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Ortorexia existencial: cuando la salud te obsesiona tanto que acabas enfermo
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Galo Abrain

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Ortorexia existencial: cuando la salud te obsesiona tanto que acabas enfermo

El Caballo de Troya de la obsesión por lo sano engaña cada vez a más personas, provocando un afeamiento de todo cuanto no siga las normas de lo estrictamente saludable

Foto: La obsesión por la salud puede llegar a ser una enfermedad.
La obsesión por la salud puede llegar a ser una enfermedad.
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Al principio, lo que atrajo a Martín de cuidarse era mirarse en el espejo como un bizcochito dulce y prieto. Un bocado que las periquitas de la Opium o el Teatro Barceló disolvieran con miradas láser, dispuestas a desvestirle hasta los bóxer Calvin Klein. Os hablo aquí de Martín, como podría hablaros de una tal Vicenta, de un tal Alex o de Fulanito de tal. El recorrido suele ser el mismo.

Volviendo a Martín, este pensó que lo mejor, para empezar, era dejar de beber. Alcohol, digo. Él siempre había pimplado como una manada de barbos en un estanque desatendido. ¿Habéis visto cómo engullen esos bichos? Parecen una colmena de bocas gritonas y mudas ¡Muah, muah, muah...! Dan un repelús que no veas. Así que eso hizo. Se volvió abstemio, como el protagonista de un drama norteamericano.

Luego le sedujo el gimnasio, al que ya acudían sus coleguillas, hipnotizados por la idea de rallar queso con los abdominales. Por suerte, Martín huyó de la vigorexia en su extrema lesividad. Con una tendinitis desde la nuca hasta el perineo, no es fácil ser objeto de deseo. La dieta fue, en consecuencia, el siguiente paso.

Así empezó nuestro chico a ver su cuerpo como un templo; un convento donde solo las parroquianas puras, manducas bajas en calorías y orgánicas, podían entrar. Nada de tetas de monja azucaradas. Su Dios empezaba a ser la salud, y la salud es una deidad despiadada que exige una devoción templaria.

Martín tenía que contar las calorías de lo que comía, y no era menester llevar a los encuentros un 'tupperware'

"Hostia tú, qué fino está Martín, ¡cómo se cuida el chaval!". Estos comentarios hicieron mella en su empeño por seguir los acueductos de la obsesión. Al principio, la mayor damnificada fue su yaya. La pobre se sentía violada en espíritu cuando su nieto le brindaba negativas a sus choricillos fritos, o ese pollo rebozado que preparaba con el amor de cinco querubines melosos.

Poco a poco, Martín se fue perdiendo. O encontrando, según se mire. Sus coleguitas podían chapotear en decenas de jarras de cerveza los fines de semana, y rendirse emocionados a unas raciones de oreja, o a un corderito asado con tarta de queso de La Viña. Mal asunto. Martín tenía que contar las calorías de lo que comía, y no era menester llevar a los encuentros un tupperware. Como tampoco lo era aguantar hasta más de las diez de la noche de pendoneo (aunque fuera abstemio). El press banca lo esperaban a las 7 de la mañana, después de los batidos a precio de riñón y la sesión de mindfulness...

El desliz gastronómico no compensaba la carga de conciencia derivada

Cada video que Martín veía le instaba a refugiarse en una positividad galvanizada. Una comida sana más, una sesión de sentadillas más y, poco a poco, sus problemas se disiparían como las bellas, pero incómodas, hojas del otoño que son barridas de las aceras.

Y, oye, ¡efectivamente! Con su abuela deprimida y sus amigos hasta las narices, Martín se sentía coronado. Tanto, que un día decidió saltarse las reglas. Una cerveza y una ración de callos. El ácido gástrico todavía no envolvía los manjares cuando el arrepentimiento y la culpa lo apresaron. ¡PECADOR! No volvería a sentirse bien hasta días después, habiendo multiplicado el ejercicio. El desliz gastronómico no compensaba la carga de conciencia derivada.

Cualquier parecido con la ficción en esta historia es mera realidad. Martín es un ejemplo de cómo las teorías de la salud no crean curas. Crean consumidores. Alucinados dependientes empujados a una insatisfacción que los mece en la cuna del turboconsumo. La clave es: siempre más porque nunca es suficiente. Y la ansiedad, cuando brota, se palía cayendo en la madriguera del conejo sin asomar la cabeza fuera de las sombras de la caverna, porque todo es hostil a la nueva fe.

