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'Orfeo': la deslumbrante adaptación de la ópera de Monteverdi conmociona el Real
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'Orfeo': la deslumbrante adaptación de la ópera de Monteverdi conmociona el Real

La dramaturgia de Sasha Waltz y la dirección musical de García Alarcón abren en canal la temporada con un acontecimiento memorable

Foto: 'Orfeo'. (Javier del Real)
'Orfeo'. (Javier del Real)

El Teatro Real tiene la costumbre de alertar el comienzo del espectáculo con los compases iniciales del Orfeo de Monteverdi. Es un homenaje a la primera ópera de la historia —aunque no lo sea— y una grabación enlatada cuya emergencia moviliza a los espectadores hacia sus respectivas butacas.

Se entiende así mejor la impresión, el sobresalto, que sobrevino cuando los músicos de la Orquesta Barroca de Friburgo prorrumpieron con sus metales y percusión en las balconadas del vestíbulo. Tocaban ellos mismos el inicio de la “obertura” de Orfeo. Y la reprodujeron después con la sala a oscuras, atravesando el pasillo del patio de butacas con las trompetas y los trombones y las percusiones para luego encaramarse a la tarima.

Empezaba así el viaje iniciático. No ya del mito que origina la ópera revolucionara de Monteverdi (1607), sino el rito al que estábamos convocados los espectadores desde el momento en que Sasha Waltz tuvo el acierto de echar abajo la cuarta pared. No había distancia entre el público y la escena. Ni la había entre los bailarines ni los cantantes. Ni tampoco existían barreras entre los profesores de la orquesta y los coristas.

El Orfeo alojaba las pretensiones de un espectáculo total. Y lo conseguía desde la fluidez y la armonía. La poesía del libreto y la exuberancia de la música. La ingravidez de la danza y la declamación del teatro. La arquitectura alegórica del espacio escénico. Y hasta la elegancia de un vestuario que redundaba en el asombro estético e integrador.

placeholder 'Orfeo'. (Javier del Real/Teatro Real)
'Orfeo'. (Javier del Real/Teatro Real)

Sasha Waltz es coreógrafa de profesión. Y es la artífice dramatúrgica de un espectáculo cuya belleza y plasticidad resultaba tan elocuente como su dolor stehdheliano. El síndrome de la estética conmueve y perfora. Hasta se hacían insoportables los pasajes de mayor hondura y voluptuosidad, como si el arte nos estuviera percutiendo y desollando.

Mérito o resultado en las ambiciones de un espectáculo total, pero también del estupor musical que supo trasladar el maestro argentino Leonardo García Alarcón. Que iba vestido de crupier y que supo transformar la orquesta germana en un prodigio cromático, poético y magmático.

La hermosura de los recitativos conmocionaba tanto como la opulencia de los metales

Cuestión de alquimia musical. La hermosura de los recitativos conmocionaba tanto como la opulencia de los metales. Y como el temblor de las cuerdas. Parecía que tenían voz humana las violas da gamba. Y emulaban las flautas el cántico de los pájaros en la exaltación fértil de la naturaleza.

Y puede que no se dieran cuenta todos los espectadores, pero los friburger tocaban con los pies desnudos. Para sentir el latido de la tierra. Y para involucrarse de abajo arriba en la coreografía absoluta de Sasha Waltz. Un teatro embrujado. Un fenómeno mágico. Una estupefacción constante.

Un viaje de la vida a la muerte

Suya es la idea de concebir una puesta en escena esquemática, conceptual y esencial. Un viaje de la vida a la muerte. Y de la muerte a la resurrección. Así lo reclama el mito de Orfeo. Y así lo refleja la directora germana aludiendo a una coreografía vertical y arcaica. Y llevándonos del paraíso al Tártaro con economía de medios, naturalidad estética y tormenta de buenas ideas. Fluye el espectáculo como si Monteverdi mismo lo hubiera concebido así. Y como si la ópera alojara todas las posibilidades que el ingenio de Waltz y la clarividencia de García Alarcón han sabido otorgarle en el Teatro Real.

Foto: 'Il trovatore' en el Liceu de Barcelona.

Ha venido a convenirse que Orfeo inaugura el género operístico. Y se ha reabierto un debate entre musicólogos que atribuyen la concepción de la primera ópera al impulso embrionario de Jacopo Peri (Dafne-1598). Así lo demuestran las evidencias históricas, pero la obra de Claudio Monteverdi se homologa como la matriz. Y no porque lo sea, sino porque reúne las cualidades musicales, dramatúrgicas, estructurales que definieron y predispusieron la fortuna del teatro lírico en las entrañas de Europa.

El acontecimiento artístico que ha sacudido el Real en cuatro jornadas de estremecimiento

Lo demuestra el acontecimiento artístico que ha sacudido el Teatro Real en cuatro jornadas de estremecimiento (20, 21, 23 y 24 de noviembre). Orfeo parecía la primera ópera y la última. Rompía las coordenadas del espacio y del tiempo. No queríamos que terminara nunca. Se hacía intolerable marcharse del teatro. Regresar a la calle. Volver a las rutinas. No.

Quizá por ello el público se resistía a marcharse. Los aplausos y los clamores nos aferraban a la butaca. Y premiaban el impresionante desempeño de los artistas. No tiene sentido diferenciar las categorías ni los méritos —bailarines, cantantes, coristas, profesores—, pero el protagonismo del barítono austriaco Georg Nigl en el papel protagonista expone en sí mismo la implicación y la sensibilidad con que puede armonizarse la palabra y el canto, el gesto y la danza, el llanto y la euforia con la lira alojada entre las cuerdas vocales: “Allí donde está la belleza se encuentra el paraíso”.

El Teatro Real tiene la costumbre de alertar el comienzo del espectáculo con los compases iniciales del Orfeo de Monteverdi. Es un homenaje a la primera ópera de la historia —aunque no lo sea— y una grabación enlatada cuya emergencia moviliza a los espectadores hacia sus respectivas butacas.

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