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Soledad en el patio de butacas y sangre en los ojos de Angélica Liddell
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Soledad en el patio de butacas y sangre en los ojos de Angélica Liddell

'Liebestod', 'Villa' y 'Encuentros breves con hombres repulsivos' abren la 41ª edición del Festival de Otoño de Madrid

Foto: 'Liebestod', de Angélica Liddell. (Christophe Raynaud de Lage)
'Liebestod', de Angélica Liddell. (Christophe Raynaud de Lage)

"Que todo en mí es herida y ensangrentamiento", escribirá Cioran, y esa frase aparecerá en pantalla, en un escenario teñido de albero en el que entrará una mujer vestida de negro que se sentará en una silla, junto a una mesa con botella de vino, copa y hogaza de pan. Y abrirá un paquetito de cuchillas y se cortará las piernas y dirá "¿quién ha dicho que hagan falta las piernas para torear?" y se hará otro corte y se limpiará la sangre con una miga de pan que después se comerá y anunciará, por si a alguien le quedaba alguna duda, que de su boca no saldrá "una sola palabra sobre la felicidad". Y sonarán Las Grecas en bucle y esa mujer de negro, como una Emily Dickinson de luto, cantará: "Sin su amor, sin su amor no viviré".

Así inauguró este jueves su 41ª edición el Festival de Otoño de Madrid, con Liebestod. El olor a sangre no se me quita de los ojos. Juan Belmonte, de Angélica Liddell. En el patio de butacas, también rastros de sangre metafórica, con el director del Festival, Alberto Conejero, sentado en la Sala Roja de los Teatros del Canal, en completa soledad institucional en las butacas destinadas a protocolo, sin la presencia de Blanca Li, directora del teatro, ni Mariano de Paco, consejero de Cultura de la Comunidad de Madrid.

El pasado lunes, De Paco anunció que Conejero será relevado en 2024 por Pilar de Yzaguirre, de 87 años, que dirigirá el festival que ella misma fundó en 1984. Y para dar la bienvenida a todo ese jolgorio político cultural, Liebestod comenzó con un mensaje grabado en el que la compañía explicó al público que la Dirección General de Trabajo no había autorizado la presencia de bebés en una de las escenas de la obra, en virtud del artículo 16 del convenio colectivo de actores de Madrid: "Esta escena se ha visto en Francia, Cataluña, Italia, Bélgica, Suiza, Alemania y Sevilla. Se podrá ver en Canadá y en Austria, pero no se podrá ver en Madrid". Risas en el patio de butacas. Después, Angélica, en escena, gozando de la guerra, la suya, en una obra que es, sobre todo, la ofrenda de una mujer enamorada. Y su inmolación.

Liddell estrenó Liebestod en el Festival de Aviñón, en 2021, y pudo verse ese mismo verano en el Festival Grec de Barcelona. Después, llevó a escena dos nuevos trabajos: Terebrante, sobre la figura y el universo del cantaor Manuel de los Santos 'Agujetas' y Caridad, una aproximación a la pena de muerte y la piedad. Ambas piezas, estrenadas en el festival Temporada Alta de Girona. Ambas, sin apenas texto, más conceptuales y abstractas, más cerca de la instalación artística que escénica. De ahí que Liebestod sea, hasta la fecha, la última obra en la que Liddell le da a su público lo que quiere, lo que espera de ella: un texto furibundo en el que habla, como dirá en el escenario, "de sí misma para poder existir", porque su vida "es una mierda", un texto que escupirá, como siempre, a ese público suyo "de mujeres y maricones", un público que, dice, ya "está harto de su depresión, su tristeza, su soledad, sus asesinos, sus violadores y sus terroristas", harto "de su sangre y de su mierda".

placeholder Un momento de la obra de Angélica Liddell. (Christophe Raynaud de Lage)
Un momento de la obra de Angélica Liddell. (Christophe Raynaud de Lage)

Y mientras vomita todo eso en escena nos preguntaremos si no es ella la que está harta, y de ahí que lleve un par de años buscando otra manera de lograr la catarsis con el público y de ritualizar esa herida suya cuya costra no deja de levantar cada vez que escribe, cada vez que se sube a un escenario. La semana que viene (y la expectación es grande), Liddell estrena en Girona su nueva pieza, Vudú (3318) Blixen, de seis horas, en la que se encomendará a Isak Dinesen, Maya Deren, Hermann Nitsch y Bach para llevar a escena su propio funeral. Veremos entonces qué sucede con la palabra en escena de Liddell.