Se podría decir que Martín padece de ortorexia: un trastorno de la conducta alimenticia que deriva en obsesión por la comida sana. Pero para mí que el término se queda corto. Lo de Martín, como muchos otros, nace de un mercado que reivindica la ortorexia vital. Es decir, lo saludable por encima de cualquier cosa, incluso de los placeres efímeros de la vida.

Siento que esta idea podría ligarse a cientos de otras cosas. Como la desafección familiar, la crisis de las ideologías, el individualismo, la jerarquía de la sexualidad… La posmodernidad nos ha dejado tantos y variados recados, que dudo de la existencia de una forma determinante de ubicar su origen. Más bien parece un Big Bang; una partícula descuidada dando a luz a incontables impactos.

En este caso concreto, la búsqueda desesperada de la mejora personal ha pasado de la legítima autoconservación a la ladina autocomplacencia. Una mutación que te invita a desentenderte de todo problema estructural porque todos pueden resolverse individualmente. Un pensamiento peligroso. Más que nada, por lo manipulable que es…

Foto: El influencer Amadeo Llados. (Llados Fitness)

Martín, nuestro chico, es uno de los millones de fans de gente como Paul Ryan, que abogaba porque las personas de renta más baja en Estados Unidos acudiesen a un coach motivacional con el fin de salir de la pobreza. O de nuestro peina calvos nacional, Amadeo Llados, que pervierte las teorías estoicas regocijándose en la mutilación de los placeres mundanos, y en la acumulación absoluta de capital —le recomendaría al pibe leerse La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de Max Weber, aunque no lo vaya a rentabilizar en masa muscular o seguidores—. Un máquina-musculado que tuvo los bemoles de decir que un mendigo tenía que machacarse a burpees debajo de un puente, como estrategia para hacerse viral y salir de la pobreza…

Tanto la ortorexia vital, como esta versión anabolizada, son narrativas que llevamos mucho tragando. La clásica americanada evangélica de los que se bañan en coca y strippers, pierden sus familias y, de pronto, encuentran a Dios. Aceptan al señor como su salvador y luego van repartiendo sermones, porque bien saben los adictos que la mejor forma de escapar a un vicio es dar la murga moralista a otros viciosos. Ganando de paso unos cepillos bien repletos. Ya sabemos que los únicos que se hacen millonarios con los libros de Cómo ser millonario son quienes los escriben.

Los autocuidados son buenos, lejos de mí negarlo. Pero solo cuando no se ponen por delante de todo, ni se convierten en una doctrina impositiva. Es desagradable sentir una mirada vehementemente si te comes un kebab a gusto, cuando todos sabemos que los juicios suelen confesar la huida de los pecados propios. En este caso, en especial el orgullo y la soberbia, asentados en una solemnidad que huye como un pollo sin cabeza del humor y la trivialidad.

Hoy la cultura de lo saludable hace saltar aplausos en YouTube y suspicacias frente a toda crítica

La ortorexia vital no solo te apresa en su tornado de consumo y obsesión porque tú te sientas mejor contigo mismo. Lo hace porque te vende sentirte mejor que los demás. Y vestido con semejantes pieles, uno se cree en la parte alta del tobogán. Por eso hoy la cultura de lo saludable hace saltar aplausos en YouTube y suspicacias frente a toda crítica.

"La verdad no tiene defensa contra un idiota decidido a creer una mentira", es una frase que se le atribuye supuestamente a Mark Twain. Pero si el dandi bigotón dijo eso, pasó por alto que si hay algo peor que un idiota creyendo una mentira, es un listo queriendo vendérsela. Y, seamos sinceros, el planeta está plagado de listos deseosos de ganar pasta con sus mentiras, y de idiotas deseando darle sentido a sus vidas creyéndoselas.

Lo bueno de los idiotas de siempre es que hacían tonterías con las que te reías, dándote el lujo de ser un poco más inocente por un rato. Los idiotas ahora te juzgan, y hacen un llamamiento a que te esfuerces y seas como ellos. Porque los idiotas, los ortoréxicos vitales, son ahora la gente de bien.

Y esa es una banalidad contra la que tenemos poco futuro…

Al principio, lo que atrajo a Martín de cuidarse era mirarse en el espejo como un bizcochito dulce y prieto. Un bocado que las periquitas de la Opium o el Teatro Barceló disolvieran con miradas láser, dispuestas a desvestirle hasta los bóxer Calvin Klein. Os hablo aquí de Martín, como podría hablaros de una tal Vicenta, de un tal Alex o de Fulanito de tal. El recorrido suele ser el mismo.

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