El hombre del salto: las novelas más impactantes sobre el 11 de septiembre
La idea difundida aquella mañana era demasiado poderosa, demasiado perfecta, para que un escritor la dejase escapar
Le preguntaron a Norman Mailer cuándo iba a escribir sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001. Contestó que, por lo menos, habría que dejar pasar 10 años, periodo de tiempo de descompresión de la cacofonía informativa a la que iba a ser sometido el mundo, como correspondía a un suceso de tal magnitud, ética y estética. Aunque ha habido más estética que ética. Pero Mailer no pudo cumplir, porque falleció seis años después de los ataques, en noviembre de 2007. No sabemos qué habría hecho, si cumplir su recomendación o esperar 30 años más para acometer el reto de reconstruir aquellos ataques en todos sus detalles, actores —principales y secundarios— y profundas razones que los motivaron.
Después de todo, ese fue el tiempo que esperó desde el asesinato de John F. Kennedy, en 1963, y la publicación de la biografía —o relato basado en hechos reales— del autor del magnicidio que dejó traumatizada a la sociedad norteamericana, puede que por las mismas razones que el 11-S: pérdida de la inocencia, odio a un modo de vida y a lo que representa. En 1995 apareció 'Oswald. Un misterio americano', una novela total, precisa, exhaustiva, con cientos de entrevistas, testimonios y manejo de documentación oficial, donde no hay margen para ejercicios literarios y menos para interpretaciones estéticas sobre un suceso retransmitido, también, en directo, y que los ofrecía de sobra.
Así como, en el asesinato de Kennedy, el momento mismo de los impactos recibidos, ese feliz e inconsciente camino de la víctima hacia su final, o el intento de huida de su mujer Jacqueline —aquel traje de chaqueta rosa, qué cruel— gateando por la tapicería azul del descapotable presidencial para evitar la muerte no fueron el material literario interpretativo del suceso —siempre fue la trama oscura que lo motivó, la célebre 'conspiración', la retorcida mente de Oswald—, en el caso de la caída de las Torres Gemelas, el acto en sí eclipsó el móvil, no por justificatorio de la matanza, sino por la extrema vulnerabilidad del corazón del 'sistema'. Eso se dijo.
El hombre del salto
De entre todas las imágenes, hubo una cuya extrema limpieza, verticalidad y silencio representó con más precisión lo sucedido: la de aquel hombre —todavía sin identidad precisa, aunque sí se cree que fue un empleado que trabajaba en el restaurante Windows on the World— que se arrojó desde el piso 106 o 107 de la torre norte y en su descenso dibujó un infinito código de barras. Pura monocromía en blanco y negro, minimalismo profiláctico, indoloro. Exaltación del vacío. El nombre que se dio a la fotografía, 'The Falling Man' (el hombre que cae), obra de Richard Drew, indicaba la arrebatada idea del ángel caído. El primero que destacó la belleza del atentado, la demolición de los dos paralelepípedos perfectos, segados limpiamente por una cuchilla ardiente llegada del cielo —como una navaja rasgando la yema del ojo de Buñuel—, fue el compositor alemán Karlheinz Stockhausen, precursor de la música electrónica. “Lo que ha pasado es la mayor obra de arte de todos los tiempos”, dijo, aunque de inmediato tuvo que matizarlo por admitir la belleza de un acto destructivo de esa envergadura —después de todo, él compuso el 'Cuarteto de cuerdas para helicóptero'—, lo que no sirvió para rectificar, incluso lo contrario. Quiso decir “la mayor obra de arte de Lucifer, el ángel caído que encarna la destrucción”. Introducía de esta manera la idea de 'sublime', una forma de belleza más allá de la belleza, dolorosa de contemplar por su carácter efímero y anuncio del desastre (Rilke).
