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Arquitectura hostil: ¿Por qué hay ciudades que parecen estar hechas para joder?
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Galo Abrain

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Arquitectura hostil: ¿Por qué hay ciudades que parecen estar hechas para joder?

Son muchos los ejemplos de agresión urbanística con los que nos cruzamos cotidianamente. Más allá de lo obvio, ¿ocultan otros motivos? 

Foto: La plaza de la Puerta del Sol de Madrid. (Olmo Calvo)
La plaza de la Puerta del Sol de Madrid. (Olmo Calvo)
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La pasión por una gran ciudad dispensa sacrificios que el odio ignora. Uno sabe que va a bregar con infumables jornadas de transporte público cargadito de sudoraciones ácidas y posiciones incómodas, o atascos que dan para hacer una bufanda de ganchillo. Con marabuntas de turistas salpimentando los adoquines con más idiomas que la Torre de Babel (o el Congreso de los Diputados), y tantas rabadas etílicas como en una bacanal romana. Con los precios altos de la vivienda —tan astronómicos que algunos parecen coña—, con una alta delincuencia, con el ritmo personal acelerado —no se niega que con el padrón se adjunte una receta de metanfetamina— y la contaminación acústica (los rezos al evangelio del berrido ascienden paralelos al número de población). Aunque, oye, también hay cosas malas.

Podría homologarse a muchas otras ciudades pero, por centrar, pongamos que hablo de Madrid. Una de esas zancadillas hostiles que la infectan al ritmo de las ETS son los esperpentos arquitectónicos. Burradas que nada tienen que ver con el precioso brutalismo de Paco Alonso, o figuras diabólicas totalmente contrarias a la belleza del Rascainfiernos de Fernando Higueras.

placeholder Unos bancos que no están hechos para sentarse, en Madrid. (Olmo Calvo)
Unos bancos que no están hechos para sentarse, en Madrid. (Olmo Calvo)

Hablo de bancos con reposabrazos en su mitad, o formato mini, plantados en el centro de las plazas, como un gorro de burro para vagos, a fin de impedir que alguien se tumbe. De tubos metálicos en las estaciones de metro, como robados de la fachada del Centro Pompidou y después hervidos, más incómodos para sentarse que un enema. De barras y alféizares en los intercambiadores, que para disfrutarse requieren de las habilidades de un acróbata chino, así como su peso y estatura. De pinchos bajo los puentes —y no hablo de jeringas o navajazos, sino de pequeñas pirámides puntiagudas de cemento—. De largos desiertos de hormigón rugoso, como sartenes grises que absorben el calor, el frío, la luz y el bochorno, devolviéndoselos dopados a los viandantes. De parques con menos árboles que los Monegros tras desbroce. Y no menciono la Parroquia de Nuestra Señora del Buen Suceso porque, todavía, el mal gusto no es delito, aunque semejante descarga de acero pueda declararse como bullying visual.

Suele decirse que la arquitectura está hecha para mejorar la calidad de vida de la ciudadanía. Ha de deslumbrar su mirada tanto como facilitar su existencia. Por eso, debería ser motivo para sacar pecho. Aspirar hondo. ¡Coger aire! Cosa complicada si al aspirar te arriesgas a acabar chupando el humo del tubo de escape de tu coche fúnebre, vista la falta de verde que te rodea.

Y lo mismo con la convivencia. Para quienes no habitan en una burbuja multipantalla lejos del tiempo y de la vida, o palpan carteras obesas con las que financiar espacios reservados a crédito ilimitado, lo suyo es disponer de ciertas facilidades urbanas. Zonas que te permitan echar la tarde al sol, beber agua sin pagar, gozar de un césped mullido, reunirte con la troupe, sea esta sexagenaria de cartas y presbicia o posadolescente de cigarrito y lente de litrona. Está feo organizar el tejido metropolitano como un Flipper que te empuja agresivamente a penetrar centros comerciales y garitos de consumo obligatorio.

placeholder Piedras colocadas en los parterres de la Plaza de Tirso de Molina de Madrid. (Olmo Calvo)
Piedras colocadas en los parterres de la Plaza de Tirso de Molina de Madrid. (Olmo Calvo)

Pero este es el futuro que parece redactarse en los telares del Destino de las ciudades. Una tapicería municipal afectada de aporofobia y alérgica a todo lo que no sea una fórmula de museo. O séase, de mírame y no me toques. Nadie está clamando por un paisaje posapocalíptico de meones incansables rociándolo todo de micción, skaters invasores amenazando a base de backflips a las yayas con diademas de Cartier, y sin techos agresivos montando barricadas como un hampa de la limosna. Ni tampoco por un mundo maravilloso de Cumbayá perfecto digno de un anuncio de Kínder Bueno. Tan solo se aspira a urbes más amables. Menos socialmente divisivas y con menor aspiración a emular a Elvis cantando aquello de In the ghetto. Grosso modo, más dispuestas a acoger y cuidar a sus habitantes, vengan de donde vengan, adelgazando su agria mezquindad.

