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'Mentiras monumentales': las falsedades que nos ha contado la arquitectura sobre el pasado
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'Mentiras monumentales': las falsedades que nos ha contado la arquitectura sobre el pasado

Robert Bevan, experto en patrimonio y asesor de la Unesco, analiza en su nuevo ensayo los principales casos de 'corrupción arquitectónica' en el marco de las guerras culturales. Publicamos la introducción del libro

Foto: Imagen del  Monumento a los Héroes de España, en Melilla. EFE / F.G. GUERRERO
Imagen del Monumento a los Héroes de España, en Melilla. EFE / F.G. GUERRERO

Si leemos una ciudad con la suficiente cautela, esta nos contará muchas cosas sobre nuestro pasado. Del mismo modo que un libro posado sobre un estante de la biblioteca o que cualquier documento almacenado en algún cajón del archivo, los monumentos, la arquitectura y las ciudades que nos rodean son evidencias históricas. Es más, los elementos constitutivos de una ciudad son evidencias materiales: huellas físicas reales de eventos pasados, pero, al mismo tiempo, testigos de formas anteriores de pensamiento. Entremezclados con ellos encontramos valores, modelos políticos y sistemas económicos que, por distintos que sean de los que hoy practicamos, no han dejado de ejercer su efecto sobre nuestro presente. Como bien señalara la propia Hannah Arendt: "La realidad y confiabilidad del mundo humano se basan en que estamos rodeados de cosas más permanentes que la actividad que las produce, e incluso que quienes las producen".

Precisamente por eso, cuando reconfiguramos nuestras ciudades como nos place para construir con ellas fantasías sobre el pasado, o cuando los monumentos y las estatuas empiezan a contar historias falsas en relación a quién o qué acontecimientos merecen ser inmortalizados, los registros históricos comienzan a verse adulterados. Cuando, en un alarde de falsedad, se nos señala que ciertos estilos arquitectónicos son ajenos a nuestra cultura o se asegura que los seres humanos preferimos, de manera natural, vivir rodeados de personas idénticas a nosotros, la fiabilidad del mundo que nos rodea comienza a tambalearse. Nuestras calles y plazas dejan de ser esos lugares moralmente neutros e inertes, formados tan solo por ladrillo y piedra, que parecían ser hasta hace un instante —pues también una ausencia puede ser reveladora—. Basta, si no, con que echemos un vistazo a nuestro alrededor y paseemos la mirada —o evitemos hacerlo— por la inmensidad de conmemoraciones vinculadas con las grandes conquistas de las mujeres, la experiencia acumulada por el pueblo negro o las vidas de las personas LGTBIQ+. Para aquellos que llevan las riendas y cuentan con dinero de sobra como para aposentar sus preferencias sobre un pedestal, los monumentos tienden a ser con frecuencia una herramienta destinada a oscurecer los hechos reales de la historia, a configurar un relato predilecto, a inventarse tradiciones nacionalistas y cívicas o a alimentar comunidades imaginarias en las que solo caben unos cuantos afortunados.

placeholder Portada de 'Mentiras monumentales: La guerra cultural sobre el pasado', el libro de Robert Bevan.
Portada de 'Mentiras monumentales: La guerra cultural sobre el pasado', el libro de Robert Bevan.

El presente libro se propone hablar sobre las verdades y mentiras que atraviesan nuestro entorno edificado, en una escala que oscila desde una simple figura sostenida en lo alto de una peana hasta las dimensiones de una ciudad entera: desde Judensau, la colección de imágenes antisemitas en la que se intercalan judíos y cerdos con el fin de ridiculizarlos en las iglesias medievales, hasta las copias digitales impresas en tres dimensiones sobre los arcos de templos antiguos, destinadas a reemplazar las piezas originales destruidas por el Estado Islámico —a veces llamado Daesh—; desde aquellos usos del planeamiento urbanístico cuyo único objetivo no es otro que segregar a las poblaciones en virtud de su raza, o separar un núcleo suburbano del ancho mundo situado extramuros, hasta los empeños por impedir la presencia de los minaretes en la silueta de nuestras urbes occidentales.

