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'La piedad': Eduardo Casanova, nacido para incomodar con esta locura pop de madres dictadoras
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'La piedad': Eduardo Casanova, nacido para incomodar con esta locura pop de madres dictadoras

Ganador del premio especial del jurado en el prestigioso festival de Karlovy Vary, el madrileño se confirma como uno de los directores más incómodos y singulares

Foto: Manell Llunell, en el centro, es el protagonista de este 'drama-thriller' psicológico sobre las relaciones madre e hijo. (Barton Films)
Manell Llunell, en el centro, es el protagonista de este 'drama-thriller' psicológico sobre las relaciones madre e hijo. (Barton Films)

El cine de Eduardo Casanova —en sus dos películas y varios cortometrajes— es de un artificio extremo, de un manierismo incómodo que hace difícil un rápido acceso a él, pero también de una visceralidad y una extraña honestidad que acaban emergiendo entre capas de tonos rosa chicle y grandes angulares. Es singular, su caso, porque en un primer contacto puede provocar un rechazo atávico, primitivo, reacio a dejarse llevar por planteamientos irreales y fácilmente provocadores —tan irreales y provocadores como aquel personaje en su anterior película, Pieles (2017), que en el lugar de la boca tenía un ano, y viceversa— y una forma de entender la imagen en la que la forma lo opaca todo. ¿Realmente hay algo debajo de la purpurina? Pieles fue el primer experimento de largometraje de Casanova, centrado en estimular el desagrado del espectador, incluso el asco, demostrando una obsesión no ya por una estética feísta como Ulrich Seidl o Todd Solondz, sino un feísmo estetizado y sintético, con una atención al detalle casi enfermiza, pero con un trasfondo difícil de identificar. Quien escribe, entonces, definió el filme como "un asustaviejas".

Foto: Eduardo Casanova presenta 'La piedad' en el Festival de Sitges. (EFE/Alejandro García)

Casi seis años después, Casanova estrena La piedad, ganadora del premio especial del jurado en el prestigioso Festival de Karlovy Vary, con la que demuestra que sí hay algo debajo de la purpurina: un cineasta arriesgado, incómodo, poético y genuino debajo de un disfraz que, aunque resulte increíble, no es un disfraz. Porque la máscara es a veces necesaria para revelar las inquietudes y los deseos inconfesables. La piedad es una película que crece en la reflexión posterior. No es disfrutable como un abrigo para calentar nuestros corazoncitos. Es, más bien, un flogger para agitarlos.

Para escocer el paladar de esa minoría que acude al cine aceptando que una película le puede irritar y que eso no significa que sea mala, sino que provoca una emoción inusual a la que no estamos acostumbrados. Si el maestro Solondz consigue que sus personajes nos susciten repugnancia, desprecio y una inesperada empatía, la narrativa de Casanova enciende un juego de afección-desafección muy consciente. Y, desde luego, ha conseguido encontrar una voz propia —que es imposible que deje indiferente— en tan solo dos largometrajes.

El imaginario —y la imaginería— de Casanova parte de la representación de un mundo de plástica Barbie: una paleta de color intransigente limitada a diferentes tonos de rosa —sobre todo— y azules, y al blanco y al negro. En ella viven personajes icónicos, es decir, símbolos. En el caso de La piedad, Casanova usa como punto de partida la imagen de la famosa escultura de Miguel Ángel, de la que también adopta el título: la Virgen María sostiene en sus brazos el cadáver de Jesucristo. La madre de todas las madres, la madre del hijo de Dios, sosteniendo en sus brazos al hijísimo, una escena que también se reproducirá en la película, como énfasis de una historia de amor maternofilial marcado por el dolor y por un padre ausente.

placeholder Otro momento de 'La piedad'. (Barton)
Otro momento de 'La piedad'. (Barton)

