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Mercadona es un gran invento y comprar en el pequeño comercio es de esnobs
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Mala fama

Mercadona es un gran invento y comprar en el pequeño comercio es de esnobs

En España, atacar a las grandes marcas tiene más que ver con un ansia de superioridad moral que con la detección de inaceptables prácticas comerciales

Foto: El presidente de Mercadona, Juan Roig. (EFE/Ana Escobar)
El presidente de Mercadona, Juan Roig. (EFE/Ana Escobar)

Mercadona fue nuestro supermercado apocalíptico de confianza durante la pandemia, pero ahora muchos consideran que aquello fue solo suerte. Podríamos haber ido al chino, por ejemplo, para llenar el frigorífico. Inevitablemente, superada la confusión de aquellos días, la siniestra realidad de Mercadona ha acabado emergiendo. Cada día unos héroes anónimos van a sus establecimientos a fotografiar precios. Luego esperan pacientemente a que ese precio suba, días o semanas después, y muestran en una red social ambas fotografías juntas. Esto señala el abismo que hay entre un precio justo y las ganas de hacer dinero de más que anima la empresa del señor Roig. Es un abismo de entre diez y veinte céntimos.

Ir a hacer fotos a los espaguetis o a las latas de atún no deja de tener su encanto. Ir con maldad queda menos poético. Ya es costumbre en España que, si a alguien le va bien, solo pueda ser en nuestra contra. Si Mercadona es un supermercado exitoso que tiene a millones de españoles contentos, esto se debe sin duda a que les hace la vida más difícil. Les sube los bizcochos. Dense cuenta de que el tipo que fotografía los precios de los bizcochos además los ha comprado, junto a otro montón de cosas que a lo mejor no le dio tiempo a fotografiar, porque las colas en Mercadona son muy largas, de tan espantoso que resulta comprar allí.

Ya saben que Gandhi dio las tres claves del éxito, cuando dijo: primero te ignoran, después se ríen de ti, luego te atacan; entonces, ganas. En España es un poco distinto: primero te ignoran, después te sacan en varios reportajes de El País Semanal y finalmente te hunden. Entonces el que te tienes que reír eres tú.

Foto: El empresario Amancio Ortega junto a su hija Marta Ortega. (EFE/Cabalar) Opinión
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Recuerdo cómo hace años Mercadona era un milagro español, del que había que sentirse muy orgulloso. Tenían un laboratorio fenomenal donde inventaban el agua con sabores, las galletas de cacahuete y no sé cuántos productos alimentarios más así de increíbles. Además —recuerdo leer— pagaban mejor que nadie a todos y cada uno de sus empleados. Todo esto lo íbamos sabiendo por reportajes felices y patrióticos que celebraban Mercadona como se celebra un óscar para Pedro Almodóvar.

Por aquellos días, comprar en Mercadona era chulo, como era chulo comprar en Zara a finales del siglo XX, que desde Segovia la gente se iba a Madrid solo para hacer más rico a Amancio Ortega. Entre medias, yo escuché por primera vez el concepto early adopter, que señala a aquellas personas que han comprado o utilizado un producto mucho antes de que ese producto se ponga de moda y se vuelva vulgar. Amazon mismo es un buen ejemplo de esta evolución.

El pueblo

Como es obvio, Zara, Mercadona y Amazon son ahora mismo una vulgaridad, y por eso políticamente nunca serán de izquierdas, pues gustan al pueblo. Son siempre (sobre todo con Amazon) los primeros clientes entusiastas de estas marcas los que acaban transformados en sus más consistentes odiadores. Dicen que explotan, que roban, que suben precios, que plagian modelos… Entre nosotros: gilipolleces. Simplemente, todo el mundo conoce Zara, Mercadona y Amazon, ya no es guay comprar ahí y el ansia de distinción, que es insaciable, sugiere nuevas formas de darse aires, como es gritar muy alto que uno no compra en Amazon o Mercadona por conmovedores motivos morales. Que han subido 15 céntimos unos bizcochos.