Bajo esa idea, numerosos analistas de toda índole —también críticos culturales— estuvieron dando vueltas, buscando la razón última por la que Estados Unidos, la gran democracia del mundo, que todavía creía que podía imponer la libertad en cualquier lugar del planeta, fue atacado. Sin embargo, se optó por rastrear en el pasado, es decir, por si se había lanzado algún enigma que anticipase la destrucción de las Torres Gemelas. En la novelística norteamericana fue Don DeLillo quien, en 1991, 10 años antes del 11-S, auguró, sin nombrarlo, el colapso del 'sistema' en la constitución misma de la pareja de rascacielos, en
Es la era de las multitudes: casándose por el rito de la iglesia Moon en el Yankee Stadium o asistiendo al funeral del ayatolá Jomeini, como describía en 'Mao II'. Ni siquiera la literatura servía ya para “alterar la vida interior de la cultura”, le decía el escritor Bill Gray a la fotógrafa Brita —puede ser que estuviera en lo cierto—, mientras ese papel lo usurpaba el terrorismo y su inmensa capacidad escénica y dramática. “Son ellos quienes someten la conciencia humana a sus ataques”, concluye. ¿Algo ha creado más significado en estos últimos 20 años que los atentados del 11-S? ¿Alguien ha aportado más ideas que las que se pudieron ver aquella mañana soleada de final del verano? ¿Acaso una novela?
La fascinación de las torres
Pero no fue DeLillo quien anticipó la idea de unos rascacielos predestinados para su destrucción. Fue anticipada por Jean Baudrillard en 1976, que lo describió —en 'El intercambio simbólico y la muerte'— exactamente en los mismos términos, muy poco después de que el WTC entrase en funcionamiento en 1973. “Hay una fascinación especial por esta duplicación. Por altas que sean, y aunque más altas que todas las demás, las dos torres significan, sin embargo, un cese de la verticalidad. Ignoran a los otros rascacielos, no son de la misma raza, ya no los desafían ni se comparan ya, se miran la una a la otra...”, escribe el sociólogo francés. En eso —dice— reside el arte moderno: en las réplicas multiplicadas de Warhol, en la muerte del original.
"Por altas que sean, y aunque más altas que todas las demás, las dos torres significan, sin embargo, un cese de la verticalidad"
La idea difundida aquella mañana era demasiado poderosa, demasiado perfecta, para que un escritor la dejase escapar, aunque fuese solo en la catódica imagen de un televisor en un 'diner'; en la larga sombra de los edificios a lo largo del día, hasta el crepúsculo final; en aquel oficinista que vuelve a casa a salvo cubierto de polvo como un aborigen que regresa del futuro; en aquel Zuckerman perplejo con cáncer de próstata y pañal.
Philip Roth lo trata en
En definitiva, poco más se puede añadir a la obra de los terroristas: relatos parciales, la nueva subjetividad de seres que empiezan a vivir con culpa lo sucedido, como un castigo, lo que obligará a retroceder en el pasado hasta comprender las razones de esa masacre en las injusticias cometidas: culturales, religiosas, raciales, de género. Después de todo, en la Bienal de Whitney —el certamen de arte más americano— pasó de largo sobre el 11-S; solo hubo una, muy sutil, claro, de Steve Vitello: una grabación realizada en 1999 desde la Torre Uno de los sonidos causados por el Huracán Floyd. Mientras unos abogan por una voluntariosa 'alianza de civilizaciones' hasta con Irán, otros reclaman una vuelta a un orden ilustrado —por más utópico que parezca—, único e improbable marco de convivencia.
André Glucksmann fue el primero en abordar el peligro, tan solo uno año después de los ataques del 11-S, que supone para las sociedades democráticas el avance del fundamentalismo islámico en el ensayo '
Le preguntaron a Norman Mailer cuándo iba a escribir sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001. Contestó que, por lo menos, habría que dejar pasar 10 años, periodo de tiempo de descompresión de la cacofonía informativa a la que iba a ser sometido el mundo, como correspondía a un suceso de tal magnitud, ética y estética. Aunque ha habido más estética que ética. Pero Mailer no pudo cumplir, porque falleció seis años después de los ataques, en noviembre de 2007. No sabemos qué habría hecho, si cumplir su recomendación o esperar 30 años más para acometer el reto de reconstruir aquellos ataques en todos sus detalles, actores —principales y secundarios— y profundas razones que los motivaron.