Mateo (Manel Llunell) vive encerrado en una relación de tóxica codependencia con su madre (Ángela Molina), quien irónicamente se llama Libertad. Entramos directamente al código simbólico. Libertad es una madre hipercontroladora —aquí el juego con la ironía— que trata a su hijo como un menor de edad o un minusválido que necesita que le corten las uñas o le den de comer como a un bebé, a pesar de que ya es un joven crecido. Por su parte, Libertad demanda la atención y la admiración permanente de su hijo, que debe alabar desde su forma de cocinar hasta su manera de bailar. Incluso duermen juntos. Viven autoconfinados en un mundo pesadillesco de texturas sedosas, espacios amplios y colores pastel que no puede ocultar la enfermedad que les va carcomiendo por dentro. Y, a través de la televisión, reciben las noticias de lo que sucede en un lugar tan remoto pero emocionalmente tan cercano— como Corea del Norte.

Porque en paralelo, una familia norcoreana vive una realidad mucho más gris y lastimera. El padre (Alberto Jo Lee) trabaja para el Gobierno de Kim Jong-il —estamos en 2011— y, después de que el Ejército envenene a una de sus hijas y ejecute a otra, la madre (Songa Park) se propone huir del país de una vez por todas. Casanova traza una analogía entre las relaciones de sumisión y de abuso de poder de esta madre y este hijo y las de un dictador como el de Corea del Norte, lo que quedó patente con la muerte de Kim Jong-il y las manifestaciones exageradas de dolor de una población a la que las autoridades podían castigar si no se mostraba lo suficientemente compungida. Al igual que la madre de Mateo, que exige halagos aunque sean impostados, el Gobierno norcoreano reclama también una pleitesía obligada por ley. ¿Qué es Corea del Norte sino la gran performance colectiva de nuestro tiempo?

placeholder Libertad, interpretada por Ángela Molina, es la madre de Mateo. (Barton)
Libertad, interpretada por Ángela Molina, es la madre de Mateo. (Barton)

Cuando a Mateo le diagnostican un cáncer, decide intentar escapar de su casa y, sobre todo, de la influencia de su madre. Pero le resulta muy difícil, a pesar de las recomendaciones de su psiquiatra y de su padre (Antonio Durán, Morris), al que busca después de todos estos años, y que habla de su madre como una mujer castradora y excesivamente necesitada de afecto. Casanova recurre en esta desmitificación de la maternidad a imágenes tan monstruosas y grotescas como el parto de un Mateo adulto de la vagina de Libertad. A medida que avanza, La piedad se torna más oscura y opresiva, rozando casi el terror, entreverándose a su vez con secuencias tan preciosistas como una recreación del funeral de Kim Jong-il al que acude el protagonista.

La piedad adolece de algunos problemas de ritmo y de momentos en que el propósito sobrepasa al resultado, pero también es la demostración de que Casanova es un cineasta arriesgado, que dispone de gusto y de herramientas y que sabe cómo utilizarlas. Que su personaje público no opaque su trabajo, porque en Casanova hay un cineasta que necesita transgredir a través de una poesía inconformista e incómoda. Y que alguien hoy quiera gustarse más que gustar ya es digno de admiración.

El cine de Eduardo Casanova —en sus dos películas y varios cortometrajes— es de un artificio extremo, de un manierismo incómodo que hace difícil un rápido acceso a él, pero también de una visceralidad y una extraña honestidad que acaban emergiendo entre capas de tonos rosa chicle y grandes angulares. Es singular, su caso, porque en un primer contacto puede provocar un rechazo atávico, primitivo, reacio a dejarse llevar por planteamientos irreales y fácilmente provocadores —tan irreales y provocadores como aquel personaje en su anterior película, Pieles (2017), que en el lugar de la boca tenía un ano, y viceversa— y una forma de entender la imagen en la que la forma lo opaca todo. ¿Realmente hay algo debajo de la purpurina? Pieles fue el primer experimento de largometraje de Casanova, centrado en estimular el desagrado del espectador, incluso el asco, demostrando una obsesión no ya por una estética feísta como Ulrich Seidl o Todd Solondz, sino un feísmo estetizado y sintético, con una atención al detalle casi enfermiza, pero con un trasfondo difícil de identificar. Quien escribe, entonces, definió el filme como "un asustaviejas".

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