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Neocolonialismo guiri en Lanzarote
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Galo Abrain

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Neocolonialismo guiri en Lanzarote

Hay muchas formas de colonización, y en España estamos viviendo una cocinada a fuego lento con base de billetera y desinterés por nuestra cultura

Foto: Dos personas se toman un helado en una playa de Lanzarote. (EFE/A. Perdomo)
Dos personas se toman un helado en una playa de Lanzarote. (EFE/A. Perdomo)
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Con la que está cayendo al grito de Dios es grande —tanto para uno con kipá, como para uno con turbante— hablar de cualquier otra cosa huele frívolo. Los primeros coletazos de lo que será una guerra, aunque esta bombee tras una caja de costillas hecha con balas desde hace décadas, se imponen en toda conversación. La agitación a la que me quiero referir aquí, no obstante, es otra. Otra forma de colonización. Otra forma de dominación étnica que no cuelga esqueletos, ni mucho menos mata niños, pero que despacha un sentimiento de superioridad enfermizo —y, desde luego, no precisamente intelectual—.

Hará dos semanas, pasé unos días en la isla de Lanzarote. Es un paraje hermoso, negruzco, como nadar sobre un gran carboncillo con motas de caspa en forma de casitas bajas. Su brutalidad es total. Modelada por la erosión, no se ha suavizado en siglos. Acudí allí por motivos familiares que no vienen a cuento, pero a los que agradezco no haberme visto todavía más sumergido en la mala leche que se apoderó de mí… ¿Y por qué me salía fuego del cogote y rayos por el culo? Porque descubrí que Lanzarote, como me consta que casi toda Canarias, y sin duda gran parte de Baleares, es un jodido parque temático de anglosajones.

Foto: Unos extranjeros en Madrid. (EFE/Chema Moya)

Uno oye hablar de esto y tiene indignaciones de sofá y gritos a la televisión y breves esputos a quien ronde la estancia, pero no va a más. Luego aparcas la mirada in situ. Saboreas la realidad. Entonces es cuando, realmente, te da una úlcera. Un cáncer anal. En plan narrador de un documental de animalitos de la 2, haré una breve descripción de esta especie invasora con la que me topé a mi llegada a la isla.

Veamos, por lo general, tienen un aspecto pálido o rosáceo, según la vejez del sello de llegada en el pasaporte, y cargan cara con algo así como una licencia para el combate. Son grandes blancos con culos donde una flecha se perdería, o cuerpos más firmes amortajados por tatuajes feos de cojones. Casi tanto como los de Robbie Williams (al que no me cuesta imaginar allí).

Los machos de la especie invasora —los más resplandecientes— recién aterrizan, se descamisan, atavían con chancletas, algunas con calcetín incluido, pantalones tan cortos que no llegan a reservar ni la gabardina del badajo y expolian las reservas de cerveza (también de importación anglosajona) de los supermercados. A renglón seguido, comienza una quema de testosterona con rugidos de ganso en noches revueltas y sudorosas, con cara de haber fundido varias piruletas de opio.

Jubiletas, principalmente, que no por ser iguanas flácidas dejan de beber o de mirar por encima del hombro a todo quisqui

Lo más gracioso es que Lanzarote no es un lugar de techno party con traseros zumbones y chumba-chumba masivo. Los corsarios se apoderan de ciertos garitos, baretos con poca marcha y mucho alcohol, en los que no se oye ni papa de español. Se escucha tan poco que, básicamente, no lo hablan ni los camareros, ni los dueños del local, ni el personal de limpieza. Por no hablar creo que no lo hablan ni las palomas, que también son más raras allí.

Otra parte de la avanzadilla es más ajada. Jubiletas, principalmente, que no por ser iguanas flácidas dejan de beber o de mirar por encima del hombro a todo quisqui. Porque los anglosajones a los que me refiero aquí, no van a visitar un lugar, sino a reconstruir su modo de vida en una tierra de clima más ventajoso. Las razones de su decisión vacacional son tan sencillas y tautológicas como "ya estuve el año pasado". Pero, sobre todo, porque tienen la absoluta seguridad de encontrarse con otros anglos. Esto se percibe con claridad paseando por los centros urbanos canarios. Como Costa Teguise, donde yo me descolgué hace unas semanas.

De alguna forma, caminando por ahí, sentía un orgullo perverso por mi españolidad. Como si llevar la bandera de España en el DNI obligara a estos faisanes estacionales a tratarme con respeto. Algo parecido a cuando acudes a casa ajena, y eres extremadamente cortés con el anfitrión como forma de agradecimiento. Nada más lejos. Mi falta de dicción germana o anglófona me racializaba malo. Era, me percaté súbitamente de ello al entrar en varios establecimientos, extranjero en mi país. Concretamente en esa isla dominada por cabellos y ojos claros con predisposición a la xenofobia en miradas y gestos. Toda una ironía. Si alguien estaba en posición de ser un rancio xenofóbico, era yo. No ellos. Pero la temperatura del ambiente me dio a entender lo contrario.