Cuando los monumentos y las estatuas empiezan a contar historias falsas en relación a quién o qué acontecimientos merecen ser inmortalizados, los registros históricos comienzan a verse adulterados

Los capítulos que componen esta obra versan, en su mayoría, acerca de las construcciones que integran nuestro entorno histórico. No pretenden presentar una suerte de arquitectura contemporánea. En este sentido, centran su interés en aquello que llamamos la esfera pública, en detrimento del mundo interior que hallamos en los museos o en las interpretaciones que estas instituciones nos ofrecen acerca de sus controvertidos bienes. Con todo, nuestra preocupación no pasa únicamente por las maquinaciones internas del mundo heredado —si bien los fracasos de la politizada UNESCO y del peligroso cóctel "bélico-patrimonial" también serán objeto de estudio a lo largo de estas páginas—. En vez de ello, nos ocuparemos de aquellos hechos y relatos vinculados con la historia arquitectónica e intentaremos mostrar sus discursos y tergiversaciones. Con frecuencia, este entorno histórico se dibujará como una mera herencia superficial que ha logrado suplantar a la historia más profunda. Por mi propia experiencia como profesional que trabaja a diario en el ámbito patrimonial, sé de primera mano hasta qué punto esta distinción puede resultar engorrosa. Sin embargo, resulta crucial tomarla como punto de partida. Pues aquello que nombramos cada vez que utilizamos el término "patrimonio" no consiste, a fin de cuentas, sino en un conjunto de simples hechos históricos filtrados por un tamiz en el que tiene cabida "la mitología, la ideología, el nacionalismo, el orgullo local, los ideales románticos o los meros intereses comerciales".

placeholder Detalle del muran realizado en 1992 por Noni Olabisi en Los Angeles tras la paliza que cuatro policías de esa ciudad propinaron añl ciudadano negro Rodney King. EFE / ETIENNE LAURENT
Detalle del muran realizado en 1992 por Noni Olabisi en Los Angeles tras la paliza que cuatro policías de esa ciudad propinaron añl ciudadano negro Rodney King. EFE / ETIENNE LAURENT

Este cariz superficial y políticamente conservador de nuestro patrimonio se encuentra expuesto de un modo brillante en el clásico libro publicado en 1985 por David Lowenthal The Past is a Foreign Country (El pasado es un país extranjero), al que se sumaría poco después el excelente trabajo de Robert Hewison, The Heritage Industry: Britain in a Climate of Decline (La industria del patrimonio: Gran Bretaña en decadencia), publicado un par de años más tarde. A decir verdad, los trabajos publicados por autores de izquierdas que muestren una mirada amable con nuestro legado histórico brillan por su ausencia. A nuestro modo de ver, que la izquierda política haya dejado en manos de los conservadores el estudio de esta clase de asuntos constituye una de las tragedias culturales más importantes de los últimos cincuenta años.

William Morris y su Sociedad para la Preservación de Edificios Antiguos —el célebre National Trust—, junto con la creación de su iniciativa fundacional destinada a proteger los parques nacionales, son dos ejemplos de las muchas propuestas conservacionistas que tienen sus raíces en la resistencia socialista a los excesos y expolios capitalistas; se trata de iniciativas que nada tienen que ver con las actitudes pequeño-burguesas ni con la incorregible tendencia a mirarnos el ombligo. En los tiempos que corren, parece que la izquierda ha olvidado su propia historia y aborda cualquier forma de legado con profundas reservas. Si tenemos en cuenta las burdas maneras en que se ha utilizado este legado como un salvoconducto derechista para apropiarse de la esfera cultural, la reflexión anterior no debería sorprendernos. En cualquier caso, sería una estupenda noticia que la izquierda reclamara de nuevo este escalafón simbólico y se abriera a cuidar la herencia y la conservación de nuestro pasado. Pues conviene no olvidar que este último tiene la mala costumbre de acecharnos cada dos por tres.

Cuando estas obras de Lowenthal y Hewison vieron la luz durante los años ochenta del siglo pasado, el impacto del neoliberalismo sobre la cultura ya empezaba a palparse. A menudo, el término "guerra cultural" suele atribuirse a la figura de Pat Buchanan, quien hizo uso del mismo por primera vez durante la convención del Partido Republicano de Estados Unidos celebrada en 1992, en la que entonó un grito de guerra en favor del alma americana: "Asistimos a una guerra cultural, tan crucial para dirimir el tipo de nación que seremos como lo fue en su día la propia Guerra Fría".

