (EFE/Zipi)

Suele decirse que nuestro sistema educativo de pupitre y libro proviene del modelo de la paideia o educación griega, que se centraba en la transmisión de información a través de la escritura, mientras que la agogé espartana, que no en vano comparte etimología con la palabra "agonía", se enfocaba en la formación para la supervivencia que consistía en procurarse alimentación y cobijo. Pero son precisamente todas esas labores propias del mantenimiento del orden público y el acompañamiento de la adolescencia, ese periodo lleno de contradicciones de la vida, que tanto lamentaba Mark Fisher en su ensayo «Impotencia reflexiva, 'inmovilización' y comunismo liberal» de su libro Realismo capitalista, las propias de la agogé espartana, traspasadas a la supervivencia en el presente.

A estas tareas se añaden otras que podríamos llamar terciarias por improductivas y en su práctica totalidad evitables, cuál burocracia kafkiana, que supone la replicación de la programación en una infinidad de plantillas y novedades impostadas, así como estériles y exasperantes cursos "formativos" que buscan problemas a las soluciones en vez de soluciones a los problemas. Junto a ello, está el uso de jerigonza, palabrejos y eufemismos como "resiliencia", "en proceso de aprendizaje" o "actividades formativas, formadoras y evaluativas", que son un reflejo de que, ante la incompetencia por cambiar una realidad de fracaso escolar, se opta por cambiar el nombre a las cosas. Al final, el éxito o el fracaso de una tarea, parece recaer tan solo en si "ha habido o no pedagogía".

Por cierto (¡no os quejéis!), tampoco tenemos dos meses de vacaciones

Estas tareas baldías, ajenas a nuestro cometido (sí, ¡quéjate!), son fruto de un cierto tipo de psicopedagogía que es hoy tendencia, por la que prima el método frente al contenido, ante la perplejidad que provoca, ya desde Rousseau, que los niños no sean inteligentes, pero sí son curiosos, mientras que en la adolescencia sean inteligentes pero no curiosos. Ante la pérdida de interés del adolescente, cuya culpa era achacada a la misma escuela y sus métodos represivos, indefendibles en cualquier caso, se han venido implementando diferentes estrategias, como la consabida autonomía en el aprendizaje del sistema finlandés, que resulta que no era tan buena. Desde entonces, se intenta reducir el esfuerzo del alumno para no toparnos con su negativa a la tarea, engañándolo con elementos lúdicos para captar su atención, que finalmente accederá a realizar de forma mecánica, por sacarse el muermo de encima, manteniendo el desinterés por la materia. Por otro lado, se proponen novedosos modos de comunicar "saberes", con la participación del alumnado en forma de "lluvia de ideas" para el fomento del "pensamiento crítico", que no dejan de ser las clásicas lectio, argumentatio y disputatio, más viejas que cagar agachado. Todo eso, mientras se cuida su estado emocional para que nada pueda menoscabar su integridad psíquica que, por otra parte, se ven continua y obscenamente compelidos a expresar. La deriva más perniciosa de estas nuevas tendencias es el psicologismo que reduce la verdad al propio sentimiento incontestable del sujeto que se siente, por ejemplo, ofendido, dejando el relativismo moral que hasta ahora sufríamos en buen lugar, puesto que al menos dependía de la argumentación retórica.

Si para algo tiene que servir una buena pedagogía es para saber partir de sus propios intereses en relación con su natural apertura a la tribu y la búsqueda de nuevas experiencias, pero sin engañarlos: "Te va a costar entender el mundo en el que vives, pero lo necesitas para la vida buena". Es por eso que somos responsables de esas penosas labores secundarias que nos obligan a no descuidar una actitud apropiada.

Por cierto (¡no os quejéis!), tampoco tenemos dos meses de vacaciones.

Cuando la semana pasada saltó el escándalo del bochornoso chat privado de estudiantes de magisterio, una de las cuestiones que salió a la palestra es hasta dónde debe llegar la dedicación de los profesores, si podemos ser unos disolutos en nuestra vida privada y al mismo tiempo buenos educadores, si tenemos que ser santitos o solo parecerlo.

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