¿Por qué quitaron las fuentes de Madrid?

Sigfrido no opina igual... Me corrijo. No es que no opine igual, sí está en contra de la utilización de la infraestructura urbana como una inmensa trampa eléctrico-luminosa para mosquitos-suelta-perras, pero alcanza a llevarme la contraria respecto a la arquitectura hostil. A brindarme otro punto de vista. Oh, ¿y quién es Sigfrido para haberle dado vela en este entierro? Pues no es cosa menor que, como recordó un gran hombre —dicho de otra forma, ¡es cosa mayor!—, Sigfrido Herráez es el decano del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid. Un tipo de voz melindrosa, entrada amable, dicción cortés y timbre agudo, que me recuerda que hay muchos poniéndose pejigueros en estas lides. "Es una pregunta que nos hacemos mucho los técnicos: ¿hasta dónde tenemos que ser hostiles o recibidores de todo lo que una cuidad demanda? Ahí hay una polémica social enorme. ¿Recuerdas el asunto de la supresión de las fuentes de Madrid?".

Del otro lado de la línea, Sigfrido escucha un "¡claro, hombre! ¡Desde luego!", ¿en mi cabeza? Una banda sonora de cri... cri... acompañada por un mono tocando los platillos y dando volteretas. Suerte que Sigfrido es inconscientemente generoso y prosigue. "Madrid estaba llena de fuentes y se quitaron. No tengo claro ahora si fue en tiempos de Galván o Juan Barranco, pero hablamos de esos años. Entonces se quitan muchas fuentes en Madrid porque los heroinómanos lavaban sus jeringuillas ahí. Y esa era una forma de no incentivar el consumo". Una ingeniería social, si bien comprensible, a priori poco empática con el ciudadano sediento o el can ahogado.

Foto: Obras en la Puerta del Sol. (EFE/Mariscal)

"Ese tipo de cuestiones son las que nos planteamos", prosigue el decano. "Aunque la pregunta ahora sería, teniendo en cuenta que ya no tenemos ese tipo de problema de drogadicción, ¿por qué no vuelven las fuentes? Pero, vamos, es una cuestión infinita. Te encuentras ciudadanos en una dirección y en otra. Gente a la que no le importa que haya una persona necesitada durmiendo en un banco y gente a la que le horroriza". Entiendo que hay a quien le gustaría mandar a los mendigos a una práctica cámara-de-resignación-vital, a razón de un peeling facial urbano. Una desparasitación, por así decirlo, que lije esos granos antiestéticos de las calles. Pero no me parece un enfoque muy católico... Vaya por delante —lejos de esta negra ironía— que Sigfrido Herráez está totalmente en contra de esta visión, ¡no se me lleve nadie las manos a la cabeza! Lo que no escuda que me cambie de tema, como quien no sabe con qué muleta torear y decide reorganizarse tras el burladero.

"Pero detrás de esta polémica infinita", insiste, antes de consignar, "hay un asunto de sentido común, que son las temperaturas extremas de un clima continental como el de Madrid, que exigen que nos protejamos en verano y en invierno. Para que tomen las calles los ciudadanos, es imprescindible que atendamos a estos cambios. Un ejemplo que pongo mucho es el del árbol de hoja perenne y el árbol de hoja caduca. Los ambientalistas quieren hoja perenne para no tener que barrer en los meses de otoño (es, además, peligroso por los resbalones), pero hay otros con distinto sentido común. Gente como yo planteamos que en otoño cae la hoja y deja pasar los rayos de sol, y en verano está poblado de hojas y produce sombra. Con lo cual, el ciudadano percibe lo que requiere en cada momento. Pero eso no está de moda. Se dice querer evitar la contratación de miles de ciudadanos para barrer. Es otra reflexión, donde chocan intereses muy legítimos... pero chocan".

"A las obras hay que dejarlas respirar, madurar... Con la Puerta del Sol ocurre igual", dice Herráez

Uy si chocan... Muchas cosas chocan cuando hablamos de... en fin, de lo que sea. Y ya puestos a hablar de árboles, le pregunto a Sigfrido por ese Helheim de hormigón moribundo en el que se ha convertido la Puerta del Sol. Un llano sin sombra, casi sin verde, casi sin agua, casi sin nada que no sea una rocosa plasta de cemento. "Ojo", salta como si le hubiese aplicado fuerza a la palanca, "Madrid es una de las ciudades con más árboles de alineación. En la capital tenemos la suerte de tener un patrimonio verde importantísimo. Ahora, la clásica pregunta, la Puerta del Sol... Respecto a eso, verás, hay un concurso y el catedrático que lo gana decide que esa es una plaza de paso y no de estancia. Como ocurrió con la Plaza Mayor, que tuvo árboles y se quitaron, porque las plazas son plazas, y han de ser peatonales de tránsito y no de estancia. Linazasoro, al diseñar Sol, está pensando en cómo proteger el paso, dejando zonas que pueden ir vinculadas a toldos en fachadas, a árboles de pequeño porte en jardineras... En fin, creo que hay posibilidades de trabajo. No hay que dar la Puerta del Sol por zanjada. Ahora, si se ha hecho de esa forma, habrá que tener en cuenta que Linazasoro, como catedrático de urbanismo, tiene sus razones. Al igual que los ingenieros y técnicos asociados".

