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Sin narración cualquiera te compra barato
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Galo Abrain

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Sin narración cualquiera te compra barato

Estamos a las puertas de una crisis de la narración que convierte a las personas en meras categorías, como en las páginas pornográficas

Foto: Imagen de archivo de la Feria del Libro de Frankfurt. (EFE/EPA/Ronald Wittek)
Imagen de archivo de la Feria del Libro de Frankfurt. (EFE/EPA/Ronald Wittek)
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Cuando era crío, una mujer mayor, de unos 70 años, venía a mi clase del colegio una vez al mes a contarnos historias. La llamábamos abuelita Inés. Suena a dibujo animado cutre, lo sé. Puro canon de bondad. Parecía uno de esos seres de luz raros y escasos. Aunque, ahora que lo pienso, no sé si ir de cuentacuentos añeja por colegios de toda la ciudad era una forma de penitencia por los pecados pasados. Quizás tuviera asuntos por expiar. Tal vez solo se aburría. O, lo más seguro, se sentiría sola…

A lo que iba, la abuelita Inés nos contaba batallitas de la posguerra. Luego le preguntábamos y ella nos hablaba de urinarios en buhardillas, serenos y racionamiento. La clase entera babeaba atenta a su relato, congregada alrededor del fuego de su sabiduría. Así, con atención comunal, le dábamos sentido al tiempo pasado y sabíamos de dónde veníamos. Empapados de la historia de quienes nos precedieron entendíamos, un poquito más al menos, quienes éramos.

Antes de seguir con esto, ¡un breve cambio de clima! ¿Sabéis cuando sacas el móvil para mirar algo, la hora, por ejemplo, y dos segundos después de guardarlo no tienes ni pajolera idea de qué hora es? Es como un autosabotaje cotidiano. Cualquiera diría que suicidas tu tiempo. Tienes tan interiorizado el movimiento; desenfundas tantas veces al día, que ya no sabes ni por qué lo haces. Son disparos de fogueo con los que esperas apresar una bolsita de información. Un cargador de datos tan contingente que tu concentración ya ni siquiera se adhiere a él.

Este duelo solitario es lo que Byung-Chul Han llama en La crisis de la narración: una narrativa. Un acto que aspira a absorber el dato, la información, y punto. Sin esfuerzo ritual. Sin pasión sosegada. Se hace por automatismo. En cambio, lo que hacía la entrañable cuentacuentos de mi colegio —de ahí la anécdota— era regalarnos una narración. Quizás suene algo confuso… Arrojaré luz sobre la teoría, a continuación.

Las plataformas digitales, al no favorecer un hilo con varios actos, sino una losa, convierten a las personas en un video porno

Pongamos las redes sociales. Las redes sociales, si os fijáis, protocolizan a las personas, hundiéndolas bajo su voluntad en el fango de la etiqueta total. En ellas eres soltero, cocinero y… yo qué sé, amante de los gatos y los perros. Eso es una narrativa de puros datos escupidos a peso muerto. No dices por qué estás soltero. Ni por qué eres cocinero. Ni qué te gusta de los gatos o si disfrutas olisqueándole el trasero a los chuchos.

Las plataformas digitales, al no favorecer un hilo con varios actos, sino una losa, convierten a las personas en un video porno que las define fácilmente por categorías. La cosa alcanza tal punto que hasta el autoconocimiento se nos brinda por sabernos parte de algunas de ellas. Tu identidad es antes tu sexo, tu orientación sexual o tu etnia, que tus amigos de infancia o la herencia cultural familiar.

¿Qué pasa cuando no obtienes ninguna retribución, y aun así te categorizas? Que tú pierdes y la plataforma gana

En la película Pleasure, de Ninja Thyberg, un personaje afroamericano le dice a la protagonista que él no es una estrella del porno. Él es una categoría: interracial. Todo se reduce a la piel y al tamaño jumbo de su manguera. ¿Parece racista? Pues sí, porque lo es. El personaje se convierte en un medio de producción para obtener dinero, lo que, inevitablemente, lo aliena como individuo. En pro del beneficio, él es un color de piel y un nabo inútilmente largo. Aunque, al menos, se trata de un curro y el mozo se lleva unas perras. Pero ¿qué pasa cuando no obtienes ninguna retribución, y aun así te categorizas? Que tú pierdes y la plataforma gana. Así de simple. Le das tu vida en bandeja para que te pueda vender la moto que desee y encima lo haces gratis.