Los alemanes e ingleses (la mayoría, al menos) que pululan por Lanzarote no son turistas, son neocolonizadores de paquete vacacional

Así tuve mi revelación, que de novedosa no tiene un pijo, pero aquí la digo: los alemanes e ingleses (la mayoría, al menos) que pululan por Lanzarote no son turistas, son neocolonizadores de paquete vacacional. Masoveros yendo de solariegos con pulserita fluorescente, barra libre de alcohol y desinterés por nada que no sea la desinhibición y una reivindicación incansable de su jolgorio particular.

La realidad de estas tribus queda aturdida con independencia de las percepciones de los locales; tras su llegada, simples UmpaLumpas a los que pedir de comer y de beber. Y cuando no los ven como camareros, los ven como parte de un atrezo con disfraces de payaso. Toda una nacionalidad, un país entero, con piel de sector-terciario-pobre a ojos de sus visitantes. No sé vosotros, pero a mí me da rabia.

También es cierto que no solo llegan anglos a las costas canarias. Los escandinavos, por ejemplo, existen y son más discretos. Michel Houellebecq, en su novelita Lanzarote, los tildaba de fantasmas translúcidos que, expuestos al sol, mueren rápidamente. No seré yo quien lo contradiga. Por mi visita, diría que los escandinavos no dan tanto mal. Son turistas más discretos. O quizás sea solo que se ocultan en las habitaciones de sus hoteles o en cuevas pespunteadas a lo largo de la isla debido a su congénita hiperfotosensibilidad. Sea como fuere, y haciendo una comparación con la inmigración africana, los anglosajones serían como los árabes —en cifras—, nacionalidades más problemáticas, y los escandinavos como subsaharianos, países de origen muchísimo menos liantes. Y si alguien quiere ver racismo en esta última afirmación, que se vaya al rincón de pensar a vivir su tonta indignación en silencio. La hipersensibilidad pudorosa es un atributo ciego y, además, aburre. Casi tanto como los neocolonizadores.

Foto: Turistas alemanes siguen la final de la Eurocopa en Mallorca en 2021. (EFE/Atienza)

Se suponía que la globalización y los vuelos low-cost debían hacer el planeta más pequeño. Acercar los renglones rectos de la cultura internacional a los curiosos con ganas de deslumbrarse frente al crisol humano. Pues tururú. El ajetreo que vi en algunos baretos de Lanzarote solo era comparable a la abulia frente la cultura isleña, palpable en lugares como la Fundación César Manrique, a la que acuden sobre todo españoles, y algún que otro jubilado francés. Apena mucho ver los videos del artista indignado en los años 80 con los bombazos de ladrillo, puros ejercicios de brutalismo mastodóntico, destinados para albergar la peregrinación de los caracoles anglosajones, y que ahora maltratan las vistas de muchas playas.

Este neocolonialismo es otra de las letras del abecedario de la mala educación que busca hacer taifas a base de billetera por el mundo. España, en tanto que uno de los países con menos perras de la comunidad de vecinos europea, traga y traga y traga. Algunos lo hacen con el legítimo afán de sobrevivir, de algo hay que comer, dirán, y otros con la cruel voluntad de sacar la mayor tajada posible… y que se joda Dios. Estos no suelen decir mucho, más allá de defender "la libertad" que les conviene.

Me revienta bastante haber salido de una isla tan increíble, tan propia de la parcelita veraniega de Vulcano, con esta mala vibra. Lanzarote es un jardín de roca negra al que los españoles tenemos la suerte de llegar sin pasaporte, y deberíamos defenderlo frente a quienes, con mentalidad supremacista, como en tantos otros lugares, llegan y lo quieren hacer suyo. Sin respeto, sin curiosidad, sin ganas de otra cosa que no sea ponerse piojos, ver los partidos de fútbol de sus equipos, guarrear las playas y regresar al año siguiente porque, mira tú qué cosa: "Estuvimos aquí el año pasado".

Con la que está cayendo al grito de Dios es grande —tanto para uno con kipá, como para uno con turbante— hablar de cualquier otra cosa huele frívolo. Los primeros coletazos de lo que será una guerra, aunque esta bombee tras una caja de costillas hecha con balas desde hace décadas, se imponen en toda conversación. La agitación a la que me quiero referir aquí, no obstante, es otra. Otra forma de colonización. Otra forma de dominación étnica que no cuelga esqueletos, ni mucho menos mata niños, pero que despacha un sentimiento de superioridad enfermizo —y, desde luego, no precisamente intelectual—.

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