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¿Por qué demonios dejé de jugar a los videojuegos hace 25 años?
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¿Por qué demonios dejé de jugar a los videojuegos hace 25 años?

Los periodistas Borja Vaz y Jorge Morla publican 'El siglo de los videojuegos' (Arpa), en el que defienden que estos contenidos son ahora mismo la expresión cultural más atractiva e interesante

Foto: Un par de chicos juegan al Time Crisis II en el 2000. (Getty/Newsmakers/Joe Raedle)
Un par de chicos juegan al Time Crisis II en el 2000. (Getty/Newsmakers/Joe Raedle)

Muchos recuerdos de la infancia de mi generación están vinculados a los videojuegos. Los salones recreativos con inmensos armatostes en los que, a cambio de cinco duros, jugábamos al comecocos o al Tetris. La consola Atari de un vecino con la que jugábamos al Pong. Los comandos básicos que introducíamos en el Spectrum de 48k antes de darle al play del radiocasete que estaba conectado a él para cargar un juego de marcianos.

Los videojuegos eran una forma de entretenimiento prestigiosa y su versión casera constituía, junto con los reproductores de vídeo, un símbolo de las aspiraciones de la creciente clase media española de principios de los años ochenta. Poco a poco fueron impregnando toda la cultura popular: salían en las películas estadounidenses, a veces fueron el primer contacto que tuvimos con la estética japonesa y, ya en los noventa, llegaron a unos niveles de sofisticación asombrosos: uno jugaba al Street Fighter II o el PC Fútbol y pensaba hasta qué grado de realismo podían llegar los videojuegos.

placeholder 'El siglo de los videojuegos', de Borja Vaz y Jorge Morla.
'El siglo de los videojuegos', de Borja Vaz y Jorge Morla.

Aunque muchos siguieron enganchados y a finales del milenio se pasaron a las consolas, otros lo dejamos ahí: éramos reacios a pensar que los videojuegos podían ser un entretenimiento adulto. Y nunca habríamos pensado que, con la llegada del nuevo siglo, pudieran convertirse, como afirman los periodistas Borja Vaz y Jorge Morla en su nuevo libro, El siglo de los videojuegos (editorial Arpa), en “el fenómeno cultural más importante de nuestra era”. ¿Podían de verdad los videojuegos compararse con otras formas de consumo cultural y de ocio, como la música pop, los libros y el cine?

Vaz y Morla no solo sostienen que son comparables: creen que, ahora mismo, son una expresión cultural mucho más interesante. Una de las tesis del libro es que, mientras las “artes tradicionales” no viven “precisamente un momento de efervescencia creativa”, en el mundo de los videojuegos están apareciendo “obras que cada año que pasa se hacen más atrevidas, experimentales en su forma y en su fondo, osadas a la hora de redefinir su propio género y capaces de abrazar todas las posibilidades que ofrecen los soportes digitales”. Los ingresos de la industria del videojuego, según estimaciones citadas por los autores, rondan los 200.000 millones de dólares, cinco veces más que las taquillas de cine y más, incluso, que la suma de la venta de entradas y los derechos de emisión de los espectáculos deportivos.

Los ingresos de la industria del videojuego rondan los 200.000 millones de dólares, cinco veces más que las taquillas de cine

Al mismo tiempo, dicen los autores, esta industria enormemente creativa, que invierte grandes cantidades de dinero —la producción de algunos videojuegos puede superar fácilmente los 100 millones de dólares—, tiene muchos problemas. El proceso de concentración, por el cual empresas enormes como Microsoft compran estudios más pequeños e innovadores por miles de millones, está haciendo que el sector se vuelva más homogéneo y predecible. En muchas ocasiones, los ejecutivos coartan la expresividad de los creadores de videojuegos con contenido político para poder entrar en el mercado chino sin ofender al Partido Comunista, o limitan su creatividad para no molestar a las autoridades o las sociedades democráticas. Pero ambas siguen siendo hostiles a los videojuegos, dicen Vaz y Morla: los identifican con la violencia —como en el caso del llamado “asesino de la katana”— y los riesgos de la adicción, ignoran su enorme valor económico y los consideran un mero entretenimiento para adolescentes. Los medios de comunicación apenas les dedican espacio y, lo que más parece doler a los autores, los intelectuales y los guardianes de la alta cultura se niegan a reconocerlos como productos artísticos comparables a las novelas o las películas.

placeholder 'Monkey Island 1' o el mejor videojuego de todos los tiempos.
'Monkey Island 1' o el mejor videojuego de todos los tiempos.

A eso está dedicada una parte importante del libro y es quizá su argumento más discutible. Por supuesto, el videojuego merece ser considerado cultura, al igual que el jazz, el rock o, como mencionan los autores, las novelas o las películas, expresiones que en su momento fueron consideradas vulgares y luego acabaron siendo fundamentales en la cultura de masas. Es absurdo que los medios generalistas no les dediquen una atención semejante, y raro que los consumidores estemos expuestos a toda clase de celebridades, pero no conozcamos el rostro de quienes crean obras con las que juegan cientos de millones de personas. Los autores, sin embargo, plantean esa anomalía en términos casi conspirativos. “El videojuego se ha ido abriendo camino a pesar de haber sufrido mayor represión que cualquier otro medio en la historia”, dicen, con una evidente desmesura. “Ha sobrevivido a los ataques externos”, afirman, y citan largamente, a modo de ejemplo, un congreso cultural sobre el videojuego cuyo director no solo criticó el género y habló de “su supuesta influencia perniciosa en las nuevas generaciones”, sino que instó a los asistentes —muchos de ellos, perplejos— a exigir al Gobierno su censura. “Lo que aquel congreso nos enseñó es que hay una serie de élites culturales que se erigen en guardianes de la moral pública”. Pero a pesar de esto, dicen, los videojuegos “van ganando la guerra”.

¿Para qué necesita el visto bueno de los medios generalistas si, sin su ayuda, se ha convertido en el fenómeno cultural más relevante de este siglo?

Y ahí está la debilidad del argumento: ¿para qué demonios necesita el videojuego la aprobación de esa vieja élite que los autores creen que está condenada a no entenderlo? ¿Para qué necesita el visto bueno de los medios generalistas si, sin su ayuda, se ha convertido, según los autores, en el fenómeno cultural más relevante de este siglo? ¿Por qué un fenómeno esencialmente posmoderno y digital debería esperar un reconocimiento similar al que tuvieron fenómenos modernos y físicos?

Foto: Juan Santos empezó como técnico y acabó respondiendo llamadas con dudas sobre el Zelda y otros juegos. (M. McLoughlin)

El siglo de los videojuegos no es un libro perfecto. Algunas partes resultan algo redundantes y se preocupa en exceso por que su objeto, el videojuego, reciba un estatus que en realidad no le hace falta. Pero tiene también virtudes importantes: mucha información, reflexiones sobre las maneras en que los videojuegos han innovado en el arte de narrar historias y un montón de recomendaciones para quienes, en la mediana edad, estamos desconectados de este mundo. Por lo que a mí respecta, ha conseguido que me pregunte en serio por qué demonios dejé de jugar a los videojuegos hace veinticinco años.

Muchos recuerdos de la infancia de mi generación están vinculados a los videojuegos. Los salones recreativos con inmensos armatostes en los que, a cambio de cinco duros, jugábamos al comecocos o al Tetris. La consola Atari de un vecino con la que jugábamos al Pong. Los comandos básicos que introducíamos en el Spectrum de 48k antes de darle al play del radiocasete que estaba conectado a él para cargar un juego de marcianos.

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