placeholder Vista de la Puerta del Sol de Madrid. (Olmo Calvo)
Vista de la Puerta del Sol de Madrid. (Olmo Calvo)

Intento abalanzarme sobre Herráez para una nueva discusión. Pero se le percibe eléctrico de cara a un argumento sin duda bien meditado. "Recuerdo la peatonalización de la calle Huertas", salta atropelladamente. "Cuando yo era concejal, se peatonalizó, provocando incluso protestas contra mí. ¡Directamente! Hubo mucha movida. Pero ¿qué pasó? Que al finalizar la obra, cuando se vio que no le regalábamos la calle a nadie, sino que los vecinos podían ahora hacer uso ordenado de una calle antes infestada de coches, la asociación de vecinos acabó pidiendo que a la Plaza de Matute le pusieran mi nombre. Los mismos que se habían quejado amargamente. A las obras hay que dejarlas respirar, madurar... Con la Puerta del Sol ocurre igual".

Con ese último alegato, Sigfrido me caza. Me tiene en la red de su maestría decana. Pero no me dejo amedrentar, y vuelvo con el asunto del Flipper. Con esa sustancial predisposición urbana a convertir las calles en rampas unidireccionales hacia el consumo. "A mí eso me parece un horror", asegura el decano. "Todo lo que vaya en contra de la libertad, me parece dañino. Un ciudadano tiene que tener la libertad de decidir si va andando, en bici, si quiere entrar en una tienda o sentarse en un banco. Lo contrario me parece de dictadura. La incitación indirecta, que es de lo que hablas, me parece de cárcel. Hay incluso diseños urbanos de nuevas ciudades basadas en eso. Lo que hay que fomentar es la arquitectura de la sensatez".

"Y eso qué significa para usted", interrogo. Sigfrido —a quien profesionalmente debería dirigirme por el apellido, si no me flipara tanto su nombre— me tienta a enfocar mi atención en la zona de Sanchinarro, en Madrid. Allí un vasto vergel habitacional de edificios, como piezas de dominó, se ha quedado cojo de bienestar por su falta de comercio. "Hay gente que tiene que coger el coche para comprar tabaco", y eso, claro, es un dilema, porque estando en el coche seguro que ya a muchos no les apetece volver, y acaba el lugar maldito. "Por ejemplo, Aluche está mucho mejor estructurada en ese sentido. Con un tejido comercial rico. Ese es un punto que el urbanismo ha de tener muy en cuenta". Efectivamente, una perspectiva, como poco, sensata.

placeholder Vista de la Parroquia del Buen Suceso. (Olmo Calvo)
Vista de la Parroquia del Buen Suceso. (Olmo Calvo)

Para rematar esta saludable charla sobre arquitectura insalubre, le pregunto a Sigfrido si hay que priorizar la estética o la convivencia. Si merece más una postal pistonuda o una reseña de 5 estrellas en TripAdvisor sobre la acogida de los lugares. "No hay arquitectura saludable y otra que no. Si no haces una arquitectura saludable, eso ya no es arquitectura", concluye firmemente.

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Tras nuestra despedida, no sé si albergo esperanzas de ver despachada la hostilidad. Sigfrido, en tanto que alto representante del gremio, parece convencido de lo que se debe hacer para tener ciudades más libres. Quizás estemos "cerca del momento donde la plaza vuelva a ofrecer comodidad", en versos de Alejandro Simón Pascual, más... Ay, lo dudo. Porque puestos a rematar con una cita, lo haré con la de un gran urbanista y arquitecto, César Manrique, quien afirmó: "El único pecado importante es crear dolor".

E, indirectamente, si no se impone una defensa de los ciudadanos, la línea arquitectónica del futuro acabará pecando. Pecando con importancia, porque como dice Manrique, no hará sino crear dolor.

La pasión por una gran ciudad dispensa sacrificios que el odio ignora. Uno sabe que va a bregar con infumables jornadas de transporte público cargadito de sudoraciones ácidas y posiciones incómodas, o atascos que dan para hacer una bufanda de ganchillo. Con marabuntas de turistas salpimentando los adoquines con más idiomas que la Torre de Babel (o el Congreso de los Diputados), y tantas rabadas etílicas como en una bacanal romana. Con los precios altos de la vivienda —tan astronómicos que algunos parecen coña—, con una alta delincuencia, con el ritmo personal acelerado —no se niega que con el padrón se adjunte una receta de metanfetamina— y la contaminación acústica (los rezos al evangelio del berrido ascienden paralelos al número de población). Aunque, oye, también hay cosas malas.

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