En Liebestod late su identificación total con Belmonte, con el que se encuentra en la biografía de Chaves Nogales y en la que descubre a un torero tan atravesado por la tragedia como ella. Y en escena estarán los gatos que le llevaban al matador para que los bautizara, y Liddell bailará con el fantasma de ese torero mítico y tartamudo que se pegó un tiro en la sien, y con un impresionante toro de tamaño real convertido en tótem, pero también con ese deseo suyo de autodestrucción que habita siempre en su palabra y su cuerpo, y que la coloca en un lugar de sacrificio y límite espiritual, en la búsqueda incesante de catarsis y belleza.

En Liebestod están Bacon y el Tristán e Isolda de Wagner, pero también Los Marismeños, Rimbaud, Genet, Artaud e Ignacio Sánchez Mejías. Está su eterno desprecio a los actores y la profesión teatral, el asco que siente por esta "puta sociedad de imbéciles con derechos", su frustración por la ausencia de Dios en un universo poblado de likes e instagramers, y su confesión acerca de la desgana y el desaliento y la desesperación que padeció tras recibir premios y laureles, cuando sustituyó "la tragedia por el deber". Pero por encima de todo, en Liebestod está toda la soledad de Angélica, esa que la sigue atravesando cuando acaba la función y su público se va a cenar a casa, "sin haber entendido nada mientras la muerte rodeaba mi cintura".

Hombres repulsivos

Y si a Angélica le repugna esta sociedad en que vive y vivimos, al director argentino Daniel Veronese lo que le asquea son los hombres, algunos hombres. Ese hombre que utiliza su brazo deforme para dar pena a las mujeres y llevárselas a la cama. Ese que dice tener un sexto sentido que le permite identificar a las mujeres que aceptarán en la tercera cita su propuesta de sumisión. Ese tipo pasivo agresivo que culpa a su pareja de ser ella la responsable de no confiar en él, de darle motivos para irse de casa. Ese que le explica a ella, en versión master class, las diferencias entre un amante rústico y un amante sensible. Ese campeón de la alergia al compromiso que termina una relación como cierra un negocio. Ese que nos explica las contradicciones del feminismo, no vaya a ser que no hayamos caído en ellas. Son manipuladores y miserables. Son, todos ellos, hombres despreciables. Nos irritan, pero también nos parecen cómicos de tan patéticos, de tan ridículos. Son algunos de los personajes de Encuentros breves con hombres repulsivos, la adaptación teatral de Daniel Veronese de algunos relatos del libro Entrevistas breves con hombres repulsivos del escritor norteamericano David Foster Wallace, estrenada este viernes en Conde Duque, dentro también del Festival de Otoño.

En escena, dos hombres descalzos, con camiseta negra y pantalones vaqueros, en un espacio de suelo y fondo blanco, con una mesa y unas sillas blancas, un universo inmaculado enfrentado a la suciedad de sus relatos, a la toxicidad de una masculinidad que Foster Wallace describió cuando apenas hablábamos de ello en un libro publicado en 1999 y que Veronese descubrió en una librería de Madrid. El director y dramaturgo argentino adapta siete de los relatos del autor de La broma infinita y abre el montaje con un texto propio, inspirado en la obra y los personajes de Foster Wallace, todos ellos con la misma estructura: un hombre habla, una mujer escucha. Ninguno de ellos tiene nombre. Son Marcelo Subiotto y Luis Dziembrowski, y se irán alternando en el papel masculino y femenino. Cuando acaba cada escena, pulsan uno de esos timbres de recepción de hotel colocado sobre la mesa y da comienzo la siguiente.

placeholder 'Encuentros breves con hombres repulsivos'. (Germán Romani)
'Encuentros breves con hombres repulsivos'. (Germán Romani)

