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Lo que dejó David Foster Wallace
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Lo que dejó David Foster Wallace

Hace un par de años, Andrea Sachs se planteaba en un muy interesante artículo del Time quién era la voz de esta generación en Estados Unidos.

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Lo que dejó David Foster Wallace

Hace un par de años, Andrea Sachs se planteaba en un muy interesante artículo del Time quién era la voz de esta generación en Estados Unidos. Y es que si en décadas anteriores Scott Fitzgerald, Hemingway, Salinger o Kerouac se habían destacado sobre el resto, se hacía necesario clarificar la situación actual.

El caso es que un nombre sobresalía junto a los de Jonathan Franzen, Jonathan Lethem o Michael Chabon, el del escritor que el pasado fin de semana decidía sumarse a la lista de ilustres literatos suicidas: David Foster Wallace, fallecido a la edad de 46 años.

Para quien esto escribe, el descubrimiento de este autor vino de la mano de un relato corto titulado Encarnación de una generación quemada, un ejemplo de su poderosa prosa a la par que magnífico fresco en torno a un suceso desgraciado de un padre con su bebé, contenido en la muy interesante recopilación titulada precisamente Generación quemada.

Pero el libro que le dio su reconocimiento –sobre todo para aquellos que quisieron enfrentarse a sus más de mil páginas- fue La broma infinita, una mastodóntica obra que en palabras del propio Foster Wallace estaba diseñada más como una obra musical que como un libro. Era algo que se apreciaba en su engarzado de las diferentes voces que se alternaban a la hora de construir un relato sobre la adicción, el entretenimiento y el deseo, grandes tótems de esta Generación del ‘Yo’ de la que habló el propio autor. Convertida en una novela de culto, la revista Time no dudó en considerarla una de las mejores cien novelas publicadas en inglés desde 1923.

A España fueron llegando sus relatos contenidos en los volúmenes La niña del pelo raro, Entrevistas breves con hombres repulsivos y Extinción, a la par que unos cuantos interesantes ensayos sobre las más variadas cosas: Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer y Hablemos de langostas, lo último que ha pasado por las librerías. En ellos mostró su agudo sentido del humor, su inquietud por analizar la sociedad posmoderna y su decidido interés a no dejarse llevar por las grandes máximas y llegar hasta el fondo de cualquier asunto que se cruzase por su camino.

En su artículo del New York Times, Michiko Kakutani destaca algunos de sus “prodigiosos dones como escritor”, que no eran otros que “su maniática, exuberante prosa, su feroz poder de observación, su habilidad para fusionar técnicas avant-garde con una seria moral pasada de moda”. Éstas y otras tantas alabanzas ha merecido el trabajo tristemente interrumpido de un escritor que siempre tendrá su obra como prueba de un talento que, esperemos, sea reconocido más allá de esas magnificaciones que acompañan a todo fallecimiento inesperado.

Hace un par de años, Andrea Sachs se planteaba en un muy interesante artículo del Time quién era la voz de esta generación en Estados Unidos. Y es que si en décadas anteriores Scott Fitzgerald, Hemingway, Salinger o Kerouac se habían destacado sobre el resto, se hacía necesario clarificar la situación actual.