Otra forma sencilla de diferenciar entre narrativa y narración es a través de las fotografías de moda. Básicamente, son una narrativa del atractivo sin narración del sacrificio. Esas imágenes venden tacones imposibles y corsés asfixiantes como prendas de estar por casa, cuando en realidad son artilugios incómodos de tortura masoquista propios de Hellraiser.

Ahora, ponte que le añadimos una historia a esas fotografías… Narramos que detrás de las instantáneas morbosas que perfilan esos cuerpos idílicos, hay media jornada revienta juanetes, adecuación de la posición y perfilado de la pose durante horas, por no hablar de la cotidianidad de dietas, gimnasio, cirugía, pinzas de grasa, ciclos de esteroides o las mil zumbadas que llevan a cabo los maniquís vivientes para parecer deidades griegas. La cosa toma otro color.

Una vida dedicada a optimizarse constantemente no es una vida, es un iPhone

Vale. A lo mejor, aun sabiendo eso, la portada vende un huevo y los que la compran quieren ser igual que sus apolíneos protagonistas, pero al menos no perderán la cabeza pensando que todo tiene que ser así. Dando por sentado que esa imagen define la humanidad óptima: la visión deseable, a la que todos debemos aspirar. Una quimera en la que se refugia la insatisfacción que calienta los motores de una economía enteramente orientada al consumo.

Creo que esta idea —nacida en el seno de lo que acabo de decir— del incansable reciclaje humano (la mejora-tozuda) es mejor tirarla a los contenedores multicolor. Una vida dedicada a optimizarse constantemente no es una vida, es un iPhone. Y creo que nos merecemos más que ser puñeteros móviles paticortos dando saltitos camino de la próxima actualización. Cambiando de narrativa, sin narración.

Porque, además, pensadlo… La narración olvida; omite. El protocolo de la información y los datos digitales, no. Si te has pegado una columpiada como la copa de un pino, un recuerdo tendrá a bien borrar las partes susceptibles de tu arrepentimiento. Habrá un poso que te eduque, pero podrás seguir adelante. En cambio, la información bruta que vende el algoritmo no perdona las metidas de pata.

Si te posee la inatención como una eclosión de huevos de araña en el cerebro; mándala a hacer puñetas

Este es un momento de crisis repetitivas en nuestra historia, donde la carretera es sinuosa. Está pespunteada de altibajos insalvables de los que extraer infinidad de moralejas. La primordial, para mí, es reverenciar la paciencia. Patear lejos la superstición de la sola existencia del instante, que es el maleficio del derrotismo y la incomodidad, porque el instante siempre parece mejorable. Si minas el encapsulado de estos males, dejando de creer que se reproducen como termitas porque son lo que más te afecta, lo que más hace mella, te pispas de la volatilidad de las cosas.

Espabila. Date cuenta. Si hoy estás abajo, mañana puedes estar arriba. Y eso solo se logra siendo consciente de la narración. Accediendo a escuchar el principio sin interrumpir hasta el final. Sin bloquear la historia, que para el viejo Freud era causa directa del dolor.

Hay que dejar que la aventura del relato te posea, y reclamarlo. Evitar castrar el cuento cada vez que no te conviene. Y si te posee la inatención como una eclosión de huevos de araña en el cerebro; mandarla a hacer puñetas. Mantenerse firme. Forzar a sanar la atrofia de la atención con esfuerzo y determinación. Me atrevería a decir, con valentía.

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Recuerdo a la abuelita Inés recitando sus anécdotas con la magia de quien no gana nada salvo pasar el testigo del saber. No había storytelling, ni márquetin, ni engañifas-vendehúmos. No había narrativa. Era la narración de una vida que aspiraba a mejorar, incluso a sanar, la existencia de quien la escuchase.

Por eso brindo aquí a la gloria de los recados que dejó en mi memoria. Y brindo por esa voz superviviente en mi cabeza, con la que rememoró quién fui. Y brindo aquí, por último, porque, a la contra de la marea, se sigan oyendo los cantos de muchas mujeres como ella.

En este cuento, nos jugamos más de lo que creemos…

Cuando era crío, una mujer mayor, de unos 70 años, venía a mi clase del colegio una vez al mes a contarnos historias. La llamábamos abuelita Inés. Suena a dibujo animado cutre, lo sé. Puro canon de bondad. Parecía uno de esos seres de luz raros y escasos. Aunque, ahora que lo pienso, no sé si ir de cuentacuentos añeja por colegios de toda la ciudad era una forma de penitencia por los pecados pasados. Quizás tuviera asuntos por expiar. Tal vez solo se aburría. O, lo más seguro, se sentiría sola…

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