En su libro, Foster Wallace no incluye las preguntas de esas entrevistas, solo las respuestas de sus hombres repulsivos pero, en su adaptación, Veronese muta el monólogo en diálogo, aunque es solo un espejismo. La mujer, en esta obra, es interrumpida constantemente, apenas puede meter baza, y escucha pasiva, con la cabeza gacha, las manos bajo la mesa y la espalda recta o encorvada frente a tanta verborrea masculina. Pero no solo. Dziembrowski y Subiotto, actores espléndidos, despliegan un catálogo virtuoso del gesto sutil que lo modifica todo y transitan entre el drama y la comicidad sin grandes aspavientos, en un montaje minimalista y aparentemente sencillo que se apoya en sus cuerpos y en un texto maravilloso. Son machirulos sin filtro, personajes sin ironía, hombres que de verdad creen lo que dicen. Y, a pesar de toda la violencia y la toxicidad que exuda su mirada sobre el sexo y el amor, sobre las mujeres y sobre sí mismos, lo cierto es que a veces nos reímos. De qué. De lo patéticos que son, de lo lejos —nos decimos— que están hoy de nosotros. Aunque seguramente eso tampoco sea del todo cierto.

Encuentros con hombres repulsivos, estrenada en Buenos Aires en 2020, es la segunda pieza de una trilogía que nació con el título genérico de Experiencias Veronese. La primera obra, estrenada en 2019, fue La mujer deprimida, otro texto de Foster Wallace incluido en el mismo libro, el relato en tercera persona de una mujer que sufre depresión, interpretado por la actriz María Onetto. Estaba previsto que en este Festival de Otoño se pudieran ver ambas piezas, pero Onetto falleció hace unos meses y Veronese no concibe llevarla a escena con otra actriz. La tercera obra lleva por título Los arrepentidos y adapta un texto del autor sueco Marcus Lindeen sobre dos hombres que cambian de opinión tras pasar ambos por una operación de cambio de sexo.

Encuentros breves con hombres repulsivos es uno de los grandes trabajos de dirección de Veronese, gran renovador de la escena argentina, director prolífico que transita entre el teatro comercial y el independiente y fundador en 1989 del grupo El periférico de objetos junto a Emilio García Wehbi y Ana Alvarado. Veronese ha llevado a escena adaptaciones memorables de Tío Vania (Espía a una mujer que se mata), Las tres hermanas (Un hombre que se ahoga) y La gaviota (Los hijos se han dormido) de Chèjov o aquella formidable Mujeres soñaron caballos, que escribió "pensando en los periodos negros de la dictadura militar en Argentina", y que se pudo ver en el Centro Dramático Nacional en 2007. Habitual en los escenarios españoles, el argentino estrenó recientemente en Madrid Retorno al hogar, de Pinter, y llegará en mayo a las Naves del Español en Matadero con un texto propio, Los amigos de ellos dos, con Malena Alterio al frente del reparto.

Qué hacer con el dolor y la rabia

En Villa, como en la obra de Veronese, también hay una mesa. Sobre ella, dentro de una pequeña urna de cristal, la maqueta de un edificio que fue uno de los principales centros de detención y tortura durante la dictadura chilena, Villa Grimaldi. En torno a esa mesa, tres mujeres jóvenes debaten qué hacer con las ruinas, hoy, de ese lugar: ¿convertirlo en un museo de arte contemporáneo? ¿Reconstruir de nuevo ese edificio que demolió la propia dictadura para que no quedara rastro del terror infligido?

Y esas tres mujeres debaten y confrontan y se preguntan qué hacer con "esa villa peladero que quedó vacía hasta que volvieron los traumados, los machucados, los expresos, las sobrevivientes, los expateados, los iluminados, las intocables, las elegidas, las rabiosas. Y entraron y dijeron, hagamos algo con la villa". Las tres —Francisca Lewin, Macarena Zamudio y Carla Romero— defienden sus puntos de vista, votan, pero una de ellas, no sabremos cuál, emitirá siempre un voto que no elige ninguna de las opciones y que escribirá "marichiweu" en un papelito. Y en esa expresión mapuche que significa "diez veces venceremos" está la clave de esta obra escrita y dirigida por Guillermo Calderón, que lleva a escena esa conversación sobre qué hacer con la memoria, con el dolor de las víctimas, con el trauma individual y colectivo provocado por la dictadura. Un marichiweu que simboliza una tercera vía, una postura que defiende que se puede vivir con esa rabia y ese trauma, que también hay dignidad en no superarlo, en no sanarse, en no hallar reparación posible.