Zara, Mercadona y Amazon son ahora mismo una vulgaridad, y por eso políticamente nunca serán de izquierdas, pues gustan al pueblo

Por un lado, es curioso que las grandes empresas malignas que reciben mayores ataques sean siempre muy conocidas, pues es la fama de estos emporios la que posibilita el grato chute de superioridad moral que atacarlas proporciona. A nadie se le ocurre poner el grito en el cielo porque un súper de gran presencia regional ha hecho esta o aquella trapacería, pues a nivel nacional nos trae sin cuidado a efectos de heroicidad en la denuncia. Como nadie sabe dónde están radicados Alimerka o Dinosol, Alimerka o Dinosol pueden echar salfumán en los potitos que no van a salir en la tele.

Foto: Foto: EFE/Enric Fontcuberta.

Por otro lado, relacionar constantemente a Mercadona o a Zara con la mala praxis empresarial tiene como consecuencia hacer pensar a los niños que precisamente la mala praxis empresarial es la que da pie al éxito. Esto es otra chorrada, porque cualquiera que haya conocido por dentro una pequeña o mediana empresa de cualquier sector sabe que no hay peores prácticas, peores condiciones laborales, peores pufos que los que se ven en una empresa que no lidera nada, que no sale en El País Semanal y que casi nadie vigila. Como dijo el Chapo Guzmán (creo que en una cuenta fake de Twitter, también es verdad): "Si ser narcotraficante fuera tan fácil, todo el mundo sería narcotraficante".

Si crear Mercadona fuera tan fácil, amigos, tu primo el de la carnicería de la plaza sería Mercadona.

El invento

A mi modo de ver, después de vivir de tienditas en un pueblo (ir a la panadería, ir a la carnicería, ir al Spar), los supermercados son un gran invento. Y Mercadona es un gran invento dentro de ese gran invento. La ventaja crucial de un supermercado no es que no tengas que recorrer todo el pueblo para llenar el carrito, sino que no tienes que oponerte sucesivamente a ser timado por cuatro o cinco tenderos y tenderas. Esto pasa sobre todo en los mercados semanales de los pueblos, donde todo aquel al que vas a comprar algo consigue que compres un montón de cosas que no querías comprar, y la mayoría de ellas en mal estado. Ríete tú de 15 céntimos más en unos bizcochos, comparados con tres kilos de mandarinas que te cuela un frutero avispado.

A todo el mundo le gusta Mercadona, y no tener que regatear con un frutero

Como no me gusta la gente, es lógico que ahorrarme interactuar con ella yendo a un supermercado me encante. Pero la realidad es que ir a un supermercado, y particularmente a Mercadona, encanta también a las personas extrovertidas, simpáticas y dialogantes. No está lleno Mercadona de sociópatas, no. A todo el mundo le gusta Mercadona, y no tener que regatear con un frutero. El pequeño comercio es un mito moral, un commodity del alma. Te gusta si eres un esnob, o tienes 80 años y poca inclinación por el cambio.

Aparte de en supermercados, compro mucho en los chinos. O sea, en esas tiendas espantosas donde ciudadanos de origen chino trabajan 14 horas al día con sus hijos viendo la tele detrás del mostrador. Muchas veces he visto al vendedor de estas pequeñas tiendas ir al mismo supermercado al que voy yo y llevarse media tonelada de cervezas o media tonelada de coca-colas para vendérmelas de hecho a mí un 15% más caras en su negocio. En algunos súper persiguen esta práctica, poniendo un límite máximo al número de unidades que puedes llevarte de determinados productos. El caso: a nadie se le ocurre criticar al chino que compra la misma lata de cerveza que tú y te la vende más cara aprovechando la pereza que te da ir al súper, o tus pocas previsiones cuando fuiste, pues ahora está cerrado. Los chinos viven de mi pereza, y me parece muy bien. Mercadona vive de que es un magnífico supermercado, y tampoco hay que ponerse así.

Mercadona fue nuestro supermercado apocalíptico de confianza durante la pandemia, pero ahora muchos consideran que aquello fue solo suerte. Podríamos haber ido al chino, por ejemplo, para llenar el frigorífico. Inevitablemente, superada la confusión de aquellos días, la siniestra realidad de Mercadona ha acabado emergiendo. Cada día unos héroes anónimos van a sus establecimientos a fotografiar precios. Luego esperan pacientemente a que ese precio suba, días o semanas después, y muestran en una red social ambas fotografías juntas. Esto señala el abismo que hay entre un precio justo y las ganas de hacer dinero de más que anima la empresa del señor Roig. Es un abismo de entre diez y veinte céntimos.

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