"Reconquistemos nuestras ciudades"

En aquel momento, Buchanan pretendía arremeter contra los derechos de los negros, la emancipación homosexual y el feminismo, y ansiaba sumarse al fervor conservador que se había desatado como consecuencia de los disturbios ocurridos en Los Ángeles un año después de que retiraran los cargos que pesaban contra los agentes de la policía angelina responsables de propinar una brutal paliza al ciudadano negro Rodney King. El mensaje de Buchanan encarnaba un alegato a favor del orden y la ley, al tiempo que instigaba a poner en su sitio a "esa panda de rebeldes" mediante una intervención militar que, en caso de producirse, tendría lugar en una ciudad todavía profundamente segregada en muchos de sus barrios —una separación por razas a la que habían aportado su granito de arena, durante las décadas anteriores, diversos actores: desde facciones locales del Ku Klux Klan y el Partido Nazi Estadounidense hasta los agentes de policía estatal y los cuerpos de seguridad federales más xenófobos—. "Igual que ellos nos arrebataron, manzana por manzana, las calles de Los Ángeles", zanjaba Buchanan, "reconquistemos ahora nosotros nuestras ciudades, nuestra cultura y nuestro país".

Los lugares históricos y nuestros paisajes conmemorativos no han dejado de estar en disputa durante los últimos siglos, pero hoy asistimos a una pugna ferozmente renovada que coloca en la primera línea de batalla a la arquitectura y al legado histórico

Sea como fuere, lo cierto es que los orígenes de las guerras culturales —desde el decimonónico concepto germano de la Kulturkampf hasta las pugnas emancipadoras de los años sesenta y sesenta— se remontan mucho más en atrás en el tiempo. Así pues, su particular versión de los años ochenta y noventa a menudo tomó la forma de acusaciones de corrección política cuya finalidad —al igual que ocurre hoy— no era sino frenar los avances en la justicia social y, en la medida de lo posible, revertir sus conquistas. En el Reino Unido, durante los años ochenta proliferaron hasta la saciedad multitud de tabloides repletos de bulos contra los consistorios londinenses de izquierdas, a los que se acusaba de un modo fraudulento de censurar el uso de palabras tan corrientes como blackboard o manhole —embustes patrocinados por el gobierno central de los torys ante los desafíos que imponían, a la sazón, el socialismo municipal y los sindicatos convertidos, por aquel entonces, en exitosos vectores igualitaristas—. Por su parte, en los Estados Unidos, durante las décadas de los ochenta y noventa, no dejaron de surgir herramientas de poder similares que oscilaban desde las pegatinas con el eslogan «Parental Advisory» [Aviso para los padres] colocadas en las carátulas de los discos de rap o en las exposiciones financiadas con dinero federal de los museos de arte que exhibían fotografías fetichistas de Robert Mapplethorpe —por no hablar de la cruzada emprendida contra las drogas o el derecho al aborto—. En la posterior etapa de guerra contra el terrorismo y su pulsión anuladora de pueblos y religiones, las guerras culturales subieron la apuesta y, así, la tensión siguió escalando con motivo de la crisis financiera global del año 2008, una crisis del capitalismo que trajo políticas de austeridad y que hizo de nuestras sociedades una suerte de ley de la jungla.

En semejante contexto, nuestras tribulaciones superaron cualquier referencia conocida hasta la fecha. Como vemos, no nos encontramos tanto enfrascados en medio de una flamante guerra cultural como hundidos hasta las trancas en la última batalla de un conflicto social que lleva en marcha varias décadas y hoy cotiza al alza de nuevo. En un bando, encontramos el temor hacia nuestros semejantes, heredado directamente del 11-S y del acaparamiento neoliberal de la esfera pública, sumado al auge del nacionalismo y el nativismo; en el bando contrario, encontramos las críticas queer, de raza, feministas y decoloniales vertidas contra el canon monumental, responsables de conseguir cambiar parcialmente el curso de la conversación. En este sentido, los lugares históricos y nuestros paisajes conmemorativos no han dejado de estar en disputa durante los últimos siglos, pero hoy asistimos a una pugna ferozmente renovada que coloca en la primera línea de batalla a la arquitectura y al legado histórico.

Si leemos una ciudad con la suficiente cautela, esta nos contará muchas cosas sobre nuestro pasado. Del mismo modo que un libro posado sobre un estante de la biblioteca o que cualquier documento almacenado en algún cajón del archivo, los monumentos, la arquitectura y las ciudades que nos rodean son evidencias históricas. Es más, los elementos constitutivos de una ciudad son evidencias materiales: huellas físicas reales de eventos pasados, pero, al mismo tiempo, testigos de formas anteriores de pensamiento. Entremezclados con ellos encontramos valores, modelos políticos y sistemas económicos que, por distintos que sean de los que hoy practicamos, no han dejado de ejercer su efecto sobre nuestro presente. Como bien señalara la propia Hannah Arendt: "La realidad y confiabilidad del mundo humano se basan en que estamos rodeados de cosas más permanentes que la actividad que las produce, e incluso que quienes las producen".

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