Y esa postura "antisanación" está vinculada también a las protestas sociales en Chile, "expresión absoluta del trauma de mucha gente que no quiere reconciliarse ni perdonarse, sino que simplemente quiere expresar su rabia", dice Calderón, que considera que el verdadero aniversario del golpe se conmemoró con el estallido social de 2019, cuando la sociedad chilena revivió la violencia del Estado y "la represión de la policía, que disparó a las cabezas y los ojos de las personas, un acto de crueldad comparable a las torturas que se hicieron durante la dictadura". Y esa rabia intergeneracional y heredada está en Villa, de ahí que los personajes de la obra sean mujeres jóvenes, hijas de aquellas que fueron torturadas en esa Villa Grimaldi por la que pasaron 5.000 personas, entre ellas la presidenta Michelle Bachelet, detenida y torturada allí junto a su madre. "Yo no quiero caminar por la villa y sentirme blandita. Quiero espantar. Quiero denunciarlos a todos. Quiero estar furiosa. Y eso es como un homenaje para los que no vivieron", dirá una de las actrices de la obra.

placeholder 'Villa'. (M. Paz González)
'Villa'. (M. Paz González)

Guillermo Calderón, dramaturgo (Neva, Constante, Mateluna), director de escena y guionista de cine (galardonado recientemente en el Festival de Venecia con el León de Oro al Mejor Guion por El Conde), estrenó Villa en 2011, y volvió a reestrenarla el pasado 11 de septiembre, coincidiendo con los 50 años del golpe de estado de Pinochet. Lo hizo en el Estadio Nacional, en un lugar bajo los asientos, a muy poca distancia de la cancha de fútbol, en el que Calderón recuerda que hacía un frío terrible. Ese lugar era una especie de sótano en el que violaban a las mujeres detenidas durante la dictadura 11 años después de que allí mismo, en 1962, se celebrara el Mundial de fútbol. La función se representó sin público y fue emitida por streaming por la Fundación Teatro a Mil. Antes de llegar al Festival de Otoño, Villa pudo verse el pasado fin de semana en el Festival Iberoamericano de Teatro (FIT) de Cádiz.

Villa es una obra descarnada, política y profundamente dialéctica, con una dirección brillante, tres actrices estupendas y un texto inteligente que parte de una premisa sencilla sobre el mecanismo democrático de la discusión y el acuerdo, que su autor va complejizando a medida que avanza una dramaturgia que se sostiene en diálogos rápidos, audaces y poco previsibles. Calderón abraza el conflicto y la contradicción, y descarta esa solución fácil que nos haga estar en paz y volver contentos a casa. Aquí no hay lugar para eso. Aquí hay una mujer que dice: "No soporto el final feliz. Soy el camino no tomado. Soy hueso. Soy peña. Soy cumbia. Soy charango. Soy pueblo. Soy marcha. Soy victoria. Soy panfleto panfletario. Soy así. Hablo así".

Liebestod, en los Teatros del Canal hasta el 12 de noviembre. En Conde Duque, Encuentros breves con hombres repulsivos, hasta el 12 de noviembre. Villa, en los Teatros del Canal hasta el 11 de noviembre.

"Que todo en mí es herida y ensangrentamiento", escribirá Cioran, y esa frase aparecerá en pantalla, en un escenario teñido de albero en el que entrará una mujer vestida de negro que se sentará en una silla, junto a una mesa con botella de vino, copa y hogaza de pan. Y abrirá un paquetito de cuchillas y se cortará las piernas y dirá "¿quién ha dicho que hagan falta las piernas para torear?" y se hará otro corte y se limpiará la sangre con una miga de pan que después se comerá y anunciará, por si a alguien le quedaba alguna duda, que de su boca no saldrá "una sola palabra sobre la felicidad". Y sonarán Las Grecas en bucle y esa mujer de negro, como una Emily Dickinson de luto, cantará: "Sin su amor, sin su amor no viviré".

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